I
Se ha publicado recientemente en la prestigiosa revista Nature un artículo que concluye que el porcentaje de hallazgos científicos y patentes disruptivos es mucho menor de lo que era hace algunas décadas. El término “disruptivo” designa algo rompedor, que produce un cambio brusco de tendencia; lo contrario de “disruptivo” es “continuista”, seguir dando vueltas alrededor de las mismas ideas y los mismos conceptos sin que nada esencial cambie en nuestra comprensión de las cosas. ¿A alguien le sorprende el resultado publicado?
En el artículo referido, se considera “disruptivo” un trabajo cuando cambia la dinámica de citas y tras su publicación es más citado dentro de un cierto intervalo de tiempo (se usa aquí el intervalo de 5 años posterior a la publicación) que las referencias que dicho artículo cita. El estudio analiza las citas de 45 millones de artículos y 3,9 millones de patentes. Obtiene como resultado que, en promedio, el índice que mide el grado de disruptividad (que tiene un valor entre -1,00 y +1,00) disminuyó respectivamente para ciencias físicas, ciencias de la vida y medicina, tecnología, ciencias sociales: desde 0,36, 0,21, 0,44, 0,52 en 1945 hasta 0,00, 0.00, 0.02, 0,04 en 2010; con las patentes desde 1980 a 2010, se da similar tendencia. ¿Es mucha esta caída? Parece ser que sí, según los expertos del análisis, que hablan de un abismal desplome del número relativo de artículos pioneros, aquellos que son el origen de nuevas líneas de investigación y en los que nada hay publicado antes de estos sobre el tema que merezca citarse (consiguiendo pues un índice de +1). Sorprende (o quizá no tanto) ver el análisis con 635 trabajos pertenecientes a premios Nobel de química, medicina y física: en promedio se pasa de un índice alrededor de 0,8 en 1910 a alrededor de 0 un siglo después; parece que los premios Nobel de la actualidad no son tan rompedores como los del pasado.
El porcentaje de trabajos que se podría tirar a la basura sin que nuestro conocimiento apenas se resienta se ha disparado. Y, por otra parte, el número de artículos de “ciencia de primera”, esos que marcan un hito importante, cada vez son más escasos
Podemos quizá ser algo escépticos acerca del uso de la bibliometría para estudiar la importancia de un hallazgo. Seguramente ha habido trabajos importantes con pocas citas en comparación con otros del campo y viceversa, y también trabajos importantes que no son reconocidos inmediatamente, sino al cabo de algunas décadas, y trabajos muy citados en un momento dado y que posteriormente se evapora su importancia. Sin embargo, dejando de lado casos individuales y considerando el promedio estadístico, está claro que estos resultados algo nos están diciendo. De hecho, no hacen sino confirmar lo que ya se intuye echando un vistazo a la evolución de la ciencia en el último siglo: es evidente que la ciencia es cada vez más cara y produce resultados de menor trascendencia “relativa”, cada vez hay menos revoluciones científicas. Se publica mucho, sí, pero la mayoría de los artículos no añaden nada relevante, nada que rompa con el pasado y marque una nueva tendencia. El porcentaje de trabajos que se podría tirar a la basura sin que nuestro conocimiento apenas se resienta se ha disparado. Y, por otra parte, el número de artículos de “ciencia de primera”, esos que marcan un hito importante, cada vez son más escasos. Vale más para nuestro conocimiento algún artículo de la década de 1920 en física que decenas de miles de los mejores artículos de física actual, pues, por mucho ruido que hagan y muchos congresos y muchas notas de prensa, al final lo que queda de ellos con los años es paja, resultados menores. Ha pasado la época dorada de las ciencias puras naturales (y de casi todas las áreas culturales, en verdad), y lo que queda ahora son hordas de universitarios haciendo carrera, inflando currículums y trabajando por conseguir sus plazas con las que vivir una vida aburguesada, compitiendo por repartirse parte del generoso pastel que los Estados regalan a la I+D+i. Lejos queda la ciencia de mentes aventureras, inquietas que buscaban la verdad y nuevas ideas; hoy, salvo honrosas excepciones, domina el hombre de negocios que vive de “vender la moto” o “vender humo”. No sólo porque las buenas ideas son finitas y las mejores ya están desarrolladas, sino también por el nefasto ambiente de gestión de centros científicos, de politización y conversión en negocio de la profesión, en el que se premia la labor del gestor que busca grandes consensos de rebaños científicos, y se ningunea a quien persigue en solitario algún hallazgo rompedor, tratándolo muchas veces de pretencioso y narcisista por no querer solidarizarse con sus compañeros mediocres que lo único que buscan es el mamoneo del Estado. Como ya he señalado con anterioridad, hay razones para ver en nuestra época un ocaso de la era científica.
En verdad, en mi carrera como investigador de astrofísica he visto investigadores brillantes, capaces de pensar problemas muy complejos en física o matemáticas o astronomía, pero a estos poco se los tiene en consideración. Los que destacan, los que obtienen impacto mediático, los que consiguen sus plazas de catedráticos y un séquito de trabajadores a su cargo, son mayormente los que yo denomino “astropolíticos” , los que no tienen ni tiempo ni ganas ni capacidad en muchos casos para enfrentarse a arduos problemas científicos, pero sí tienen habilidades como gestores administrativos.
Los centros de investigación y universidades están llenos de catedráticos que no han escrito como primer autor ningún artículo en muchos años, y pocos han escrito a lo largo de su vida en comparación con autores más prolíficos, pero sí han estado inmersos en la supervisión del trabajo de otros, en comités evaluadores, o participado en grandes colaboraciones con decenas o centenares de coautores donde, al estilo España, dos o tres trabajan y los demás miran o dan el visto bueno. De esos artículos con tropecientos coautores, rara vez sale alguna idea brillante de la ciencia, pero son fruto de grandes inversiones económicas en nuevas fuentes de datos que luego otros investigadores utilizan y citan, y también las citas se multiplican al ser los propios coautores y sus súbditos y colaboradores directos los que citan el trabajo, con lo cual obtienen mayor número de citas que los artículos de pura ciencia y puro pensamiento escritos por uno o pocos coautores con poco tiempo para la vida social.
Existe luego todo un entramado mafioso en los comités evaluadores por el cual se valora la excelencia de un investigador más por las labores de gestión y la participación en grandes colaboraciones que por el trabajo honesto y productivo de aquel investigador que piensa, hace y publica los trabajos sobre sus ideas. Por ejemplo, no se suelen utilizar las citas normalizadas (es decir, número de citas dividido por el número de coautores), que reflejarían más la capacidad productiva, y en poco más se valora ser el primer autor que ser el autor número 27 de un artículo. La gestión pesa más que el trabajo científico, y a la hora de evaluar el trabajo científico se utilizan los parámetros que favorecen al astropolítico sobre el pensador científico. He conocido algún investigador joven, de unos 35 años, con un currículum de publicaciones típico de su edad, que tenía claro que no le compensaba profesionalmente seguir haciendo ciencia y publicando artículos, pues ya tenía suficientes trabajos publicados y, a partir de un cierto número, no se valora seguir publicando más y desarrollando las líneas de investigación iniciadas, con lo cual se planteaba que, para conseguir su objetivo de ser catedrático, debería dedicarse a la gestión y otras actividades. Cuando se pregunta a los evaluadores por ese modo de valorar un currículum, se encogen de hombres y exclaman “está en el BOE”. Los que se han dedicado a medrar y trepar en el sistema sin apenas dedicarse a las labores propias de un científico, y se han dedicado en su carrera a la gestión y al politiqueo, han diseñado un sistema de evaluación a su medida.
La estadística publicada por Nature no hace más que reflejar un hecho evidente: que detrás del mucho ruido hay pocas nueces
No es que los investigadores sean (seamos; me incluyo) unos inútiles con falta de talento para la gran ciencia; no, más bien lo que rezuma en el ambiente es el hartazgo, la sensación de que ya está todo muy trillado en la investigación en ciencias puras (en ciencias aplicadas, es diferente en algunos aspectos), y que la única manera de progresar profesionalmente es convertirse en un experto gestor económico capaz de sacar una buena tajada a los Estados para proyectos con costes crecientes y retornos menguantes, donde la falta de calidad científica se substituye con pomposas notas de prensa y publicidad exagerando la relevancia de cada pequeño hallazgo. Y con todo ese dinero conseguido, se llenan los despachos con hordas de estudiantes de doctorado e investigadores postdoctorales jóvenes que se dedican a producir ingentes cantidades de artículos rutinarios en poco tiempo con el fin de competir por un puesto de trabajo. Desde que Estados Unidos y su modelo neoliberal dominan el modo de hacer ciencia e imponen sus formas al resto del planeta, todo es “business as usual”. La historia de occidente ha cambiado desde el desembarco de Normandía, y de aquellos polvos vienen estos lodos (refrán español), nadie se extrañe de que la ciencia de hoy no sea como la de 1945 o anterior. El modelo económico neoliberal no va a hacer la ciencia grande de nuevo.
¿Alguien se extraña pues de que los artículos científicos sean en promedio cada vez menos disruptivos? La estadística publicada por Nature no hace más que reflejar un hecho evidente: que detrás del mucho ruido hay pocas nueces. Y tal estadística llega sólo hasta el año 2010. Los últimos 13 años han seguido presenciando un mayor aborregamiento y por tanto mayor continuidad y menor disrupción, y lo que queda por venir en el futuro no pinta mucho mejor.
II
La expresión “la ciencia y sus demonios” ha sido utilizada en diversas ocasiones, como una reivindicación de la divulgación científica para luchar contra el oscurantismo de las pseudociencias y las supersticiones, parafraseando al célebre divulgador Carl Sagan, o para referirse por ejemplo a la pugna histórica entre el racionalismo y el romanticismo en la filosofía de la Naturaleza. Aquí, con el título de este artículo, he querido hacer referencia a los demonios internos de la ciencia: los propios científicos, que están matando a la gallina de los huevos de oro de tanto sobreexplotarla.
No están los enemigos de la ciencia fuera, sino dentro del gremio. Los problemas añadidos de la estructura actual social de la ciencia son múltiples. La ausencia de innovación o disruptividad es uno, como he señalado. Otro problema notable es la restricción de las libertades con las que los investigadores contaban antaño, y una presión por dogmatizar dentro de ciertas ideologías que a veces no son científicas, sino puramente políticas. Véase por ejemplo el artículo de Luis I. Gómez Fernández para disidentia.com: “La ciencia necesita una pizca de libertad, o más” . Como nos recuerda Luis, “para el sociólogo de la ciencia Richard Merton, la ciencia es ‘escepticismo organizado’. Uno es científico precisamente en la medida en que cuestiona la opinión dominante y busca errores, ambigüedades y contraejemplos. (…) Una ciencia no crítica simplemente no es una ciencia, es pseudociencia.“; y se añade en otra parte del artículo: “Los que quieren subordinar la ciencia a la moral la subordinan de facto al Estado o a alguna otra fuerza social. La cultura de la cancelación no es otra cosa que esto: la subordinación de la cultura a través de la violencia. La base de la Cultura de Cancelación es el moralismo primitivo, que dice: los límites entre el bien y el mal son simples: lo bueno es lo que consideramos bueno, y todo lo demás es malo. Quien lo dude es el enemigo. Y precisamente para evitar caer en este error, la ciencia necesita de una pizca de libertad. O más”.
Otro artículo en disidentia.com, de José Carlos Rodríguez, lleva por título “Científicos contra la ciencia”, señalando cómo la ciencia y sus revistas, comités, se venden a causas políticas oportunistas, dejando de lado los sagrados principios de neutralidad ideológica en la ciencia. Concluye diciendo: “Que el miedo a la libertad de investigación, al acercamiento a un conocimiento más cercano de la realidad, surja de un órgano científico da la idea de hasta qué punto los científicos se han corrompido”.
El científico del pasado era muchas veces un erudito, un intelectual, un pensador, usualmente con amplio conocimiento de historia, filosofía, lenguas. El científico actual es un técnico especializado
Con todo, no son todos estos vicios de la ciencia actual los que la lastran. Más bien, sucede al contrario: es el espíritu en decadencia el que da lugar a aquéllos. El científico del pasado era muchas veces un erudito, un intelectual, un pensador, usualmente con amplio conocimiento de historia, filosofía, lenguas. El científico actual es un técnico especializado, más parecido a un ingeniero o a un trabajador de una industria. La ciencia del pasado era bella, apasionante, un deleite para mentes maduras inteligentes que gozaban de desafíos intelectuales. La ciencia actual es burocrática, monótona, llena de labores aburridas de chupatintas, desmotivadora, infantil; y toda esa carga anodina la soporta hoy el hombre de ciencia con la perspectiva de nuevos viajes a congresos, o medallas honoríficas en reconocimiento a la gran nada, o premios económicos. El dinero y el ascenso profesional es el único consuelo de quien no espera hacer algo valioso en ciencia. El problema es uno y el mismo en toda la cultura: su industrialización, su profesionalización; y todo lo que termina convirtiéndose en una cadena de montaje carece de la espontaneidad que se espera en procesos verdaderamente creativos.
De unos años para acá, viene haciéndose más sangrante aún el descarado coqueteo de los gestores científicos con ideologías políticas oportunistas, y en particular en España con la ideología de género y otras proclamas dentro de los que se conoce como “diversidad, inclusión, equidad”, moda importada de países anglosajones y países nórdicos. Como suele suceder en nuestro país, impera la tendencia a ser secundones en todo, y si algún país inicia una nueva corriente, lo nuestro es seguirla. Es la mejor manera de estar integrado con la comunidad internacional, y que fluyan los fondos comunitarios para la ciencia, y más si se le hace la pelota a los políticos ayudándoles a introducir la propaganda que desean introducir. Sin embargo, no es la mejor manera de innovar en ideas, que se supone que es la misión de la ciencia o la academia en general.
Cualquier organismo público de investigación tiene además la obligación en nuestro país de mantenerse neutral en debates ideológicos políticos, religiosos, filosóficos o de cualquier índole. Sin embargo, observo en el centro donde trabajo (Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC), uno de los centros españoles con el distintivo de Centro de Excelencia “Severo Ochoa” ), como en muchos otros, que, bajo la excusa de promover “políticas de igualdad”, se ha gestado una maquinaria propagandística de idearios feministas, actuando como altavoz de consignas de ciertos partidos políticos que proclaman un victimismo histórico y presente de la mujer en la ciencia, al tiempo que se promocionan ideas feministas para el cambio social. Un continuo bombardeo de publicidad ideológica, acompañado además de un bloqueo o censura de la expresión de ideas críticas contrarias a la ideología dominante establecida.
Esto ha llevado, entre otras muchas, a acciones tan dentro del despropósito como lo sucedido con la charla en el IAC del catedrático de filosofía de la Universidad de Lund (Suecia) Erik J. Olsson el pasado día 18 de noviembre de 2021 sobre la libertad de expresión en el mundo académico. La ponencia repasó las normas académicas más importantes sobre la libertad de expresión, basándose en las recomendaciones de la UNESCO de 1997 sobre el estatuto del personal docente de la enseñanza superior; y las grandes amenazas para la libertad académica en el mundo occidental actual, entre ellas la transición de los valores académicos tradicionales a un enfoque excesivo en las relaciones humanas y los valores blandos, indicando cómo las políticas radicales de género en nombre de la integración de la perspectiva de género han tenido un efecto amedrentador sobre la libertad de expresión en las universidades suecas. El vídeo grabado de la ponencia estuvo en Youtube sólo unas dos horas antes de ser retirado. No se dio ninguna razón en términos de contenidos ilegales en la charla que justificaran la censura, sino que se apeló a la incompatibilidad con las propias políticas de igualdad del instituto. Léase en disidentia.com el relato del propio autor de la ponencia .
El asunto de la censura de la charla de Olsson tiene su miga. Fuentes de información (se dispone de documentación que prueban los hechos) han revelado que otro de los tentáculos de la ideología de género dentro de la investigación de astronomía en España fue el comité de “Mujeres y Astronomía” de la Sociedad Española de Astronomía (SEA), el cual presionó al director del IAC para que censurara la charla de Olsson. Uno de los miembros de ese comité expresó en uno de sus mensajes al grupo que el objetivo de fondo era que el director del IAC se sintiera “lo más incómodo posible por todo esto”. En medio de coacciones y acusaciones falsas y descalificaciones al ponente y a quien lo invitó a dar la charla [un servidor], uno de los miembros del comité de “Mujeres y Astronomía”, catedrática de astrofísica, expuso su desacuerdo con las decisiones sectarias y de tinte podemita que se estaban tomando. El resto de los miembros la expulsaron de tal comisión por negarse a aceptar las conclusiones de sus compañeros—así se obtienen los consensos.
Hubo reacciones de diversos compañeros del IAC ante la descarada e inconstitucional censura acometida por la directiva del IAC, pero la cobardía se impuso al final, y el dejar hacer lo que imponen los poderosos. Hubo un investigador que se levantó en principio con valentía proclamando en un intercambio interno de e-mails “¿Dónde ha desaparecido la sabiduría de Voltaire ‘Estoy en desacuerdo contigo [en lo que dices,] pero defenderé a muerte tu derecho a decirlo’?” (realmente, la cita literal no es de Voltaire, sino de una autora que escribió una biografía sobre Voltaire y utilizaba esta frase para ilustrar su pensamiento). Posteriormente, al ver que no convencía a la mayoría, ante la oleada de ofendiditos que proclamaban tonterías tales como que dejar hablar a los críticos sobre las “políticas de igualdad” es como dejar a alguien exponer una teoría sobre la Tierra plana, reculó y terminó diciendo “a pesar de mi comentario que ha levantado comentarios en contra de lo que dije, no quiero dar la impresión de que encontré la charla de Olsson de mi agrado. Todo al contrario”, abandonando cualquier referencia al “defenderé a muerte el derecho a decirlo”. Otros investigadores mostraron su indignación en privado, pero no expresaron en público lo que pensaban. Uno me comunicó “En realidad me gustaría haberlo hecho en abierto, pero mi autoestima era incompatible con el enfangarme en esa turbera (por no decir plebeyez)”. No le faltaba razón, y tampoco hubiera servido de nada discutir con una plebe que no atiende a razones. No obstante, así avanza la plebeyez y su cultura de la cancelación, arrasando con los sagrados principios ilustrados de nuestra civilización dentro de la academia sin que nadie haga nada. Es el sino de nuestros tiempos, así prospera el feminismo radical y causas similares: unas locas gritan y los demás callan, temerosos de que el siguiente alarido vaya dirigido a ellos, o por no querer enfangarse en debates con la inmunda plebe.
Este centro de investigación donde trabajo no es un caso excepcional. Y España tampoco es un país excepcional en su apego a la institucionalización de la ideología de género o similares, y en detrimento de la libertad de expresión en la academia . Es un problema global en los países del “mundo libre” (dicho con recochineo…). Hay de hecho centros donde se valora en el currículum más la experiencia en el parloteo sobre la “igualdad” que los conocimientos sobre la ciencia que pretende investigar.
Al fin, tendremos una ciencia totalmente dócil y sometida a los poderes políticos, una ciencia que se pone del lado del poderoso, una ciencia adocenada, que repite como un loro las consignas de los prejuicios que la casta de la cultura oficial establece a priori. La ciencia ha dejado de ser un faro que ilumina la verdad para convertirse en cómplice de poderes oscuros, sed de status, sinrazón del capital, y los buenos de sus trabajadores consienten con tal de seguir sosteniendo la vida burguesa que llena sus estómagos.
III
No son estos problemas exclusivos de la ciencia, sino de toda la academia. Y tampoco es algo exclusivo de nuestro tiempo. El hartazgo que produce la vida en las universidades y la falta de libertad en las mismas ya ha sido tema de múltiples reflexiones desde hace siglos. Es la academia lugar de la primera degradación de la cultura; luego llegarían otras que la hundirían aún más.
Unamuno, catedrático y rector de la Universidad de Salamanca, que se ganaba los garbanzos con sus clases de lenguas clásicas, decía en una carta a Ortega y Gasset: “Y me ahogo, querido Ortega, me ahogo; me ahogo en este ambiente de ramplonería y mentira. He pensado seriamente en largarme… ¿a dónde? Pero no, éste es mi puesto”. La pregunta que se hacía Unamuno nos la hacemos muchos. ¿A dónde? ¿Acaso el mundo de la empresa privada, cuyo fin último es el dinero y nada más que el dinero, es mejor para propósitos intelectuales? ¿O nos dedicamos a montar una ecoaldea y vivir de vender pulseritas en mercadillos ambulantes como esos perroflautas de la era post-hippy? ¿O trabajando de pinche en un McDonald’s, tendremos ahí la verdadera vida de librepensadores donde desarrollar nuestro intelecto? No, hay que reconocer que, dentro de lo que hay en nuestra sociedad, son las universidades y centros de investigación un mal necesario que no es el peor de todos, al menos sirven para la manutención y la vida cómoda que puedan proporcionar para poder desarrollar otras aspiraciones intelectuales. Es bien claro sin embargo que, si uno va a la vida académica con el fin de cumplir exclusivamente con el cometido para el cual recibe allí un salario, ¡pobre sería la existencia!, y más pobres los frutos del pensamiento.
La presencia de tecnología en las aulas y fuera de ellas hacen hoy del estudiante medio un ser cada vez más inútil, más analfabeto funcional para lo que no sea leer los mensajes de su teléfono móvil
La cosa en el cotarro de la cultura va cuesta abajo, no hay que ser muy listo para poder verlo. A viejos problemas, se unen otros nuevos, y lo que ya era malo pasa a ser peor. Los sistemas educativos también están hundiendo su calidad, algo que sale a relucir cada vez que se hace algún tipo de evaluación a la enseñanza. La presencia de tecnología en las aulas y fuera de ellas hacen hoy del estudiante medio (hay estudiantes brillantes, no obstante, que están por encima de eso) un ser cada vez más inútil, más analfabeto funcional para lo que no sea leer los mensajes de su teléfono móvil. Cada vez cuesta más hacer que los estudiantes lean un libro completo—me contaba un profesor universitario de filosofía sobre sus alumnos de primer curso.
¿Y por qué no abandono la ciencia o cualquier lugar académico? ¿Por qué no abandono el templo de los fariseos? Quizá lo haga algún día, pero, por una mezcla de cuestiones pragmáticas—¿dónde voy a encontrar otro trabajo con un sueldo similar y que me permita levantarme todos los días a las 10 de la mañana y hacer lo que me plazca el resto del día?—, y vocacionales—todavía quedamos algunos de los últimos mohicanos entre los investigadores senior que disfrutamos haciendo ciencia y llevando a cabo con propios esfuerzos la implementación de ideas, en vez de hacer gestión o dirigir a otros para que hagan el trabajo—, aquí sigo. O quizá sea por lo que se preguntaba Unamuno, de ¿a dónde? Mientras no encuentre otro lugar mejor… En cualquier caso, sigo el consejo que daba José Luis Pérez Velázquez, biólogo español afincado como investigador en los Estados Unidos, en su libro The Rise of the Scientist-Bureaucrat (El auge del científico-burócrata):
«El primer consejo que me viene a la mente es evitar la importancia; no llegar a ser demasiado importante, no ascender demasiado en la jerarquía. Cuanto más importante se es, más probable es que el investigador sea invitado a formar parte de paneles, comités, consejos editoriales, etc. Si su objetivo es convertirse en un científico de muy alto rango—el jefe de un departamento, división o institución—, puede estar seguro, más allá de toda duda razonable, de que no pisará su laboratorio más de dos o tres veces al mes, y sólo durante unos minutos. Por otra parte, si se conforma con ser un investigador principal (I.P.) con un laboratorio, si se conforma con no ser tremendamente renombrado, entonces lo más probable es que disfrute de más tiempo para dedicarse a la más satisfactoria de las exigencias científicas: la experimentación, el placer de plantear directamente a la naturaleza una pregunta sobre un fenómeno concreto y averiguar la respuesta, o, como ocurre la mayoría de las veces, intentar averiguar la solución, pues la investigación lleva mucho tiempo y muchos experimentos fracasan por una u otra razón; pero, aun así, la respuesta está esperando a ser encontrada ahí, y no hay nada más emocionante para algunos, como un servidor, que discernir esa respuesta in situ, mirando al microscopio, escudriñando un gel de proteínas o analizando los resultados de un cálculo.» (traducido del original en inglés).
Es un buen consejo para sobrevivir a tanta inmundicia circundante, y no me va tan mal con ello. Es un centro de investigación un sitio como otro cualquiera para observar la decadencia de occidente, para contemplar la puesta del sol luminoso de la razón y del espíritu de la ilustración, y seguir pensando lo que depara a la naturaleza y al hombre.
Foto: National Cancer Institute.