Muchos ideólogos elegetebistas consideran intolerable que la mayoría de la gente no haya elegido libremente su sexualidad. La sociedad nos asignaría nuestra sexualidad despóticamente cada día de nuestra existencia. Todo empiezaría con el desalmado tocólogo cuando dice a la futura mamá que el bebé que espera es un varón porque ve un pene en la ecografía. Para muchos esta es la primera evidencia de que el sexo es una construcción social.
De modo que debemos situarnos en un punto cero, libres de influencias culturales, y elegir nuestro objeto de deseo. No solo es una opción, es nuestra identidad. Los expertos en el tema han dado en llamar a estas opciones identitarias géneros. No obstante, si desarrollamos este planteamiento son inevitables ciertas aporías y algunas perpeplejidades.
Nunca elegimos el objeto de nuestro deseo: si acaso, es el objeto el que nos elige a nosotros
¿Elegimos lo que deseamos? Resulta que nuestra sexualidad está marcada fundamentalmente por el deseo mismo. Y a poco que recapacitemos nos percatamos de que nunca elegimos el objeto de nuestro deseo. Si acaso, es el objeto el que nos elige a nosotros. No elegimos que nos gusten las lentejas o el arroz. Solo podemos elegir si los comemos o no; que no es poca cosa, por cierto. Tampoco elegimos sentirnos atraídos por las mujeres, por los hombres, por los zapatos de tacón o por los uniformes militares.
¿Somos lo que deseamos? Aun si nos ponemos filosóficos y admitimos que no sabemos muy bien quienes somos, sí sabemos que no somos lo que deseamos. ¡Qué más quisiéramos! Un mudo que desea ser cantante, no lo es. Y yo mismo, por más que deseo a veces ser Messi o Ronaldo no lo consigo.
Intentado liberarnos del ‘tiránico constructo social’, la identidad sexual acaba dependiendo de otra construcción social: la que propone la ideología de género
No obstante, la ideología de genero insiste en su tarea emancipadora. Hay que intervenir en colegios, en los entes locales, en los medios de comunicación: primero enseñando, luego inculcando y, si es necesario, imponiendo. Todo sea para liberarnos del tiránico constructo social que nos esclaviza. Hay que obligar a la gente a ser libre, tal como dijo que dijo Jean-Jacques Rousseau. ¿Pero no estamos entonces como al principio? Resulta que nuestra identidad sexual dependerá entonces de otra construcción social: la que propone la propia ideología de género. Y es que si damos un giro de 360º, estamos obviamente en el mismo lugar.
El problema filosófico de la identidad
La identidad es un asunto filosófico y personal que cada uno acomete como puede. Decía el psicoanalista Jacques Lacan que la locura no consiste en creerse Napoleón, sino en creerse uno mismo. Para Lacan la identidad personal vendría a ser una especie de juego que no conviene nunca tomarse demasiado en serio. Una persona que con un cuerpo biológicamente masculino se sienta mujer y proclame que lo es, no supone ningún problema para nadie. Es la particular y lúdica solución que tal persona da al problema filosófico de su identidad.
No obstante, es posible que haya ciertos malentendidos si tal persona quiere ser tratada por los demás como una mujer. Si su digna opción sexual no es conocida, muchos conciudadanos le seguirán llamando señor. Y no porque estén en su contra. El motivo es más banal: su aspecto varonil y el acuerdo tácito de la comunidad de hablantes que consiste en designar con un mismo significante a referentes semejantes. El problema es más lingüístico que social. O si se prefiere, acaba por ser social a fuerza de ser lingüístico.
Pero el verdadero disparate resulta cuando el Estado decide intervenir en el asunto. Si el sentimiento libremente expresado por el sujeto prevalece sobre cualquier otro criterio dado por la ciencia, la costumbre, la tradición o la mera evidencia empírica, ¿tendrá derecho entonces el hombre que se siente mujer a entrar en los servicios de mujeres?, ¿le asignarán los servicios médicos un ginecólogo en lugar de un urólogo? En definitiva, ¿la identidad proclamada por el sujeto ha de ser fuente de derecho?
Pero resulta que si admitimos esta opción tan libertaria, a pesar de las incongruencias que de ella se derivan, vamos a chocar inevitablemente con la otra cara de la misma moneda: el nuevo feminismo. Aquel que tutela celosamente la identidad femenina e impone la discriminación positiva. En este caso, ser hombre o mujer no es algo que podamos elegir. ¡Qué más quisiéramos! Los hombres somos hombres a nuestro pesar y por decreto, y por eso, al menos en España, la ley de violencia de género nos castiga más que a las mujeres por idénticos hechos. ¿En qué quedamos entonces?
Con todo, lo peor de la ideología de género no es que intente cambiar los usos y costumbres desde planteamientos estatalistas con veleidades totalitarias. Lo peor es que nos destroza el cerebro si intentamos comprenderla. ¿No será esa su verdadera finalidad?
Foto Gaelx
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