En abril de este mismo año afirmamos (Comunismo o libertad) que las ideas comunistas ocupan un espacio importante en la opinión pública actual y que en nuestro país tenemos además ministros, consejeros, altos funcionarios, diplomáticos, diputados y grupos parlamentarios, tanto a nivel nacional como regional, que se reconocen de modo más o menos abierto como marxistas y que defienden el castrismo, el peronismo, el chavismo o cualquier otra variante.

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A nadie le debe extrañar por tanto el posicionamiento de nuestras autoridades respecto de los recientes sucesos en Cuba. En efecto, un porcentaje altísimo de nuestra dirigencia considera el régimen criminal caribeño como algo aceptable, llevadero, asimilable e incluso, en algunos casos, hasta ejemplar. No puede esto considerarse ignorancia, porque no lo es, sino simpatía por una forma tiránica de ejercer el poder. Y esto es lo que la ciudadanía debe comprender, la amenaza que supone nuestra actual clase dirigente, cuyo programa sólo se distancia de nuestra libertad por la resistencia de nuestro sistema constitucional de derechos y libertades, soportado fundamentalmente por los juzgados de primera instancia; el cortafuegos de la Unión Europea a pesar de su progresivo deslizamiento hacia nuevas formas de colectivismo que no sabemos bien hacia dónde nos lleva, y ese tesoro que es la clase media centrada en las tareas productivas y en el futuro de sus familias. Estos son los factores principales, casi exclusivos, que impiden que el proceso de bolivarianización como el que ha sucedido en otras latitudes coja mayor velocidad en nuestro país.

En lo que al comunismo en concreto se refiere, hoy resulta casi un deber señalar a los comunistas que insistentemente hablan de democracia y acusan de antidemócrata a todo disidente

En este sentido, nunca está de más recordar que el sistema de libertades y el bienestar de nuestra sociedad, de cualquier sociedad, está permanentemente expuesto a la amenaza colectivista. Nihil novum sub sole, dirá alguien, y cierto es. De hecho, en el reciente y magnífico libro de Virgilio Zapatero sobre el origen del sistema democrático (Inventando la democracia. Soberanía popular e imperio de la ley en Atenas, Tirant, 2020) se analiza con detalle el complejo camino transitado por la democracia ateniense, desde la democracia «radical» del siglo V a.C. hasta la democracia «equilibrada» del siglo IV a.C. y muchos de los pasajes referidos nos evocan los problemas que padecemos en la actualidad. Una enseñanza extraigo de todos ellos: la inviabilidad de un sistema democrático, en Atenas o en cualquier otra parte y en cualquier otro momento, si quienes dirigen la Res Publica y quienes disfrutan de los beneficios del sistema democrático acaban más seducidos por fórmulas tiránicas o despóticas de gobierno que por la fórmula basada en la (auto)limitación del poder, es decir, si quienes guían la democracia no son demócratas, que es lo que sucede de hecho en muchos lugares.

Esta es seguramente la cuestión de ayer, hoy y siempre. Está todo escrito y tratado, bien lo sabemos, pero el proceso se repite una y otra vez. Tal vez por todo aquello que nos explicó en su día Le Bon en su Psicología de las masas, que casi nos hace preferir el feudalismo con gobernantes virtuosos, o bien por todo lo que nos advirtió Tocqueville o más recientemente J.F. Revel sobre cómo se fulmina un régimen de derechos y libertades. En lo que al comunismo en concreto se refiere, hoy resulta casi un deber señalar a los comunistas que insistentemente hablan de democracia y acusan de antidemócrata a todo disidente. Inevitable recordar la que seguramente ha sido su crítica más directa y sencilla a la vez que acabada, aquella que explica no solamente su incompatibilidad con un sistema de derecho y democrático, sino con la naturaleza misma. Está en Cicerón, como tantas otras cosas (Sobre los deberes), que nos enseña que los sistemas o situaciones que permiten el despojo del otro para conseguir una ventaja propia, esto es en esencia el comunismo, acaba con la vida en común y la sociedad humana. Así es como se disgrega la convivencia y se articula un poder que ya sólo se puede conservar por medios deshonestos, destruyendo la convivencia que, por otro lado, es lo más conforme con la naturaleza humana.

Es el planteamiento del pensamiento clásico el que nos sirve para comprender los tiempos de la tiranía de César, el sucesivo destrozo de Marco Antonio y también, claro está, todo lo que vino después y hasta el decadente, ignominioso y vergonzante régimen cubano con el que tanta connivencia demuestran algunos «demócratas».

Foto: Juan Luis Ozaez.


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