Trabajé durante muchos años en una multinacional del sector químico, que, como todo el mundo sabe, es sucio sucísimo y malo malísimo, una actividad altamente contaminante. ¿Sí? Pues no. Los estándares de seguridad y el dinero que la industria química emplea en cuidar de que sus operaciones no dañen a los demás son elevadísimos. Para muestra, un botón: cuando la que entonces era mi empresa sufrió un lamentable accidente y una de sus plantas fue pasto de las llamas, enseguida tuvimos encima a los ecologistas, al Estado, y ni que decir tiene que pasamos por un juicio sumario (en el que se plantearon cifras astronómicas y penas de cárcel). Naturalmente, habíamos hecho los deberes, y no hubo manera de reclamarnos nada. Sí que hubo alguna contaminación en el río, pero al parecer se produjo porque otras industrias aprovecharon la tesitura para verter sus marranadas mientras nuestra casa ardía. En fin, cosas que pasan.

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En los países serios, todas las industrias son responsables directas de los desechos que emiten, cargan con la responsabilidad moral de los problemas que generan. ¿Todas? ¡No! Una industria poblada por irreductibles insensatos «resiste todavía y siempre al invasor», como Astérix y Obélix y sus irreductibles galos. Por primera vez en la historia de la economía contemporánea, tenemos una industria a la que no se le exige que vigile sus desperdicios, que no responde de sus contaminaciones ni de los modos diversos en los que empeora nuestras vidas. Se trata de la industria de la desatención.

«Mi hermano pequeño juega a la olla pero es cascarón de huevo», decías a tu grupo de amigos para que le dejaran participar pero no se llevase los golpes que los demás asumían. Pues esto es lo que tenemos ahora, damas y caballeros: una industria que se considera a sí misma exenta

Año tras año, los Instagram, TikTok y Facebook de este mundo (podemos añadir Netflix y Tinder si lo desean) trabajan para capturar nuestra atención con técnicas que aprendieron en Las Vegas, y cuando alguien osa alzar la voz llaman a lo suyo «innovación», «progreso» o cosas más bellas. Yo creo en la libertad de mercado, de modo que no aspiro a que se les prohíba operar, y ya me va bien que cada cual viva como mejor decida y se enganche si quiere a lo que quiera. Pero, uno, como con el alcohol o el tabaco, aspiro a que se protejan ciertas edades, y dos, no entiendo que en lo de cuidar el impacto medioambiental —y ya me dirán ustedes si los seres humanos no somos parte del medioambiente— permitamos que haya gente que se escaquee. Cuando además los infractores presumen orgullosamente, como Facebook, cuyo eslogan más querido —Zuckerberg dixit— es «muévete rápido y rompe cosas».

Estamos hartos de la gente que va rompiendo cosas que luego no va a pagar de ningún modo. Bebés alimentados a cucharadas de Youtube, niños de seis años acallados en el bar con juegos en el móvil, niños de nueve años instagrameando o tiktokeando (futuros TDH que observamos babeando porque son «nativos digitales») como si no hubiera un mañana. Foros para anoréxicos, espejos desde la pubertad a cuerpos imposibles, la terrible necesidad de gustar a los demás desde lo más temprano. El millonario carrusel de los influencers que se convierten en los chuscos referentes de nuestros hijos. Etcétera. El caso es que, como ha demostrado Jean Twenge, doctora en psicología que enseña e investiga en las San Diego State University, el tiempo que un adolescente pasa en redes sociales es mejor predictor de sus probabilidades de padecer una depresión que su consumo de alcohol. En un reciente estudio de la Universidad de Bath, los participantes, de entre 18 y 72 años, experimentaron mejoras significativas en bienestar, depresión y ansiedad tras apenas una semana sin consumir redes sociales. Y eso solo por el lado clínico; hablemos si les parece del espíritu. Esta industria está desplazando los libros —la mejor fuente que existe para el conocimiento profundo— de nuestras vidas. Los chavales apenas leen, y hasta a buenos lectores entrados en años ya les cuesta. Y no me vengan con eso de que ese saber «se ha transferido a otros soportes», que me mosqueo: estamos sustituyendo hondura por bagatelas, sentimientos y pensamientos largos por pamplinas de quince segundos, calidad por basura. Una anécdota: cuando hace diez años pasaba por un aeropuerto, entre un 20% y un 30% de quienes viajábamos teníamos un libro en las manos. Ahora, casi sin excepción, soy el lector friki y solitario.

Intenten poner algún coto a esta industria, verán cómo chilla histérica contra las «trabas». El mantra que sustenta la práctica —el Caballo de Troya— es que «la regulación mata la innovación», cosa que, aunque tenga algún atisbo de verdad (y de mentira: los límites siempre han espoleado las innovaciones), constituye un argumento tan falaz como decir que los límites de velocidad «retrasan a la gente y enlentecen la economía»; a lo que hay que responder que pues claro que sí, pero que hay otros fines prioritarios. Llevamos demasiados años disculpando a quienes se entienden exentos de esta regla fundamental para todo agente económico: tu presencia en el mercado está supeditada a que no empeores el mundo. El dinero que estas plataformas dedican a cuidar de aquello que destruyen es mínimo; es máxima su avidez por reclutar nuevos adeptos.

Empieza a haber un volumen significativo de estudios que sancionan la correlación entre el tiempo dedicado a las redes sociales (hasta llegar a la adicción) y los cuadros de depresión, ansiedad y malestar psicológico. Cada paso que dan los negocios desatencionales implican por definición que se consuma más y antes ente tipo de entretenimientos basados en una de las drogas internas más potentes que existe: nuestra necesidad de conexión. Esta dopamínica necesidad que sentimos está bien atrincherada en nuestro cerebro, pues desde siempre importarle a los demás y pertenecer a la tribu ha estado ligado a nuestra supervivencia. Pero esta gente jamás da la cara en cuanto a los problemas que su actividad genera, considerando que sus basuras son responsabilidad de otra gente, por ejemplo de los padres y los colegios, que son quienes habrían de educar responsablemente a los chavales.

Por si no tuviésemos suficiente, se anuncia la llega del metaverso. Una empresa una y otra vez pillada in fraganti vendiendo a sus clientes o alterando la opinión pública se nos presenta ahora como el mesías de esta nueva tierra prometida. Facebook no pasa a ser Meta solamente para que olvidemos sus fechorías; tiene la intención muy real de hacer dinero trasladando nuestras vidas a este distópico ciberplaneta. A la multiplicación de nuestros problemas en el mundo real, Meta ofrece esta salida: la huida a un mundo de mentira. El metaverso es en definitiva el brazo armado de ese «en 2030 no tendrás nada y serás feliz» con el que el FMI (nos) sentencia.

Es fascinante la cantidad de gente preocupada por su dieta alimentaria, gente que atiza sin misericordia a los McDonald’s, los Coca Cola y los fabricantes de «ultraprocesados» porque «envenenan a nuestros hijos» que al tratarse de la dieta cognitiva y lo que alimenta sus mentes hace mutis por el foro. «Es que los móviles no son malos, tan solo su abuso»; toma ya, y las hamburguesas, los refrescos y los donuts; y ahí están los adoradores del Nutriscore, hechos unos basiliscos mientras se tragan seis horas diarias de aplicaciones y redes sociales. La grasa y la azúcar tienen sus correspondientes mentales: clickbait, fake news, adicciones, pero estos colesteroles malos del raciocinio y la emoción apenas consiguen cambios legislativos o movilizaciones civiles.

En mi tierra, la expresión «cascarón de huevo» se empleaba para caracterizar a quien, por ser pequeño, se le permitía jugar con los mayores sin atenerse a las reglas del juego, sin rendir cuentas. «Mi hermano pequeño juega a la olla pero es cascarón de huevo», decías a tu grupo de amigos para que le dejaran participar pero no se llevase los golpes que los demás asumían. Pues esto es lo que tenemos ahora, damas y caballeros: una industria que se considera a sí misma exenta. Conviene, no obstante, recordar que la economía no es más que un subconjunto de la ética. Si la ética es la respuesta a la pregunta sobre cómo es la vida buena individual, y la política la que responde a la cuestión desde el punto de vista de la convivencia, la economía, que se ocupa de cómo cubrir necesidades humanas con recursos limitados, es parte esencial de esa respuesta, y no debemos permitir que los Meta y TikTok de este mundo ensucien irresponsablemente nuestras polis.

Una cosa más: no se fíen nunca de los tipos que visten de riguroso negro con cuello vuelto y tienen serias dificultades emocionales, especialmente si son ultramillonarios y monomaníacos. El año pasado, los fiscales generales de cuarenta Estados de EE. UU. instaron a Facebook a cancelar su plan para lanzar un Instagram para menores de trece años. Zuckerberg tiene otro plan, la aplicación Messenger Kids, para niños de entre seis y doce. Hay que estar contra esta gente que, como cantaba Serrat, no recuerda que en el mundo hay niños. «El mayor éxito proviene de tener libertad para equivocarse», me dicen que ha dicho Zuckerberg. Pero con los niños de los demás, por supuesto, pues los suyos vivirán siempre en ambientes y acudirán a colegios en los que sean residuales los dispositivos desatencionales. Con toda seguridad Zuckerberg, como Escobar, le dirá esto a sus hijo: «Nosotros producimos, pero no consumimos». Como diríamos, también, en mi tierra: ay, Mark, que guantá más grande tienes.

Foto: Hannah Tasker.


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