Eric Harris, de quince años, creó un espacio en la web America Online en el que hablaba de videojuegos (Doom), y hacía comentarios sobre sus padres o sobre el colegio (High school). Le acompañaba en esto, como en todo, su amigo Dylan Klevod. Para entonces eran inseparables. Pertenecían a la clase media-baja dentro de la jerarquía de popularidad del Instituto de Columbine, Colorado. Se reían de ellos, les hacían bromas y les dedicaban insultos. Algunos chicos populares les golpeaban en público. En un instituto muy volcado hacia el deporte, Harris y Klevod eran torpes. Harris, además, tenía el pecho hundido y era objeto de burlas por ello. La cuestión le preocupaba, y pasó por dos operaciones de estética, una a los 12 y otra a los 13 años. Pero ese acoso era puntual, en realidad. Eric era moderadamente popular, hacía amigos sin dificultad y le resultaba atractivo a las chicas.

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No buscaban mejorar su “popularómetro”. Vestían de un modo peculiar. Tenían otros amigos y hacían vida social, pero habitualmente comían los dos solos, y la única compañía que tenía uno era la del otro. El FBI, que estudió los perfiles psicológicos de los dos, concluyó que Harris era un psicópata. Carecía de empatía y mostraba rasgos narcisistas. Klevod se movía entre la depresión y un espíritu fuertemente vengativo. Frente a una chica, el nerviosismo le anulaba. En ocasiones no aguantaba la presencia de una compañera a solas. Turbaba su desazón con el alcohol.

Lo que hay detrás, más allá del control de armas, es una crisis social evidente. Quizás todos los intentos por disolver la forma de familia que hemos heredado desde hace siglos no es tan buena idea

Dave Cullen es un periodista que cubrió la masacre. Y ha dedicado diez años a reconstruir lo que ocurrió y, sobre todo, a responder a la gran cuestión: ¿por qué ocurrió? Según Andrew McKevitt, su respuesta es clara: no fue Marilyn Mason, o la cultura de armas, o los videojuegos. La razón hay que buscarla en las tenebrosas personalidades de Dylan y Eric, El deprimido y el psicópata, como señaló en un artículo de 2004. Eric quería hacer el mal; causar daño. A medida que la adolescencia expandía su personalidad, su sed de dolor fue creciendo. Matt Feeney lo describe así: “Quería matar a la propia humanidad, y sin ninguna razón externa. Era justo lo que había llegado a querer. Sus diarios le muestran a menudo enfadado, pero no desesperado, y su ira, generalmente arrogante y afrentosa, era también exuberante. Era entusiasta en su deseo de matar a todo el mundo, y consciente de sí mismo. Como dijo en una entrada de su diario: ‘Estoy lleno de odio y me encanta’.”

El blog recogía el creciente odio que tenían los dos hacia la sociedad, el instituto y sus compañeros. Querían hacer una gran demostración violenta de su rabia. Iban a crear algo “como los disturbios de Los Ángeles, el atentado de Oklahoma, la Segunda Guerra Mundial, Vietnam”, pero “todo mezclado”. En otro momento, cuando se trataba de poner cifras concretas a sus planes, escribieron que iban a matar a “al menos cuatrocientas personas”. El sitio recababa información sobre cómo fabricar bombas. En mayo de 1998 comenzó la planificación de la masacre que intentarían realizar un año después. El sitio no tenía muchas visitas, pero su contenido despertó algunas alarmas. Klevod envió el enlace a la página a un amigo, Brooks Brown. Este alertó a sus padres, y ellos al sheriff del condado, pero fue una vía muerta.

En enero de 1998 fueron arrestados, tras haber robado material de una camioneta. Una vez en libertad, empezaron a escribir un diario y a grabarse en vídeo con los progresos que hacían en la compra de armas y de material para hacer explosivos. Elaboraron 99 artefactos explosivos. En los días previos a la masacre, compraron dos armas de 9 milímetros y dos escopetas. Por medio de un amigo, compraron además una pistola. Recortaron los cañones de las escopetas para que pudieran esconderlas en su camino al instituto.

Eligieron el 20 de abril de 1999 porque el día anterior era el cuarto aniversario de los atentados de Oklahoma. Brooks Brown, que estaba fuera del edificio fumando un cigarrillo, vio cómo se acercaba Harris. Brown no entendía cómo Harris, un chico tan cumplidor, había llegado tan tarde a clase. “Ya no importa”, le replicó su amigo. “Brooks, ahora me gustas. Vete de aquí. Vete a casa”, le dijo. Brown le conocía lo suficiente como para hacerle caso.

Para saciar esos deseos adolescentes de destrucción, un ramillete de balas quedaba muy lejos de ser eficaz. Por eso llevaron varias bombas y colocaron otras por todo el recinto. Pero no funcionaron como ellos esperaban. Sólo produjeron alguna herida, por lo que pasaron al plan B: las armas de fuego. Eric y Dylan mataron a 12 compañeros y a un profesor, e hirieron a otras 24 personas. Acabaron con su vida antes de que lo hiciera cualquier agente. El tiroteo se inició a las 11:19 (habían calculado que la hora más propicia para una matanza eran las 11:17). Tres minutos después, el vigilante llamó al ayudante del sheriff, y a y 23 se presentó el agente Neil Gardner. Vio a Harris, e inició un tiroteo con él del que nadie resultó herido. Para entonces había llegado otro agente motorizado, Paul Smoker.

A las 11:29 comenzó la matanza de la biblioteca, donde se habían refugiado numerosos alumnos. Tenían munición para haberlos matado a todos. Pero en los siete minutos que estuvieron allí habían matado a 10 y herido a otros 12. “Quizás deberíamos empezar a acuchillar a la gente, eso podría ser más divertido”, dijo Klevod en la biblioteca. No tenían un fetichismo con las armas de fuego; acaso sí con las bombas. Cansados de aquél lugar, lo abandonaron y dieron vueltas por el resto del instituto, sin encontrar nuevas víctimas. Volvieron más tarde a la biblioteca. Dispararon de nuevo a la policía. Sin otra cosa que hacer, se quitaron la vida con sus armas.

Esta es, sucintamente, la historia del atentado de Columbine. Eric y Dylan quedaron lejos del número de muertos que querían causar, pero provocaron la mayor masacre hasta el momento en un colegio o instituto. “Columbine” se convirtió en el epítome de los tiroteos públicos. La gente se refería a las matanzas con el nombre del condado. Hoy, las matanzas son más frecuentes que nunca. ¿Qué es lo que lo explica?

El periodista Daniel Greenfield señala a Columbine, y en particular al papel de la prensa. Los medios de comunicación le dieron un bombo a este atentado como a ninguno otro. “Incluso la postura más favorable al control de armas no puede ignorar el impacto cultural de los medios de comunicación en este caso”. Recordando este caso, el también periodista Andrew McKevitt dice: “Columbine marcó el inicio de una nueva era de tiroteos masivos de gran repercusión en los Estados Unidos”. Cualquiera que viviera esos años lo recuerda así.

La persona que más ha contribuido a mitificar el atentado es Michael Moore. Moore es famoso por combinar el documentalismo con la comedia (lo dice él), y por mostrar un partidismo y una ferocidad activista fuera de toda duda. En Bowling for Columbine (2002) hizo un pasmoso ejercicio de manipulación que, eso sí, tuvo mucho éxito e incluso fue reconocido en Cannes. Gun Van Sant hizo una sobria película sobre los atentados llamada Elephant (2003). Sobria, pero manipuladora. Quería denunciar que el “elefante en la habitación” eran las armas, y escondió lo que Eric y Dylan pensaban que eran sus principales armas: las bombas.

La tesis es atractiva: el fenómeno mediático de Columbine contribuyó a la fama de los asesinos, y la fama a la imitación. Como explica Adam Kucharski en The rules of contagion, los comportamientos se “contagian”, se imitan. Se contagia la tendencia a engordar, por ejemplo. Las ideas tienen un evidente efecto de imitación y adopción. Es más, aborda la cuestión de los tiroteos y recoge un estudio que concluye que “por cada diez tiroteos públicos en los Estados Unidos, se producen otros dos como efecto del contagio social”.

Este contagio del que habla Kucharski puede producirse. Pero el efecto de cambio de época tras Columbine no está claro. De hecho, si uno observa la evolución en el número de masacres con armas de fuego, el crecimiento es sostenido, precede a Columbine (recuerdo, 199), y se mantiene después de aquél atentado.

Y, sin embargo, es necesario identificar qué hay detrás de esta tendencia, que parece imparable. Un estudio señala que en dos de cada tres casos, son de violencia doméstica o hay violencia doméstica en casa. Claro, depende de qué eventos metamos en la rúbrica “mass shooting”. Los autores se aferran a la definición más habitual, tan arbitraria como cualquier otra, que califica de “mass shooting” todo atentado con armas que resulte en al menos cuatro muertos, sin contar con el criminal o los criminales.

Por otro lado, la práctica totalidad de los atentados están cometidos por varones. Y según el psicólogo Warren Farrell, la falta de un padre es la principal causa de suicidio entre los chicos en su país, y también es un factor común en muchos atentados masivos.

En definitiva, lo que hay detrás, más allá del control de armas, es una crisis social evidente. Quizás todos los intentos por disolver la forma de familia que hemos heredado desde hace siglos no es tan buena idea. Y puede que el movimiento de destrucción de los hombres, como parte de una artificial guerra de sexos, tenga aquí uno de sus frutos imprevistos.

Foto: Max Kleinen.

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