Tengo en mis manos un libro apabullante: se trata de la edición crítica de una de las obras más ambiciosas de Ortega y Gasset, La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva, una tarea que ha llevado a cabo Javier Echeverría, quien, aparte de ser un autor original y riguroso es buen conocedor tanto del filósofo madrileño como del gran pensador alemán con el que Ortega se propuso llegar más lejos de lo que había ido nunca. Ortega es un pensador cuya importancia intelectual ha sido muchas veces minusvalorada por las más absurdas razones, pero también en parte porque su obra adolece en ocasiones de cierta fragmentariedad y, desde luego, por estar pensada en nuestra lengua. El empeño de Echeverría, que ha trabajado en este texto con constancia a lo largo de más de cuatro años, sirve para completar y llevar al extremo la investigación orteguiana, y permite sacar todo el provecho posible a un pensamiento atrevido y profundo porque la edición aporta un ingente número de notas, comentarios, y materiales inéditos que revelan el quehacer del filósofo y alumbran la urdimbre de su pensar en torno a problemas centrales de la Metafísica.
Si traigo aquí este libro es debido a su carácter excepcional en nuestra vida académica, y porque querría mover a mis lectores a considerar lo mucho que nuestro país necesita que obras de esta índole abunden bastante más de lo que lo hacen. A base de trabajo e inteligencia es como se hace la ciencia, lo que crea una tradición académica que en España es todavía muy débil, aunque el libro que comentamos sea una buena muestra de lo contrario, pues aparece en el seno de un pequeño grupo de especialistas de brillante trayectoria en torno tanto a la obra de Ortega como a la de Leibniz como se ve en los estudios introductorios de Jaime Salas y Concha Roldán.
Si la sociedad española dedicase el mismo interés a la ciencia y a la investigación, a la filosofía y a la cultura que dedica a los más estúpidos berrinches de cualquier famosete de moda no estaríamos donde estamos, cada vez más a la cola de un mundo desarrollado y civilizado
Aunque ya contamos con una buena edición de las Obras Completas de Ortega, son varios los autores españoles de primera fila que no han tenido idéntica fortuna, tal vez el caso más destacable sea el de Santiago Ramón y Cajal cuya obra, de un impacto científico en verdad universal, no goza todavía de una edición en condiciones y cuyos manuscritos, dibujos y esquemas de laboratorio han sufrido una incuria vergonzosa como se puede comprobar leyendo el magnífico Epistolario que editó Juan Antonio Fernández Santarén.
Algunos españoles se quejan de lo fácil que es distorsionar nuestra historia, pero todo empieza por lo mal que la conocemos. Baste decir, por hacer un añadido algo chusco que en una de las páginas web dedicadas al legado de Ramón y Cajal se apunta como uno de sus méritos el haber obtenido el Premio Nobel de la Paz en 1906, al menos no han confundido el año.
Ese desconocimiento es fruto de la falta de aliento y de prestigio que dedicamos a la inteligencia y al trabajo, más aún si van juntas. Si la sociedad española dedicase el mismo interés a la ciencia y a la investigación, a la filosofía y a la cultura que dedica a los más estúpidos berrinches de cualquier famosete de moda no estaríamos donde estamos, cada vez más a la cola de un mundo desarrollado y civilizado. No hay que esperar que esta clase de rémoras que nos hunden en la más espantosa vulgaridad y lastran la imagen de España como un país con el que haya que contar lo arregle ningún ministro, ni gobierno alguno, más aún cuando estamos padeciendo gobiernos de absolutos iletrados, ministros de universidades, por ejemplo, que se confunden atribuyendo a los fascistas el fusilamiento del autor de La Regenta, infaustamente fallecido en 1901 pero en pacífico lecho.
No hay nada que pueda suplir la laboriosidad y el esfuerzo personal, el afán por comprobar si lo que se dice sobre cualquier asunto tiene, o no, fundamento. A veces parece que se valora más la chulería y la majeza, incluso el hablar a voces, o el pontificar sobre lo que no se sabe, que la modesta tarea de ir componiendo una obra bien hecha, algo que siempre tendrá, además una utilidad ejemplar. Aquí si eres famoso ya no tienes que ocuparte de más, mientas que si estudias y trabajas tendrás que mendigar y arrastrarte ante oficinas en las que hay subvenciones para casi todo menos para la universidad, la ciencia y la cultura que muchas veces acaban siendo ocupadas por auténticos mediocres, por verdaderos farsantes.
Somos un país en el que ni abunda lo ejemplar ni es frecuente que lo que lo es sea reconocido como tal. Muchas veces nos dejamos llevar por prejuicios ideológicos o por adscripciones de bandería y no sabemos distinguir el grano de la paja o nos dedicamos a venerar a los autores de la secta y a ignorar todo lo que existe fuera de esos círculos menudos y sofocantes. Todo eso hace que tengamos una propensión a confundir los prejuicios con verdades bien fundadas, y que valoremos a los autores, y a los estudiosos, como suele decirse, no por lo que saben, sino por a quién conocen, por la cuerda de afinidades y favores de la que se supone penden. Si a todos esos males de la patria se le unen los más generales del momento, se comprende que estemos en una época en que un libro del calibre del que comentamos constituya una rareza bastante asombrosa.
No es necesario esforzarse mucho para imaginar las energías y la paciencia que habrán sido necesarias para conseguir que algún editor se atreva a poner en los estantes un libro tan extraordinario. Por fortuna no siempre es así, como es lógico, pero por eso merece la pena destacar el trabajo bien hecho, el enorme mérito de Echeverría y sus colegas del que cabe esperar un efecto de emulación y un aprecio mayor de una filosofía que ha padecido por ser escrita en nuestra hermosa pero poco apreciada lengua.