Nuestro protagonista caminaba una mañana por Las Tablas. Es un barrio al norte de Madrid, de grandes avenidas y espacios comunes amplios, que permiten descansar la vista, pues se puede posar ésta a distancias considerables. Tiene forma de herradura, y se erigen sobre ella edificios de no más de seis alturas, según ordenó en su momento Esperanza Aguirre. Forman parte de urbanizaciones con locales comerciales a la calle, y piscina y jardín en el interior. Año a año se anima el comercio, que parece más asentado ahora que hace diez, quince años. Lo pueblan parejas jóvenes con hijos pequeños, y últimamente ya no tan pequeños; ya hasta hay institutos en el barrio. Hay 22 parcelas destinadas a educación, no todas promovidas.

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A las ocho y media el sol se filtra por sus grandes avenidas. El edificio de Dragados saluda a un espacio muy abierto. Y nuestro protagonista observa ahí a un niño, que se encuentra solo. “¿Estás bien?”. El pequeño no responde. “¿Te pasa algo?”. Apenas hubo conversación. El niño volvió con su hermana, que se había quedado con otro grupo camino del colegio. Y ambos entraron en el colegio. Terminado el horario escolar, fueron a casa y el niño contó a sus padres la breve conversación con el hombre. La cena debió de enfriarse en un segundo.

El padre-preocupado se ve en la obligación de advertir a los otros padres, y deja un mensaje en el grupo de WhatsApp con tono grave: “Buenas noches. Tengo que compartir con vosotros una mala noticia. Tenemos un depredador por Las Tablas. Esta mañana a las 8.30 en la esquina de Dragados un hombre ha ‘invitado’ a mi hijo a llevarle al cole con su coche. Él iba adelantado respecto del grupo de niños con los que normalmente va. Al irse el niño corriendo a cogerse de la mano de su hermana mayor, el hombre se ha ido a paso ligero. El asunto está en manos de la Policía ya, pero estas cuestiones requieren poner en alerta a coles y a niños que van solos por la calle”.

Los hombres somos depredadores. Lo sabemos porque lo vemos todos los días en la televisión, lo escuchamos en la radio. Nos lo dicen los periodistas, nos lo dicen los políticos, nos lo dicen los expertos

La alerta es eficaz, y no sólo en la comisaría de Policía. Se debieron de producir decenas de conversaciones padre-hijo, gracias a las cuales se realiza un retrato robot del depredador. “La descripción es: – hombre alto, aprox 185 – MUY delgado (los niños que han visto la situación insisten en este punto) – Moreno de pelo, con calva en parte superior y alguna cana – barba corta, como de días – vestido con traje chaqueta, sin corbata, con auriculares y mochila con logo de El País (camuflaje ideal en Las Tablas a esas horas) – ojos marrones – habla español sin ningún otro acento”.

Muy bien, pero hay que multiplicar los ojos; convertir Las Tablas en un panopticón que dé caza al hombre. Piden que se difunda el mensaje por otros chats, aunque en realidad no hace falta. Ese mismo jueves a una parte importante de los 40.000 vecinos debió de atragantársele la cena. Quizás alguno de ellos creyó haber identificado al hombre. Las Tablas será la tumba de los depredadores.

Al día siguiente, por la mañana, la Policía interceptó al hombre. Era fácil identificarlo, y más en su lugar de trabajo, que es donde todo había ocurrido. Todo; es decir: el hombre, según contó a los agentes, vio a un niño desorientado y solo, sin ningún adulto a su lado, y le preguntó si se encontraba bien. Y eso era todo. La Policía difundió por las redes sociales que no había habido ningún tipo de intento de secuestro. Y habló con la familia del menor para que desistiese en su actitud en los chats. Advirtiéndoles, además, de que hacer una acusación contra alguien sin pruebas es un delito. Esto es lo que nos cuenta la información del gran periodista de El Confidencial, Roberto R. Ballesteros.

¿De dónde viene esta psicosis? Un buen ciudadano ve a un niño solo, se preocupa por él, le pregunta un par de veces cómo se encuentra, y cuando le ve situado y acompañado retoma su rutina camino del trabajo. Es una conversación normal entre un adulto y un niño. Y se desata una alarma por todo un barrio, con la sentencia por depredación y secuestro firmada y leída, eso sí, en un whatsapp.

Yo recuerdo lo que me pasó a mí en la primavera de 2004. Acababa de salir de mi casa, y me disponía a cruzar York Avenue, la “avenida cero” de Nueva York, que casi mira al East River. El semáforo está en rojo para los peatones, y a mi derecha había un chaval de corta edad. Nos miramos y le saludé tocándole el pelo. De inmediato miré para otro lado aterrado con la idea de que su madre, que estaba más a la derecha, me hubiera visto. Porque sabía que aquélla era una sociedad enferma en la que, por ejemplo, una madre demanda por acoso a un niño de cinco años por darle un beso a su hija. Eso, pensaba yo entonces, no podría pasar en España donde las relaciones personales están marcadas por la normalidad, y no hay decenas de miles de abogados deseando llevar a juicio a cualquiera por saludar a un niño. Dieciséis años después leo la información de Ballesteros y veo que la enfermedad ha cruzado el charco.

Quizás sospecharon de nuestro hombre no porque fuera moreno, o delgado, o lector de El País, sino porque era, simplemente, un hombre. Y los hombres son, somos, depredadores. Lo sabemos porque lo vemos todos los días en la televisión, en la radio. Nos lo dicen los periodistas, nos lo dicen los políticos, nos lo dicen los expertos. Los mismos que dicen que género y sexo tienen la vinculación de la velocidad y el tocino, identifican a un depredador en cuanto ven que es un hombre. Quizás no lo fue ayer, quizás hoy no lo sea, pero lo es en potencia y lo demostrará en cuanto las circunstancias lo hagan posible. También por eso es una acusación de bajo coste. ¿Quién iba a pensar que, después de todo, era una persona normal? ¿Cómo imaginarse que era un hombre, sí, pero con la inteligencia y humanidad suficientes como para preocuparse por un niño que anda solo por la calle a las ocho y media de la mañana?

Aunque las preguntas que tenemos que hacernos, en realidad, son otras. Como qué hubiéramos hecho nosotros si nuestro hijo nos cuenta esta historia trivial, o si recibimos un mensaje así en el grupo de WhatsApp de padres.

Foto: Steve Halama


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