Hace años circuló con cierto éxito un libro del matemático John Allen Paulos (Innumeracy: Mathematical Illiteracy and its Consequences) que analizaba las dificultades crecientes del público americano para entender conceptos matemáticos muy simples y que, sin embargo, son imprescindibles para entender el mundo contemporáneo. Fue publicado en español como El hombre anumérico por el malogrado Jorge Wagensberg en la estupenda colección Metatemas de la editorial Tusquets.

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La pandemia que hemos venido padeciendo ha sido un verdadero festival anumérico, y no por escasez de cifras sino por todo lo contrario, por la manifiesta incapacidad de tantos opinadores y supuestos expertos para poner los números que circulaban en un contexto en el que fuese posible entender de modo correcto su significado.

La capacidad de los españoles para creer a sus autoridades no deja de llamar la atención. En los países del este de Europa las vacunaciones han sido muy escasas y parece que eso se debe a que se han acostumbrado durante décadas a no creer en sus gobiernos, a pensar que les mienten

Cuando explicaba Lógica solía empezar mis clases poniendo en la pizarra un titular de periódico que decía “El 25% de los divorcios se producen en verano” para ver cuánto tardaban los alumnos en caer en la cuenta de que cualquier otra cifra sobre esa clase de sucesos hubiese tenido mayor interés, puesto que tal proporción es la que correspondería a cualquiera de las cuatro estaciones del año si, en contra de lo que pretendía indicar el titular, los divorcios se produjesen por igual en cualquiera de ellas.

Más allá de que una deficiente educación matemática en las fases tempranas de la educación sea responsable del anumerismo hay que reparar en que el fondo del asunto reside en la resistencia a hacerse preguntas que mucha gente experimenta frente a cuestiones complejas, en especial, cuando se presentan a la opinión bien trufadas de ideología y propaganda.

Veamos algunos casos significativos. Es muy frecuente dar por hecho que la fuente de los datos es irrelevante, lo que, como mínimo, indica una propensión a la bobería digna de preocupación. Con este imperdonable descuido circulan algunos tópicos notables, por ejemplo, nuestro sistema sanitario es el mejor del mundo, los espías españoles son los más eficientes del planeta, o el Dr. H. es el mejor cardiólogo de España y el Hospital P. no tiene rival en cirugía digestiva.

Como es obvio, este tipo gratuito de credibilidad no se aplica solo a los temas sanitarios, pues expresa muy bien la fanfarronería cazurra del que cree a pies juntillas que no hay tortilla como la del chiringuito H, que su aldea es la más hermosa del universo, o que su equipo predilecto es el más castigado por la malevolencia arbitral.

Este tipo de tópicos tienen con frecuencia consecuencias extrañas: si se piensa que el sistema sanitario es la repera y no funciona bien el centro médico más cercano se tenderá a culpar a los profesionales del mismo, sin pararse a pensar que tal vez no sean ciertas tales apreciaciones sobre la salud pública. Ahora sabemos que el malhadado virus circulaba en España desde unos meses antes de que nadie cayese en la cuenta de su presencia, pero es bastante raro que alguien se haga preguntas sobre la calidad del sistema de prevención de epidemias al que se dedican no pequeños recursos.

Es notable, por ejemplo, que no se haya podido dar cuenta del número de fallecidos los fines de semana, o que las cifras que se han proporcionado sobre el particular muestren divergencias tan notables según las fuentes y los lugares, pero lo único que suele oírse en la opinión sobre este tipo de fallos es que “hacen falta más recursos” (¿más gente en la prevención, más funcionarios dedicados a cuadrar las cifras, más qué?), cuando la pregunta elemental sería si estamos empleando bien los recursos de que disponemos… pero para eso hay que molestarse en hacer algunas cuentas.

La ausencia de cribas exigentes con los datos de la pandemia ha creado una sensación de catástrofe permanente porque todos los incrementos de las malas noticias eran exponenciales, la mayoría de los porcentajes se daban sin precisar la base de partida, y la casi totalidad de los infinitos expertos de las cinco partes del mundo que han asomado su jeta a periódicos y televisiones han dado datos muy fuera de contexto o han preferido dedicarse a propagar sus opiniones, tanto más apreciables cuanto más terroríficas, porque, al parecer, la función de los medios no quedaba bien cumplida si se limitaban a informar sin acongojar.

En la irresponsabilidad frente a lo que significan los números, lo que sucede con nuestra actitud ante la imparable deuda pública no tiene parangón y eso explica que todavía se le siga pidiendo a los gobiernos mayores generosidades en el gasto, como si eso fuera ajeno por completo al porvenir de nuestros bolsillos.

En un plano colectivo somos por completo anuméricos, seguimos creyendo en los milagros del gasto público que tiende a verse bajo la imagen idílica del bandido generoso que roba a los ricos para asistir a los pobres, muy a pesar de que todos los datos disponibles impliquen que sucede algo más parecido a lo contrario.

Es magia potagia, y gusta al público que cree en ese prodigio tan bien alabado por los que más se benefician de la general ignorancia sobre tales tejemanejes. Así pues, estamos como aquellos complacientes súbditos de Fernando VII que le lisonjeaban diciendo lo lejos que ellos se hallaban de la funesta manía de pensar.

La capacidad de los españoles para creer a sus autoridades no deja de llamar la atención. En los países del este de Europa las vacunaciones han sido muy escasas y parece que eso se debe a que se han acostumbrado durante décadas a no creer en sus gobiernos, a pensar que les mienten. No tengo la menor duda de la conveniencia de la vacunación (me han puesto la tercera y ni he rechistado), pero no dejo de preguntarme cómo es que la resistencia a las vacunas ha sido, por fortuna, tan débil en España.

Es curioso que habiendo pasado por un largo régimen autoritario no tengamos frente a los poderes políticos resistencias similares a las que se han producido en las antiguas dictaduras comunistas. Tal vez ocurra algo parecido a lo que explica esa frase que se atribuye a Chesterton (“cuando se deja de creer en Dios es fácil acabar creyendo cualquier cosa”), esto es, que hayamos dejado de creer en la Iglesia para creer en el socialismo, tal vez porque ni para una cosa ni para la otra haya que poner mucha atención en los cálculos.

Foto: Sammy Williams.


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web