En un libro reciente, Javier Gomá hace dos afirmaciones interesantes pero difíciles de compartir, que la filosofía ha dado la espalda al concepto de dignidad y que ha sido la sociedad quien se ha apoderado de esa bandera para dar lugar a transformaciones extraordinarias. Este post no es un lugar adecuado para llevar a cabo una crítica de un buen libro, pero he decidido apoyarme en dos afirmaciones que no comparto para exponer un argumento a favor de la tan denostada política.
Gomá supone que la finalidad de la política es la obtención y la conservación del poder, es decir que está pensando en la política desde el punto de vista electoral, y que la dignidad es un concepto y una fuerza que puede contraponerse frente a los abusos de la política. Pero la política me parece ser, más bien, lo que se hace cuando se tiene poder, si bien es cierto que todos tenemos alguna brizna, y desde ese punto de vista, no cabe contraponer la política con la dignidad. Además hay que advertir que la dignidad no es solo una demanda social, sino, en todo caso, su misma base o, al menos, el fundamento de muchas de ellas, porque es, sobre todo, una cualidad personal. Y esa visión de la dignidad sí que ha sido muy trabajada por los filósofos, casi cabría decir que desde siempre.
Las políticas no suelen ser respetuosas con la dignidad, tratan de convertirse en aparatos de poder, en verdades imponentes, en mitos arrebatadores, suelen querer transformarnos, convencernos de que, sin ellas, no tenemos remedio. Se presentan como liberadoras, pero solo puede querer liberarnos el que nos suponga esclavos o necios, el que piense que tiene que pensar por nosotros, el que diga que o le obedecemos o nos aplastará
¿Qué es la dignidad? Pues, dicho de manera muy breve, la capacidad de dar cuenta de uno mismo y de tener presente en esa cuenta el valor de la razón y de la verdad, es decir una cierta humildad del intelecto compatible con la afirmación de una voluntad firme empeñada en la libertad y en hacer el bien. Esta definición, por llamarlo, de algún modo, puede parecer mucho, o nada, pero trataré de mostrar que tiene fundamento. Sin el límite de la razón la verdad y la humildad, la dignidad se convertiría en una mera autoafirmación, en la proclamación del superhombre, si se quiere, al que le faltaría el respeto a la realidad y a la dignidad y libertad de los otros, pero sin la voluntad de ser uno mismo frente a las presiones y los cuentos desaparecería cualquier atisbo de dignidad. Por eso me extraña tanto que se quiera ver en la dignidad una invención social, aunque pueda entender el argumento, porque si se olvida la libertad y la voluntad del individuo, entonces las sociedades son meras máquinas, o peor, fuerzas ciegas o esclavas.
La capacidad de decidir por uno mismo lo que se quiere ser y lo que se quiere hacer es la base de cualquier dignidad. Ni las máquinas ni los sistemas ni las multitudes tienen dignidad, tienen fuerza, pueden tener razón o inteligencia, pero carecen de dignidad porque no tienen la capacidad de decidir en soledad y a la vista del universo mundo lo que queremos ser y hacer.
La dignidad humana es lo que hace que debamos respetar a cualquier sujeto, es decir, de la dignidad depende el respeto. Quienes no saben lo que es la dignidad no saben respetar y suelen considerar que la violencia es algo legítimo, se creen en condiciones de imponer sus ideas, sus deseos y sus proyectos, lo que es por completo inmoral, y bastante necio, porque salvo que se mate a un ser humano siempre le queda algo de dignidad, esa dignidad que Epicteto, que era un esclavo, supo definir cuando decía que no son las cosas las que nos causan dolor, sino las ideas que nos hacemos acerca de ellas. Por eso en la dignidad es tan importante la inteligencia que es la única manera de entender la realidad para que podamos ser libres.
Vivimos en una época en que la dignidad no está muy de moda porque las políticas se nos tratan de imponer de forma engañosa y violenta, porque es muy frecuente querer reducir la dignidad al orgullo de pertenecer a un colectivo que trata de dominar, de imponerse, de avasallar a las personas, a ese personaje que, por dignidad, tiene derecho a ser y a escoger cada cual.
Las políticas no suelen ser respetuosas con la dignidad, tratan de convertirse en aparatos de poder, en verdades imponentes, en mitos arrebatadores, suelen querer transformarnos, convencernos de que, sin ellas, no tenemos remedio. Se presentan como liberadoras, pero solo puede querer liberarnos el que nos suponga esclavos o necios, el que piense que tiene que pensar por nosotros, el que diga que o le obedecemos o nos aplastará. Las políticas que se presentan como progresistas, las que quieren llevarnos a un mundo mejor sin preguntarnos si queremos ir, son las que más recurren a estos procedimientos, y con frecuencia, a la pura violencia, como estamos viendo estos días, a la falta absoluta de respeto por cada uno de nosotros y por las instituciones basadas en el respeto a la voluntad de la mayoría y que permiten la existencia de los disidentes. Para estos progresistas no hay disidencia que valga, todo disidente es un réprobo, un traidor y un criminal al que hay que perseguir y encerrar.
Para un conservador o un liberal clásico, la existencia de derechas que imitan el totalitarismo de las izquierdas radicales constituiría, sin duda, un misterio, pero es obvio que esa imitación de las políticas radicales y progresistas por parte de líderes que se suponen conservadores es uno de los fenómenos más característicos de nuestra época. Su forma más extrema se da en los nacionalismos en esa moda avasalladora que pretende imponer un modelo de patria excluyente y cerrado y que amenaza con amordazar a cualquiera que no sienta lo que ellos dicen sentir, su primitivismo y su barbarie disfrazada con términos que pudieron ser progresistas hace mucho, pero que ahora son también mordazas, cadenas y condenas.
Tendríamos que hacer posible una política no ya responsable frente a la dignidad, sino que se funde en ella, que se mueva por la piedad hacia los que sufren más que por el afán de poder, que busque soluciones en lugar de agrandar los problemas para presentarse como los únicos que pueden salvarnos. La buena política siempre ha tenido un potencial civilizador, y en su inevitable carácter representativo y su dependencia de la cultura dominante ha procurado buscar lo mejor, pero cuando los políticos olvidan que su destino es la utilidad pública, que el límite a su poder ha de ser el respeto a la dignidad y a la libertad de los ciudadanos, se sienten en la necesidad de exagerar, de multiplicar la importancia de los problemas, de presentarse como salvadores y en lugar de servirnos tratan de ponernos a su servicio, abusan de nosotros, sea con impuestos excesivos, sea con cuentas incomprensibles, sea con narrativas pueriles y sofísticas que no debieran engañar a nadie, pero lo hacen.
En nuestras sociedades, la política es inevitable y es mejor que su negación, aunque ahora algunos chamanes empiecen a proponer el ideal chinesco de sociedades en las que el poder no tiene límites concebibles y en las que la dignidad no ha sido todavía inventada. Por eso nos jugamos la libertad y la dignidad cada vez que dejamos que los políticos vayan a lo suyo y se olviden de nosotros, cada vez que aceptamos mansamente nuevas formas de sumisión y de control. No habrá dignidad si no nos empeñamos en que la haya, en que se nos respete porque somos nosotros quienes hacemos el mundo y la historia, y si tenemos políticos a los que damos poderes y medios no es para que nos conviertan en esclavos con la disculpa mentirosa de que es la mejor manera de lograr la felicidad común.