¿A cuánto estamos de una rebelión de turistas? La ocasión es inmejorable: tras dos años de pandemia, quien pueda viajar no querrá volver ni a su trabajo ni a su hogar. Pensemos en un turista británico o alemán que esté disfrutando de la Costa del Sol o la Costa Azul. ¿Para qué va a volver? Claro que recibe un gran salario y que lleva lo que podría decirse una “buena vida” como la que llevan las clases medias y altas pero volver significaría mirarse al espejo y preguntarse por el sentido de una existencia donde la recompensa siempre está por llegar. Quizás el espíritu protestante sea hoy apenas un espíritu de protesta.
No debería sorprendernos entonces que estos turistas pidan préstamos y agoten su tarjeta de crédito en hoteles caros de los cuales no se van a ir ni por las buenas ni por la policía. Estos “ocupas” de los sectores aventajados extenderán su revuelta a Málaga, Mentón y Rímini, y el final de la historia lo encontrarán en un texto que hemos citado aquí poco tiempo atrás. Me refiero a “El parque temático más grande del mundo”, un cuento del británico James Ballard publicado en 1989. La razón por la que lo volvemos a traer es que en ese cuento está el germen de la novela que publicará en 2003 donde, con una trama parecida, Ballard reflexionará acerca de la violencia. La novela en cuestión se llama Milenio negro y mi intuición es que puede servirnos para comprender algunos de los fenómenos que están sacudiendo el mundo occidental en la actualidad.
La idea de una violencia inmotivada parece contrastar con la situación actual donde todo el mundo cree tener un motivo para protestar, en algunos casos, de manera violenta. Desde veganos, pasando por toda la gama de nuevas identidades hasta llegar a jóvenes angustiados contra el cambio climático
En Milenio negro, un grupo de personas pertenecientes a un barrio acomodado de Londres inicia una serie de protestas: algunos participan de una manifestación contra una exposición de gatos que terminó con incidentes y jaulas abiertas al grito de “los gatos son presos políticos”. Poco tiempo después hubo protestas contra la idea de viajar porque, decían los manifestantes, se trata de la última fantasía del siglo XX, aquella que nos hace creer que el trasladarnos a otro lugar permitiría reinventarnos. El conflicto llegó a tal nivel que hubo quien pensó poner bombas en agencias de viajes. Otra de las protestas tuvo que ver con el precio del parking, lo cual llevó a uno de los protagonistas a afirmar que la próxima revolución será por el aparcamiento. A esto le siguió un reclamo por los gastos de mantenimiento del barrio y una masiva ausencia en las elecciones para el Ayuntamiento. Dice Ballard a través de uno de sus personajes:
“Allí había empezado la revolución de la clase media: no el alzamiento de un proletariado desesperado, sino la rebelión de la educada clase profesional que era la flor y nata de la sociedad (…) La clase media era el nuevo proletariado, la víctima de una conspiración secular, que por fin se deshacía de las cadenas del deber y de la responsabilidad civil”.
El punto es que mientras esa “revolución” avanzaba se suceden una serie de atentados, algunos de los cuales ocasionaron víctimas fatales. Ya no se trataba de liberar gatos de raza de sus jaulas. Ahora había humanos muertos.
El primer gran atentado ocurre en el aeropuerto de Heathrow donde muere la exmujer del psicólogo David Markham quien, a partir de ese parentesco, decide investigar por su cuenta para llegar hasta las últimas consecuencias. Así es que comienza a vincularse con los organizadores de los disturbios de este barrio acomodado suponiendo que de esa manera daría con el responsable del atentado, el cual, por cierto, nadie había reivindicado. En ese marco conoce al doctor Gould quien va a tener un papel central en la historia y con el que se da un intercambio como el siguiente:
“Hay una profunda necesidad de actos sin sentido, cuanto más violentos, mejor. La gente sabe que su vida no tiene sentido, y comprende que no puede hacer nada para remediarlo. O casi nada”.
La idea de una violencia sin sentido, o una violencia inmotivada, efectivamente rompe con la racionalidad del reclamo y desorientaría a cualquiera. ¿Qué es esto de agredir por agredir? ¿Qué es esto de atentar contra algo o alguien al azar, por el simple hecho de la violencia misma? Caídos los grandes relatos, muerto Dios, vituperados los ideales de la modernidad, hasta la violencia pierde su sentido. Esta posviolencia en tiempos posmodernos es exactamente lo contrario a lo que otro británico, Joseph Conrad, refiere en su libro El agente secreto cuando describe un fallido atentado anarquista. Me refiero al episodio en el que un joven intenta poner una bomba en Greenwich en tanto símbolo de la temporalidad capitalista que, en términos marxianos, genera la plusvalía y la explotación del trabajador. No hay nada con más sentido, nada más simbólico, desde el punto de vista de este anarquista, que atacar “el tiempo occidental” que Greenwich representa. Tenía sentido atacar Greenwich y ese sentido estaba atado a una determinada ideología del mismo modo que durante todo el siglo XX se ha intentado justificar la violencia en nombre de determinadas ideologías.
Es eso lo que, según la novela de Ballard, habría llegado a su fin y la literatura y el cine pueden ayudarnos a ilustrar lo que aquí intentamos decir. Sin pretender que la lista sea exhaustiva, podría nombrarse ese cuento largo de Sartre llamado “Eróstrato” en el que el protagonista, un personaje al que, como no podía ser de otra manera, el género humano le generaba algunas náuseas, decide tomar un arma y disparar a las primeras personas que se le crucen por delante; a cualquiera. Simplemente abrir la puerta y matar para luego, si tiene suerte, guardarse la última bala y suicidarse.
Algo similar sucede con una saga de dos cuentos del escritor brasileño Rubem Fonseca titulada “Paseo nocturno I” y “Paseo nocturno II”. Allí se expresa toda la impunidad y la hipocresía de la burguesía de Río de Janeiro encarnada en un padre de familia con buen ingreso y una hermosa familia tipo a la que protege y sostiene. ¿De qué manera? El buen hombre salía todas las noches solo en su auto, aprovechando que su mujer miraba la telenovela, para girar y girar hasta encontrar alguna calle mal iluminada donde no hubiera testigos. Cuando aparecía algún peatón desprevenido, él aceleraba y lo atropellaba, si hacía falta, más de una vez. ¿Por qué lo hacía? Por nada en especial. Simplemente mataba.
Por último, algo de este espíritu de una violencia sin sentido aparece en el capítulo número 3 de la temporada 3 de la serie inglesa Black Mirror titulado “Cállate y baila”. Allí un virus informático ingresa en la computadora de un joven de modo tal que pasa a controlar la cámara de video y logra filmarlo mientras él se masturba. Paso seguido, los hackers comienzan a extorsionarlo y le piden que realice determinadas acciones si no desea que el video sea viralizado. El muchacho realiza todo lo que le piden, desde llevar una torta hasta robar un banco para luego caer en la cuenta de que no es la única persona que está siendo extorsionada y que la prueba final es una pelea a muerte con otro de los damnificados. Naturalmente, todos esperamos que al final del capítulo se revelen las razones de los hackers. ¿Lo hacen por dinero? Claramente no. ¿Sus víctimas han cometido delitos y se trata de hackers justicieros? En algunos casos sí pero en otros no pues hay un pedófilo y una CEO de una cadena hotelera que escribió correos racistas pero en paralelo está un hombre que simplemente tenía una amante y el joven mencionado que parecía un buen muchacho y apenas se había masturbado. ¿De qué se trataba entonces? El final es abierto pero una interpretación posible es que lo hacían para divertirse pero sobre todo para estimular una violencia sin sentido que podría padecer, por azar, cualquier persona.
Justamente, el escritor británico Mark Fisher, en un artículo del año 2005 titulado “What Are The Politics of Boredom (Ballard 2003 remix)?, se interesó por Milenio negro y por algunas de las intervenciones del ya mencionado Gould, el ideólogo de los atentados, quien afirma que el ataque a las torres gemelas fue un intento de liberar a Estados Unidos del siglo XX en tanto fue un acto sin sentido.
Humildemente yo discreparía con Gould para afirmar lo contrario y decir que quizás ése haya sido el último gran atentado con sentido, el último acto terrorista del siglo XX. Pero Fisher quiere destacar esta idea que Ballard pone en boca de Gould cuando indica que el siglo XXI se caracterizará por un aburrimiento feroz que solo podrá ser mitigado a través de actos de violencia sin sentido. Ahora bien, ¿de qué está hablando exactamente el cabecilla que tras la bomba en Heathrow fue responsable de sendos atentados contra el National Film Theatre, el Tate Modern, e incluso contra una reportera a la que asesinó completamente al azar? Gould lo explica así:
“Mata a un político y quedarás atado al motivo que te hizo apretar el gatillo. Oswald y Kennedy, Princip y los archiduques. Pero mata a alguien al azar, dispara dentro de un Mc Donald’s, y el universo se mantendrá alejado y aguantará su respiración. Mejor aún, mata a quince personas al azar (…) Tenemos que elegir objetivos que carezcan de sentido. Si tu objetivo es el sistema monetario global, no atacas a un banco (…) [sino que] incendias el zoológico de Londres. Lo que queremos es crear inquietud (…) La ausencia de motivo racional conlleva un significado propio”.
La idea de una violencia inmotivada parece contrastar con la situación actual donde todo el mundo cree tener un motivo para protestar, en algunos casos, de manera violenta. Desde veganos, pasando por toda la gama de nuevas identidades hasta llegar a jóvenes angustiados contra el cambio climático, pro y antiaborto o gente que lucha contra ponerse una vacuna. Lo que en algunos casos empezó como un levantamiento de clases medias y altas continúa siéndolo pero le ha agregado un nivel de dramatismo y violencia sorprendentes.
Sin embargo, puede que Ballard no esté tan equivocado y que, como se deja entrever al principio de la novela, se trate de un proceso. Desde este punto de vista, la caída de los grandes relatos que tuvieron vigencia hasta finales del siglo XX tendrán como consecuencia grandes espirales de violencia inmotivada pero antes atravesarán la multiplicación casi infinita de reclamos de grupos cada vez más atomizados que han renunciado a cualquier cambio totalizante, esto es a cualquier cambio verdaderamente revolucionario porque, ya deberíamos saberlo, las revoluciones no se hacen de a pedacitos.
Dicho de otra manera, la pérdida de sentido ha derivado en múltiples sentidos que persiguen reclamos tan intensos como chiquitos y cada vez más personales. Pero me temo que la eventual conquista de muchos de esos derechos reclamados no esté llevando a una sociedad más pacífica sino a una sociedad donde la violencia continuará tan espasmódica, inesperada y arbitraria como necesaria y absurda.
Foto: Alex McCarthy.