Los triunviratos nunca acaban bien. La razón es muy sencilla: el poder no se puede compartir. Cada uno de los triunviros tiene la certeza de estar engañando a los otros dos y que acabará ganándoles la partida por la mano. Pero dos de ellos están siempre equivocados. El primer triunvirato de Roma acabó en guerra civil. El segundo, también. El surgido en Francia en 1799 como consecuencia del golpe de 18 de brumario y que hizo cónsules a Bonaparte, Ducos y Sieyès fue dominado de inmediato por el tirano corso, que bañó Europa en sangre.
La ingenuidad patrocina aún la idea de que lo que hay en Moncloa desde enero es un Gobierno de coalición formado por el PSOE y Podemos. Los hechos, en cambio, gritan a diario que estamos gobernados por un triunvirato. ¿Quién es el tercer hombre? Un Leviatán integrado por todas las fuerzas separatistas que están abiertamente conjuradas contra la Nación política española. El pequeño del pacto de los dos instalados en el Ejecutivo está alineado hasta la médula con el monstruo que pretende romper la unidad del sujeto político del que emanan los tres poderes del Estado y las libertades y derechos de los ciudadanos; y el grande, por su parte, no se alinea más que consigo mismo y está dispuesto a unirse al mismo demonio si hiciera falta con tal de obtener un beneficio personal. Los actos del Ejecutivo están dirigidos, en último término, por el triunviro en la sombra, el Leviatán separatista.
Del mismo modo que la función del Código Penal es proteger los distintos bienes jurídicos y éstos no se dejan en manos de la esperanza de que todas las personas sean ángeles, la de la Constitución es –entre otras– la de proteger el bien jurídico más valioso que existe: la Nación política
Esta situación no es fortuita. Es el genuino producto de lo que los finos analistas llaman la democracia que nos hemos dado. Si la Constitución de 1978 impide la elección directa del Gobierno por parte de los gobernados, en cambio habilita a los diputados para que sean ellos quienes lo elijan. Si el sistema de elección de diputados deja la formación de una mayoría sólida al azar electoral, la debilidad de los gobiernos resultantes no es una circunstancia coyuntural, sino el designio estructural de la carta del 78 en el caso de no producirse una mayoría absoluta. Que una cámara se atomice en un piélago de grupos parlamentarios no debería suponer ningún problema para el devenir político de una Nación, salvo que esa asamblea legislativa sea la habilitada para elegir al Ejecutivo –algo que Montesquieu describió como la liquidación de la libertad política–. En tal caso, esta fragmentación dará lugar a la elección de sucesivos gobiernos que serán inevitablemente débiles en tanto que sometidos a un chantaje político continuado. Este hecho no sólo tiene repercusiones en la acción política doméstica, sino que implica una flaqueza en el concierto internacional que será aprovechada por todas las potencias a las que apetezca una tajada –mucho ojo a este respecto con el deslealísimo Marruecos y los no mucho más leales aliados de la UE–.
Unamos esta realidad a otras dos prescripciones constitucionales: el establecimiento de un sistema electoral proporcional y la invención de que la Nación política –cuya más elemental característica es la singularidad– está compuesta por nacionalidades. Estos dos elementos tienen un efecto perpetuo de disolución gradual de la propia Nación. Por un lado, favorecen el establecimiento y consolidación de oligarquías regionales mediante la sobrerrepresentación localista que genera la normativa de los comicios. Por el otro, fomentan la deslealtad a la Nación –esto es, a todos los ciudadanos que la integran– por parte de estos oligarcas al otorgarles el estatus metafísico de nacionalidad sin Nación.
La suma de todas estas circunstancias constitucionales durante cuatro décadas tiene como resultado la España de 2020. La Nación es hoy un hombre con los miembros atados a caballos que tiran en direcciones opuestas. Quien aprieta los nudos es el Gobierno y lo hace con un único objetivo, mantenerse en el poder. Para ello ha puesto a la Nación en cambalache a cambio de un presupuesto.
La función –teórica– del Estado es servir a los intereses de la Nación –esto es, los de los ciudadanos– y su alta dirección es la tarea del Ejecutivo. El inquilino de la Moncloa, sin embargo, ha invertido estos papeles. Y aún peor, porque si grave es crear en el Estado intereses enfrentados a los de la Nación y someter a ésta a aquéllos, terrible es la realidad de que la Nación ha sido puesta al servicio de las ambiciones y de los intereses particulares de quienes tienen el encargo transitorio del Gobierno.
La actual es la segunda vez en la que el proceso de aprobación de un presupuesto desemboca en una amenaza directa a la unidad del sujeto constituyente español. El Gobierno de la Generalidad de Cataluña se avino en 2016 a la exigencia de la CUP de celebrar un nuevo referéndum ilegal de autodeterminación –tras el del 9N de 2014– a cambio de su apoyo a las cuentas regionales. Así lo verificaron las anotaciones de Josep María Jové (segundo de Oriol Juqueras en la Vicepresidencia de la Generalidad en aquel momento) en su cuaderno y las palabras de Carles Puigdemont en el Parlamento regional catalán el 28 de septiembre de 2016: Referéndum o referéndum. Lo que sucedió un año más tarde es de todos sabido: un golpe a la Nación. La similitud de las circunstancias es extraordinaria. En ambos casos, es un triunvirato en el que dos partes coaligadas integran el Gobierno y una tercera en la sombra lo dirige donde quiere. En ambos casos, el objetivo es la quiebra de la unidad de la Nación política española.
Pasan los días sin que este designio encuentre nada en su camino que lo frene. Los poderes Legislativo y Judicial se mantienen hoy –como sucedió en 2017– en la inacción. El temor a las graves consecuencias que generarán sus actos y que serán soportadas por 47 millones de ciudadanos no frenará a los actores de este triunvirato por dos razones: se saben impunes y son precisamente esas consecuencias lo que persiguen sin descanso.
La integridad de la Nación no debe estar –como sucede en la actualidad– al albur de la buena voluntad de las personas que, transitoriamente, ocupen los cargos de los que se componen los tres poderes del Estado. Del mismo modo que la función del Código Penal es proteger los distintos bienes jurídicos y éstos no se dejan en manos de la esperanza de que todas las personas sean ángeles, la de la Constitución es –entre otras– la de proteger el bien jurídico más valioso que existe: la Nación política. Tras cuatro décadas de vigencia, la de 1978 no sólo ha demostrado su incapacidad para salvaguardarla, sino que las reglas del juego político establecidas en ella desembocan inexorablemente en su liquidación.
Que nadie se llame a engaño, el único agente que puede operar sobre la unidad de un sujeto constituyente –sea el español o el de cualquier otra Nación política– es la violencia. Quebrar la Nación es apretar el gatillo de un arma cargada con el enfrentamiento civil.
Urgen cambios en las reglas del juego para revertir la situación que han creado las vigentes. El más esencial estriba en los medios de elección del poder Ejecutivo. Den a los gobernados el poder de elegir a su Gobierno de forma directa y por su nombre y desaparecerán todos los males que tienen su origen directo en sus medios de elección actuales. Y tanto como estos cambios, urgen actores políticos que se enfrenten a la realidad y los demanden.