La aparición de los famosos cuadernos negros del filósofo alemán Martin Heidegger puso de manifiesto que la vinculación del filósofo nacido en Messkirch con el nacionalsocialismo fue más allá de un posicionamiento político coyuntural de quien sólo buscaba medrar en el nuevo establishment académico del Tercer Reich. Tras la Segunda Guerra Mundial y por influencia de buena parte de sus discípulos, Herbet Marcuse, Hannah Arendt, Karl Löwith o Hans Jonas el pensamiento de Heidgger ha sido vinculado a la izquierda. Estos autores asocian la célebre tesis de la historia del filósofo alemán como un progresivo oscurecimiento de la idea del ser con la tesis marxista clásica de la historia como una lucha de clases, donde los oprimidos son marginados, su voz silenciada y donde los vencedores imponen como objetivo un relato metafísico sobre su propia situación de dominación.

Publicidad

Sin embargo, hay en el heideggerianismo una vertiente ontológica y epistemológica mucho más interesante para el consenso socialdemócrata en el que vivimos instalados. Para Heidegger la visión tradicional que vincula la verdad como una adecuación entre nuestra representación de la realidad y ésta no es una forma adecuada para captar la verdadera naturaleza del ser. Para Heidegger, que busca avanzar en el leifmotiv clásico de la fenomenología del ir a las cosas mismas, la única manera en la que se pueda pensar el ser es desde el propio ser. Esta tesis supone negar que pueda existir ninguna distancia entre el ser y nuestro pensamiento. En definitiva, lo que subyace en el planteamiento de Heidegger es la defensa de un pensamiento acrítico que no cuestione nunca su propia validez. Esto ha dado lugar a la llamada corriente del pensamiento débil. Justo aquello que persigue el consenso socialdemócrata: que todos pensemos lo mismo, que nuestro pensamiento sea el del “ser socialdemócrata”. Cualquier intento de salirse de un marco conceptual determinado es considerado un “desvarío de la razón”, una manifestación de lo que ahora el consenso progre llama posverdad.

Uno de los asuntos más debatidos en los últimos tiempos es el relativo a la posible ilegalización de partidos políticos que mantienen posiciones políticas que se alejan del llamado consenso político imperante en la sociedad española. Dicho consenso se fundamenta en una serie de premisas.   Algunas de ellas tienen que ver con la estructura territorial del estado.

La Constitución habla sin ambages de la indisolubilidad de la nación española, pero al mismo tiempo no plantea contenidos irreformables, incluido el título preliminar de la propia constitución, aunque exige un procedimiento de reforma muy difícil

La tesis principal enfatiza la idea de que España es una nación imperfecta, no conformada plenamente en la historia y que convive con otras naciones (vasca, catalana, gallega…) a las que oprime por medio de una estructura estatal claramente centralista. De esta tesis se deriva también la idea de que toda forma de repunte de un nacionalismo español es un rebrote de fascismo vivido en España durante la dictadura del general Franco. Por otro lado, en esta estructura argumentativa, muy útil a tenor de los resultados electorales que ofrece para la izquierda, subyace una premisa implícita; que el franquismo es sinónimo de fascismo. De aquí se colige la machacona conclusión con la que somos continuamente confrontados por los creadores de opinión y las mentes bien pensantes del país: todo partido que se salga de este esquema argumentativo es fascista.

La ocasión última para sacar a relucir este silogismo progre ha venido de la mano de la propuesta política de VOX, secundada al menos parcialmente con vacilaciones y matices diversos por C’s y PP, de plantear abiertamente la ilegalización de partidos que defiendan proyectos independentistas para ciertos territorios del estado.

Lo que llama la atención es la confusión a la hora de plantear el asunto en sus justos términos. Se habla de propuesta inconstitucional cuando en realidad debería decirse que es anticonstitucional. La diferencia no es menor como veremos. En un sistema democrático, que consagra el pluralismo político y que no impone, al menos materialmente, contenidos ideológicos determinados a los partidos, en principio cabe plantear casi cualquier cosa. La constitución española, como muchas otras no establece lo que los constitucionalismos llaman cláusulas de intangibilidad. Ciertos autores (Pedro de Vega) plantean, es cierto, que pueden existir determinados límites materiales implícitos, pues de lo contrario no se podría hablar de la existencia de un régimen propiamente constitucional. Se trataría de casos en los que partidos propusieran medidas claramente atentatorias contra los derechos humanos. Pero no parece ser el caso de proponer una reforma de la estructura territorial del Estado (suprimir las Comunidades Autónomas) o incluso plantear la inclusión de cláusulas de intangibilidad en la constitución; lo que por ejemplo propone Vox relativo a la aceptación de la indivisibilidad del Estado como requisito necesario para poder operar como partido político en España. Otra cosa es que a tenor de lo previsto en la propia constitución española sea constitucional plantear la tesis de Vox en relación con partidos como el PNV, que no parecen incurrir en ninguno de los supuestos planteados por la ley de partidos como causa de ilegalización

Otro asunto sobre el que realmente pivota la propuesta planteada por VOX es el carácter contradictorio del texto constitucional en lo relativo a la convivencia en su seno de la indivisibilidad de la nación política española y el reconocimiento de sensibilidades nacionalistas en su seno. La constitución plantea en su propio articulado una serie de postulados contradictorios entre sí, a los que se acogen tanto Vox como el PNV para arrimar el ascua a su sardina y “excomulgarse” recíprocamente para situarse fuera del marco constitucional.

La constitución habla sin ambages de la indisolubilidad de la nación española, pero al mismo tiempo no plantea contenidos irreformables, incluido el título preliminar de la propia constitución, aunque exige un procedimiento de reforma muy difícil. Además, no parece que un texto que consagra la indivisibilidad de la nación pueda admitir la unilateralidad soberana de la que llevan haciendo gala las autonomías vasca y catalana en manos de gobiernos de signo nacionalista. Un Estado que no es tal no puede acometer las tareas que la propia constitución le encomienda a lo largo de todo su articulado. Por ello resulta paradójico que partidos estatistas como Podemos, para los que el Estado lo debe hacer todo, defiendan al mismo tiempo que éste renuncie a su identidad para acometer las tareas intervencionistas que los estatistas le reclaman. Difícilmente podrá llevarse a cabo el programa político de un partido como Podemos sin la elefantiasis del Estado.

Estas contradicciones obedecen a dos tipos de razones. Una de tipo histórico. El constituyente español, apremiado por la urgencia histórica de acometer una transición exprés que contentara a todo el mundo, opto por un articulado contradictorio creado a partir de un corta y pega de muchas constituciones. Esto no es algo nuevo, ya Carl Schmitt en su Teoría de la constitución hablaba de la existencia de contradicciones en el seno de las constituciones liberal-burguesas que él atribuía a compromisos dilatorios. Era por lo tanto necesario, según su parecer, distinguir el grano de la paja. No todos los preceptos en las constituciones tienen igual valor, unos son verdaderamente expresión de la voluntad soberana del constituyente y otros son meros acuerdos generales de los partidos que difícilmente pueden tener una concreción, pues los partidos de signo político muy diferente jamás se podrán de acuerdo sobre su alcance. Esto es a mi juicio lo que subyace en el fondo de la propuesta de Vox: que el artículo segundo no puede tener el mismo valor que el famoso título VIII relativo al Estado autonómico, pese a que ambos contenidos exigen para su modificación el mismo tipo de reforma agravada. Vox es un partido Schmittiano en su visión de la Constitución, pero no fascista

En las modernas democracias existe necesariamente una tensión no resuelta entre la idea de la democracia como un gobierno absoluto y la idea de constitución como límite al propio poder del demos. Esta tensión apareció vinculada a los partidos populistas de izquierdas durante el periodo de la crisis de deuda pública de hace unos años. Ahora aparece vinculada al surgimiento de partidos nacional-conservadores en Europa, que lo que intentan en plantear alternativas nuevas para afrontar los desafíos de la posmodernidad (globalismo, nacionalismos periféricos, centralismo de las instituciones europeas). Frente a este paradigma alternativo se erige la pretensión socialdemócrata heideggeriana de tener que seguir pensado desde las coordenadas del ser del llamado “consenso progre”.

Foto: Convergència Democràtica de Catalunya


Hazte pequeño mecenas de Disidentia

Disidentia es un medio totalmente orientado al público, un espacio de libertad de opinión, análisis y debate donde los dogmas no existen, tampoco las imposiciones políticamente correctas. Garantizar esta libertad de pensamiento depende de ti, querido lector. Sólo tú, mediante el pequeño mecenazgo, puedes salvaguardar esa libertad para que en el panorama informativo existan medios nuevos, distintos, disidentes, como Disidentia, que abran el debate y promuevan una agenda de verdadero interés público. 

Apoya a Disidentia, haz clic aquí