Las migraciones han sido una constante a lo largo de la historia y constituido una de las fuentes de progreso de muchos países. Entre 1880 y 1920 emigraron a EEUU más de 50 millones, un flujo enorme en relación a la población asentada. Y, aunque todas la estos movimientos geográficos generan ciertas fricciones y resistencias, el melting pot norteamericano acabó absorbiendo a todas estas personas, integrándolas y convirtiéndolas en ciudadanos.

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Sin embargo, aunque se intente comparar con aquellos flujos, la inmigración que actualmente se dirige a Europa está generando tensiones y enfrentamientos inusuales, que apuntan a elementos diferenciadores, ausentes hace un siglo, que confieren a estas migraciones un carácter más polémico y conflictivo. ¿Cuáles son estos nuevos elementos?

Básicamente dos, uno económico y otro sociocultural. En primer lugar, el Estado de Bienestar, que altera los incentivos para emigrar y, con ello, el proceso de autoselección de los inmigrantes, provocando un cambio en las cualidades medias de los recién llegados. En segundo, la Ideología del Multiculturalismo, que dificulta la integración de los extranjeros en los países de acogida, promoviendo una sociedad fraccionada, carente de objetivo, sentimiento o proyecto común.

Emigración y autoselección

La emigración constituye una decisión racional por parte del los individuos, consistente en mudarse a otras zonas donde esperan mejorar los ingresos, el bienestar, el nivel de vida. Las migraciones laborales tienden a incrementar la eficiencia económica global pues la mano de obra se mueve, se reasigna, hacia países o regiones donde su productividad es más elevada.

La migración implica un proceso de autoselección: el colectivo de emigrantes tiende a ser distinto, en media, a la población de la que proviene

Pero hay otro fenómeno que, históricamente, ha beneficiado considerablemente a los países de destino: como la rentabilidad de emigrar es distinta para cada individuo, dependiendo de sus cualidades personales, la migración implica un proceso de autoselección, esto es, un filtro por el que tienden a pasar preferentemente personas con determinadas características. En consecuencia, el colectivo de emigrantes tiende a ser distinto, en media, a la población de la que proviene.

Y, en circunstancias normales, esta autoselección es positiva. Dado que muchas veces se trata de un paso difícil y complejo, tienden a emigrar las personas con mejores condiciones laborales, las más trabajadoras, más eficientes, más capaces, los individuos con más elevados grados de adaptación y resistencia, con mayores ansias de ocupar cualquier puesto, de esforzarse para prosperar. Porque generalmente son ellos quienes pueden ganar más con la migración. En Self-Selection of Emigrants: Theory and Evidence (2017), George J. Borjas, Ilpo Kauppinen y Panu Poutvaara muestran evidencias de esta autoselección positiva en los flujos migratorios, eso sí, entre países que no difieren mucho en la generosidad del Estado de Bienestar.

Ahora bien, cuando los flujos migratorios se dirigen desde países sin prácticamente prestaciones sociales hacia otros con un Estado de Bienestar mucho más generoso, los incentivos cambian apreciablemente. Y ya no solo atraen a los más trabajadores; también a aquellos más propensos a vivir de de ayudas y subvenciones.

La América de finales del XIX y principios del XX, donde no era posible vivir de ayudas, atraía a sujetos especialmente esforzados y sacrificados; pero la Europa del XXI es también un potente imán para quienes aspiran a vivir del Estado. Esto no significa que haya que suprimir todas las ayudas: sencillamente que, dado que la autoselección positiva se ha trastocado, es necesario reorientar los incentivos o proceder a una selección más activa de los inmigrantes.

El multiculturalismo imperante

Sin embargo, no todos los problemas son económicos. La ideología del multiculturalismo dificulta, cuando no impide directamente, la integración de muchos inmigrantes en la sociedad de acogida, fomentando una sociedad fraccionada en diferentes grupos raciales, culturales o religiosos, que tienden a vivir aislados unos de otros. Unas redes étnicas cerradas de mutua asistencia y defensa, a veces al margen del Estado y las leyes, especialmente en ciertos grupos con rasgos culturales muy distintos a los europeos.

Además, como el multiculturalismo se encuadra dentro de la corriente de la corrección política, también distingue entre grupos buenos y oprimidos (los inmigrantes) y malos y opresores (los europeos y los occidentales en general). Por supuesto, se trata de una clasificación absurda: los grupos no pueden ser buenos o malos, en todo caso lo es cada individuo.

Así, el multiculturalismo no sólo empuja a los recién llegados a agruparse y cerrarse, a aislarse del resto de la sociedad, a mantener ciertas estructuras tradicionales que, en ocasiones, resultan poco compatibles con la libertad de sus miembros. También, y todavía más grave, inculca en los inmigrantes una visión negativa de la sociedad que los acoge; poco incentivo existe para integrarse en una sociedad occidental que se considera a si misma  un grupo malo, que se avergüenza de lo que es.

La ideología del multiculturalismo impulsa a muchos inmigrantes a despreciar, incluso a odiar, a la sociedad que los acoge

Al contrario, esta ideología transmite al inmigrante la idea de que, como es una víctima, debe gozar de una superioridad moral a la del local, incluso de más derechos y menos deberes. Impulsa así a muchas personas a despreciar, incluso a odiar, a la sociedad que los acoge.

Los defensores del multiculturalismo aluden a las bondades de la diversidad, del pluralismo. Pero una sociedad plural es todo lo contrario de una sociedad tribal, que es el objetivo final de esta ideología. Existe pluralismo cuando las personas se agrupan voluntariamente según sus ideas, criterios y opiniones, con independencia de su raza, etnia u origen cultural.

Pero hay tribalismo cuando el nacimiento determina la adscripción a un determinado grupo y el sujeto experimenta enormes dificultades para escapar de él. Así, se perjudica, se abandona a aquellos que, deseando integrarse en la sociedad, se ven impedidos a hacerlo por la enorme presión de su ambiente.

Por supuesto, la sociedad tribal es difícilmente compatible con la democracia pues cada individuo tiende a votar a quienes pertenecen a su grupo étnico o cultural, desdeñando los programas políticos. Este es el grave problema de las sociedades fraccionadas tribalmente: los electores no ejercen ya control sobre la acción de los gobernantes.

Para que una democracia funcione, es necesario que los ciudadanos compartan ciertos valores y objetivos, se sientan partícipes de un proyecto común

Para que una democracia funcione, es necesario que los ciudadanos compartan ciertos valores y objetivos. Se sientan partícipes de un proyecto común, con independencia de su color de piel o su origen. Los llegados EEUU hace más de 100 años conservaron su religión, sus costumbres, pero en su inmensa mayoría se sintieron partícipes del proyecto común que era formar parte de la nación americana. Incluso ciertos grupos minoritarios, básicamente religiosos, que no deseaban integrarse, encontraron en el nuevo mundo grandes espacios abiertos, extensas tierras vírgenes donde asentarse y vivir aislados del resto de la civilización. Pero Europa es un continente donde ya no existen tierras vírgenes o espacios vacíos.

El multiculturalismo persigue una sociedad fraccionada en rebaños, mucho más controlable, al arbitrio de los poderosos, de las oligarquías dominantes

El  multiculturalismo no persigue una integración diferenciada, como ocurrió en América, sino una desintegración multiétnica. Y, en su obsesión de reconocimiento grupal, tiende a impulsar leyes particularistas que contemplan excepciones, ciertas normas tendentes a proteger las costumbres de los foráneos… pero no las de los locales. Su objetivo es una sociedad fraccionada en rebaños, dividida, mucho más controlable, al arbitrio de los poderosos, de las oligarquías dominantes.

Por esto, el multiculturalismo convierte en tabú la discusión sobre las migraciones, el análisis objetivo de las ventajas y los problemas que ocasionan. Y niega la necesidad de integración de los recién llegados. Al final, acaba fomentando en la gente posturas extremas, opiniones más viscerales que racionales acerca de la inmigración.

Es el individuo, no el grupo

¿Existen soluciones? Las migraciones han sido una constante a lo largo de la historia y lo seguirán siendo. Pero el erróneo enfoque actual genera problemas permanentes allí donde, en el pasado, sólo había ciertas fricciones temporales. Europa debe cambiar su imagen, presentarse como la tierra de las oportunidades para quienes deseen esforzarse, trabajar, emprender, justo lo que representaba en el imaginario la América de hace más de un siglo.

Europa debe cambiar su imagen y presentarse como la tierra de las oportunidades para quienes deseen esforzarse, trabajar, emprender; no como la tierra de los subsidios

No debe anunciarse de ningún modo como el Continente de los subsidios, de las ayudas a granel a cambio de nada. Y no sólo porque genere una selección negativa de los inmigrantes. También porque lo que verdaderamente agradece la gente son las oportunidades para prosperar con su esfuerzo, no los regalos incondicionales, que suelen infundir en el receptor un sentido de «lo merezco«, una convicción de que se trata de una obligación del donante.

Debe combatirse la ideología multiculturalista, tratando a cada inmigrante como un individuo único, no como mero elemento de un grupo que, supuestamente, determinará toda su existencia. Y eliminar ese sentimiento de culpa colectiva por ser europeo, u occidental, que se ha inculcado en los últimos tiempos.

Tampoco deben permitirse leyes o normas especiales para grupos concretos. Los inmigrantes deben estar sujetos a los mismos deberes que los locales; nunca gozar de derechos distintos, de menores obligaciones o de cierta tolerancia para no cumplir las normas por tratarse, según los multiculturalistas, de un grupo víctima.

La eliminación del trato diferenciado fomentaría una mejor integración de muchos inmigrantes en el proyecto común y contribuiría a reducir tensiones. Pero estos no son precisamente  los planes de las autoridades europeas, que buscan a toda costa una sociedad fraccionada, dividida, mucho más dócil, sumisa y manipulable.

Foto de Mantas Hesthaven


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Juan M. Blanco
Estudié en la London School of Economics, donde obtuve un título de Master en Economía, que todavía conservo. Llevo muchos años en la Universidad intentando aprender y enseñar los principios de la Economía a las pocas personas interesadas en conocerlos. Gracias a muchas lecturas, bastantes viajes y entrañables personas, he llegado al convencimiento de que no hay verdadera recompensa sin esfuerzo y de que pocas experiencias resultan más excitantes que el reto de descubrir lo que se esconde tras la próxima colina. Nos encontramos en el límite: es momento de mostrar la gran utilidad que pueden tener las ideas.