Los españoles hemos sido inducidos largamente a desaparecer, a no ser nadie. En nombre del relativo buen pasar con el que hemos vivido las últimas décadas se nos invitaba a no pensar, y, sobre todo, a no decidir. Buena parte de nuestros políticos nos han enseñado a no existir sino como parcelas de un todo mayor, por lo normal bastante difuso, y nuestras políticas han tendido a ampararse en esquemas de acción y de valoración que vienen de fuera. Ese ha sido uno de los usos perversos de la globalización entendida de manera muy chusca, porque nos han hecho creer que el estado de proteccionismo y bienestar del que se supone que disfrutamos es una especie de mandato incondicional que todo el orbe respetaría para que pudiésemos seguir viviendo al margen de cualquier conflicto y tan agustito. El Estado se ocuparía de nuestra salud y de educarnos, la UE de nuestra economía y la OTAN, y el amigo americano, de defendernos. Y en política exterior “lo que diga la ONU”, y desde hace poco, que no se nos cabree Maduro no sea que diga alguna inconveniencia.

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De pronto, sin embargo, llegó el apocalipsis, la revelación, que como un destello poderoso y continuado nos ha dejado sumidos en el más profundo desconcierto y en una irritación creciente que todavía no se expresa con claridad. Resulta que somos líderes en número de muertos por habitante, que los padecimientos chinos de los que nos hablaban los corresponsales se han quedado en nada, que nuestros médicos y enfermeras estaban muy desprotegidos, que no teníamos ni mascarillas, ni nada que pudiera ser de primera necesidad, mientras los responsables del ramo seguían presumiendo de tener un sistema de salud que era la envida del mundo y al que ningún virus podría poner en apuros. Para mayor pasmo, hemos tenido un Gobierno optimista que nos advertía de que este virus nos pillaría preparados y que no había especial motivo de preocupación. Tonterías alarmistas de la OMS pensaba Simón.

Con enorme dolor, hemos descubierto que sí existimos, que padecemos y morimos y que esa inmensa mole administrativa y ordenancista que es el Estado no ha servido de mucho, de casi nada. El Gobierno ha pasado de tomarse la cosa a risa a privarnos de movilidad en poco más de una semana, así que no le falta agilidad para equivocarse y de ello ha dado sumas muestras.

Cuando acabemos de contar los muertos diarios por centenares, tendremos que hacer preguntas muy de fondo, tendremos que atrevernos a ser ciudadanos responsables y exigentes y prometernos que no pensamos consentir por más tiempo tanta ineficiencia y tanto despilfarro

Criticar al Gobierno sería quedarse muy corto en el análisis, por mal que lo hayan hecho. El problema está no en que el Gobierno sea torpe, lo que es una evidencia cómica sino fuera lo doloroso que esta siendo par las decenas de miles de enfermos imprevistos, sino en que hemos consentido que se construya un gigantesco aparato político administrativo al que en lugar de pedirle rendimientos nos hemos acostumbrado a pedirle favores. Lo que es terrible no es su estupidez, sino la inutilidad práctica de casi todo lo que tiene debajo. El Gobierno, en un nuevo rasgo de incompetencia, se apresuró a centralizar (“¡todo el mundo al suelo!”) sin resignarse a reconocer que no disponía de los instrumentos necesarios para actuar con eficacia porque del viejo Ministerio de Sanidad apenas quedaba ya ni el nombre. Un equipo que lo ignoraba casi todo se dispuso a no dejar preguntas sin respuesta, y el caos y los disparates se hicieron inevitables.

Ahora, cuando acabemos de contar los muertos diarios por centenares, tendremos que hacer preguntas muy de fondo, tendremos que atrevernos a ser ciudadanos responsables y exigentes y prometernos que no pensamos consentir por más tiempo tanta ineficiencia y tanto despilfarro. Muchos españoles nos perdemos con los cientos de millones que se gastan a diario, pero no podemos seguir pensando que será para bien. Muchos españoles nos consolamos pensando que nuestros hijos pueden ir a la Universidad, pero no acertamos a preguntarnos por las razones de que los hijos de los que más tienen suelan marcharse a estudiar al extranjero. ¿Saben los españoles, por ejemplo, que en Madrid hay más Facultades de Medicina que en todo el Reino Unido? Lo que ayuda, por cierto, a que buena parte de los médicos que formamos se marchen a trabajar fuera porque allí no les dan los salarios de miseria a los que se les obliga entre nosotros. Es curioso, el Estado gasta como un loco manirroto, pero no llega para pagar bien a los médicos, entre otras cosas porque hay que dedicar casi 30.000 millones al año (el 40% de lo que gastamos en Sanidad) a pagar intereses de la deuda (es decir sin reducir el principal), o sea, más de 3 millones a cada hora que pasa. Es una situación insostenible y que debiera avergonzarnos, y, sin embargo vamos a tener que gastar más visto lo que se nos viene encima en términos de paro y de destrucción del sistema productivo como consecuencia, a la vez, de la imprevisión y de la precipitación.

No podemos seguir así. Les debemos a los miles de muertos que nos han dejado en estos días de horror y espantosa soledad y abandono el compromiso de empeñarnos en que no vuelva a ocurrir algo como lo que nos está pasando, y eso no puede limitarse a criticar al Gobierno al que le ha caído esta desgracia, porque son de traca, pero no tienen la culpa de todo.

Nuestros políticos se atreven a pedir ahora la ayuda financiera de naciones más responsables y gobiernos más austeros, exigen que se solidaricen con nosotros. Es lógico que lo hagan porque están perdidos, y aterrorizados, pero los ciudadanos de a píe, antes de pensar en el egoísmo de alemanes u holandeses, deberíamos mirar con cuidado en qué se ha gastado el dinero, por ejemplo, en estos años en que presumíamos de crecer a un ritmo más fuerte que el de alguno de esos países. ¿Hay más muertos y mayor caos que en España en esas naciones a las que tanto se critica? No, por cierto. Las sociedades que aciertan a tener un gasto público bien controlado y que huyen de recurrir de manera compulsiva a endeudarse para mantener sus administraciones en forma, con servicios eficaces, no lo hacen así porque sus gobernantes sean más virtuosos, sino, sobre todo, porque sus ciudadanos, de derecha o de izquierda, que son conscientes de que son los que pagan todo ese gasto, no se lo consienten. Y en ese objetivo de rigor y responsabilidad todos debiéramos procurar la mayor unidad posible, y eso exige acabar con la gresca política que no sirve para otra cosa que para ocultar la conducta irresponsable y dispendiosa de tantos que debieran cuidar del común mucho más que de sí mismos y, por descontado, no lo hacen.

Las sociedades humanas son unos grupos muy especiales porque aúnan la libertad y los conflictos, de manera que su unidad está siempre en tensión. La crisis del CV debiera servirnos para ver de qué modo nos hemos debilitado, contribuyendo a agravar males del pasado al crear divisiones donde debiéramos poner refuerzos. Las últimas legislaturas han acentuado las fisuras sociales y, con ello, han comprometido la dinámica de progreso social y económico. Las crisis han puesto de manifiesto estas fallas, pero no son su causa, sino que han acentuado, por el contrario, el agravamiento de sus peores efectos. Los enfrentamientos que no se saben relativizar y conducir al cauce de las leyes y de las políticas no contribuyen a esclarecer el origen de los males comunes y se convierten en catalizadores de lo peor.  Así estábamos cuando el virus nos ha atacado con una gran violencia y con resultados muy desalentadores que debiéramos convertir en estímulos para revisar a fondo lo que hemos venido siendo y haciendo.

Una sociedad política que no restaura de manera continuada sus fisuras y quebrantos se condena al desastre. Debemos revisar y corregir nuestros factores de división, nuestra tendencia a ignorar. La crisis del CV pone de manifiesto divisiones insufribles que complican de modo innecesario la convivencia nacional: la que engorda de manera cínica la rivalidad política, la que atenta contra la coherencia institucional, la que mina la unidad nacional, la que enfrenta a las administraciones con los ciudadanos, la que crea abismos entre agencias e instituciones, la que genera una dinámica perversa entre productividad y fiscalidad, la que escinde el monto del gasto público de la eficacia social de las respectivas políticas, y la que superpone la manipulación y la propaganda a la libertad de información, por citar solo algunas. De ahí que no hayamos tenido la previsión suficiente, la agilidad necesaria y la eficacia reclamable frente a un desafío en verdad universal, pero cuyos efectos diferenciados deberían permitir la corrección de los factores que han agravado la crisis española. Si somos responsables y dignos tendríamos que pensar a fondo en todo esto y decidirnos a aportar nuestro grano de arena para que la salida de esta desgraciadísima crisis nos deje no como antes, sino en condiciones de estar mucho mejor, para que jamás vuelva a repetirse que seamos líderes del mundo en víctimas y en despropósitos.


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web