Una de las grandes obsesiones del independentismo catalán ha consistido en buscar la internacionalización de su movimiento golpista a fin de lograr presentarlo a la opinión pública internacional en los términos más aceptables posibles. Según esta visión, el incumplimiento del ordenamiento jurídico por parte del gobierno autonómico catalán obedecería a un quebrantamiento previo de la legalidad internacional por parte del gobierno central: la vulneración del principio de la libre autodeterminación de los pueblos. Este principio inspiró la ordenación territorial de Europa después de la Primera Guerra Mundial, al permitir la desintegración del Imperio Austro-Húngaro y su sustitución por una pluralidad de estados nacionales más o menos homogéneos.

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La realidad es que este principio sólo inspiró la filosofía de los tratados de Paz que pusieron fin a la Gran guerra. Con posterioridad la legalidad internacional, bajo los auspicios de Naciones Unidas, sólo ha admitido el derecho a la autodeterminación de los pueblos en el marco de los procesos de descolonización. Tan solo con motivo de la desintegración de la antigua República Federal Socialista de Yugoslavia, los países europeos accedieron, no sin haber existido graves disensiones entre ellos, a suspender temporalmente la vigencia de la llamada Acta de Helsinki de 1975, con la que se intentó fijar las fronteras del continente con carácter definitivo.

El nacionalismo catalán, pese a sus continuas arengas en favor del derecho a la autodeterminación, ha sido siempre plenamente consciente de la inviabilidad de invocar la legalidad internacional en su favor, de ahí la necesidad de buscar otras vías con las que lograr la tan ansiada cobertura internacional que obligase al gobierno español a aceptar una hipotética secesión de Cataluña. Países con problemáticas nacionalistas como Bélgica o el Reino Unido o aquellos que consiguieron su independencia precisamente aprovechando esa moratoria en la aplicación del Acta de Helsinki han sido los principales destinatarios de los cantos de sirena del nacionalismo catalán.

El nacionalismo catalán, siempre presto a buscar analogías imposibles con otros nacionalismos europeos, ha querido encontrar en el paradigma esloveno una posible vía para conseguir la independencia

Es en este contexto en el que hay que situar el desafortunado viaje del presidente Quim Torra a la república de Eslovenia, antiguo miembro de la Federación Yugoslava y que accedió a la independencia en 1992, tras un breve conflicto con la federación balcánica en junio de 1991. El nacionalismo catalán, siempre presto a buscar analogías imposibles con otros nacionalismos europeos, ha querido encontrar en el paradigma esloveno una posible vía para conseguir la independencia. Así lo ha manifestado en sus desafortunadas declaraciones el presidente Torra, quien ha señalado ciertos paralelismos entre el pueblo esloveno en su lucha contra el centralismo yugoslavo y el pueblo catalán supuestamente también oprimido por un gobierno insensible a sus demandas nacionales. La vía eslovena ofrece un innegable atractivo para el relato victimista catalán.

En primer lugar, se trató de una experiencia exitosa, algo de lo que está muy necesitado el nacionalismo catalán tras su frustrado intento de proclamar una república independiente en octubre de 2017 y estando buena parte de los promotores de ese coup de etat inmersos en procesos penales.

En segundo lugar, los eslovenos lograron algo que los nacionalistas catalanes ansían especialmente: aparecer como víctimas de una agresión a su voluntad popular democráticamente expresada en las urnas. Eslovenia celebró un referéndum de autodeterminación ilegal en diciembre de 1990, con un amplio respaldo popular pero que se realizó en contra de la voluntad del gobierno Federal, entonces inmerso en un proceso de apertura política y de liberalización económica.

Eslovenia, con un breve episodio de violencia que apenas duró 10 días y que se cobró unas decenas de muertos, logró presentar a un gobierno legítimo, como era el yugoslavo que pretendía hacer valer un mandato constitucional de preservación de la unidad nacional, como un mero apéndice armado de otro nacionalismo entonces en plena efervescencia, como era el serbio. A través de una formidable maquinaria propagandística los eslovenos fueron capaces de aparecer como víctimas, cuando en realidad el comienzo de las hostilidades fue provocado por acciones de guerra de la llamada Defensa Territorial Eslovena contra efectivos del ejército popular yugoslavo en el aeropuerto internacional de Brnik el 3 de junio de 1993.

Un escenario similar siempre ha sido del agrado del sector más radical del nacionalismo catalán, el representado por Torra. De hecho, buena parte del relato de lo acaecido durante el 1 de Octubre del 2017, en el que la actuación policial intentó impedir la celebración de un acto inconstitucional, se ha presentado ante ciertas cancillerías en términos similares a lo acaecido en Eslovenia en 1991.

En Cataluña, el clima de exaltación ultranacionalista y la búsqueda del enfrentamiento a toda costa recuerdan los tristes días vividos en Croacia durante el año 1990 y principios de 1991

En tercer y último lugar, tanto el nacionalismo esloveno, que floreció especialmente desde mediados de los años ochenta, entorno a la revista nacionalista eslovena Nova Revija, como el catalán han usado argumentaciones similares para justificar la secesión: el mayor desarrollo económico, su carácter más pro europeo y democrático o su lucha por abandonar estados artificialmente construidos: ya sean España o la extinta Yugoslavia.

No obstante, si de la experiencia yugoslava tuviéramos que sacar algunas conclusiones, más bien cabría buscar paralelismos entre el acceso a la independencia que busca Cataluña y la traumática experiencia vivida por Croacia en su acceso a la independencia. A pesar de que existen muchos más paralelismos que en el caso esloveno, el carácter netamente violento del proceso independentista croata que culminó en una guerra de cuatro años y el sesgo marcadamente etnicista del nacionalismo croata desaconsejan al señor Torra esgrimir esa otra vía, la croata. Sin embargo, esta parece cada día más cercana en una Cataluña donde el clima de exaltación ultranacionalista y la búsqueda del enfrentamiento a toda costa recuerdan los tristes días vividos en Croacia durante el año 1990 y principios de 1991.

En primer lugar, tanto en el caso catalán como en el croata, ambos procesos independentistas se encuentran comandados por verdaderos fanáticos que representan el lado más violento, xenófobo y agresivo del nacionalismo. Tanto Quim Torra, como el que fuera el primer presidente de la Croacia independiente y padre espiritual de su independencia Franjo Tudjman, son personajes obsesionados con la deformación de la propia historia y la exaltación del mito nacionalista. Si uno bucea por la hemeroteca puede encontrar exabruptos del señor Tudjman que harían las delicias del señor Torra. Ambos, con una retórica incendiaria, han contribuido a crear un clima de enfrentamiento civil que lleva un germen de violencia inserto, que esperemos que en el caso catalán no desemboque en un derramamiento de sangre como el vivido en ciertas zonas del país balcánico.

El señor Torra debería quizás fijarse en el vecino del sur de esa Eslovenia que tanto dice ahora admirar, aunque sólo fuera para evitar el desastre

En segundo lugar, tanto en el caso croata como en el catalán, las pretensiones de independencia no cuentan con un amplio respaldo de la población. En la Croacia anterior a la independencia, existían importantes minorías serbias que no apoyaban la pretensión del señor Tudjman de construir una Croacia homogénea y étnicamente uniforme. En la Cataluña actual, al menos la mitad de los catalanes no apoyan una ruptura con España como la que postulan el señor Torra y sus acólitos

En tercer lugar, la instrumentalización de la lengua con fines partidistas y la utilización de la simbología nacional para construir un relato nacional excluyente ha constituido una herramienta muy útil a la hora de construir dos modelos nacionalistas, el catalán y el croata en su momento, que atacan los fundamentos básicos de toda forma de convivencia democrática. En el caso catalán, marginando la presencia pública del español en los espacios públicos y en el caso croata estableciendo una diferencia artificial entre los dialectos croatas y serbios que comparten la misma variedad lingüística.

Todo paralelismo histórico tiene algo de forzado. Ni España es un estado tan moderno y artificioso como lo fuera la Yugoslavia de Tito, ni las problemáticas políticas son comparables, pero puestos a buscar modelos que ningún gobernante sensato se debiera ni siquiera plantear, el señor Torra debería quizás fijarse en el vecino del sur del país que tanto dice ahora admirar, aunque sólo fuera para evitar el desastre al que conduce a ese pueblo al que tanto dice querer: Cataluña.

Foto: Valentin Salja


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Carlos Barrio
Estudié derecho y filosofía. Me defino como un heterodoxo convencido y practicante. He intentado hacer de mi vida una lucha infatigable contra el dogmatismo y la corrección política. He ejercido como crítico de cine y articulista para diversos medios como Libertad Digital, Bolsamania o IndieNYC.