En las elecciones del 4 de mayo de 2021 se produjo un fenómeno sorprendente, la gran mayoría de jóvenes en edad de votar, concretamente el 70 por ciento, rehusaron dar su voto a cualquiera de las opciones de izquierda. Y digo sorprendente porque asociar la juventud con la rebeldía y el progreso entendido como modernidad, descuenta un voto natural de los jóvenes a las opciones que se definen a sí mismas como progresistas y modernas. Sin embargo, esta supuesta ley de hierro no sólo no se cumplió, sino que pareció darse la vuelta.
Para algunos aquello significaba que la juventud madrileña se había vuelto conservadora y, por tanto, se había desnaturalizado. El problema no estaba en las opciones de izquierda, sino en que la gran mayoría de los jóvenes padecían una extraña afección. El sentido de su voto no era fruto de la libre elección, sino de algún tipo de enfermedad sobrevenida.
La izquierda posmoderna no es que sea incompatible con la realidad, es que es incompatible con las hormonas. Y esto no hay politólogo que lo remedie. O dicho de forma más precisa, para muchos jóvenes esta izquierda es una señorita Rottenmeier empeñada en amargarles la existencia
Otros analistas, no precisamente de izquierda, parecían estar de acuerdo con esta visión, pues, fieles a la creencia de que los mass media son infalibles armas de manipulación masiva, ofrecían una explicación simple de este suceso: los menores de 25 años no veían la televisión, controlada por la izquierda; sus medios de preferencia eran YouTube, Twitch, Instagram y TikTok, donde la derecha era más influyente.
Independientemente de la satisfacción o insatisfacción que la elección de los jóvenes hubiera provocado en unos y otros, todos parecían coincidir en que su voto estaba determinado por los impactos mediáticos. Y que, a su vez, la orientación de estos impactos la determinaba el sesgo del entorno mediático. Así, si los jóvenes hubieran visto la televisión, en vez de los contenidos de YouTube, Twitch, Instagram y TikTok, habrían votado mayoritariamente a la izquierda. En conclusión, de una forma u otra, nunca elegían ellos.
No voy a refutar esta hipótesis. A falta de un estudio sobre este ‘fenómeno’ concreto prefiero dejar margen a la duda, pero recordaré una vez más que numerosos experimentos de campo desmienten la creencia de que los votantes, jóvenes o no, pueden ser manipulados mediante las estrategias de comunicación política y sus correspondientes impactos mediáticos.
Creo, sin embargo, que se otorga una importancia desmesurada a los medios y sus mensajes, y prácticamente ninguna a las vivencias personales; es decir, se asume que las personas son extremadamente influenciables por los mensajes políticos o, incluso, la demagogia, pero sorprendentemente inmunes a la propia experiencia. Esto significa que nuestro mundo es un mundo raro, un mundo virtual donde no ya la realidad, sino la interacción cotidiana, personal e intransferible puede ser reemplazada por mensajes enlatados que interiorizamos con una docilidad pasmosa, aun cuando resulten completamente incompatibles con nuestras vivencias.
¿Es esto posible? Pienso que no, porque una cosa es tener determinadas afinidades ideológicas a la hora de escoger una posición frente al mundo, y otra muy distinta que los sujetos ignoren por completo su propia experiencia. No creo que las personas sean ni tan estúpidas ni tan fácilmente manipulables como, al parecer, se ha establecido; tampoco un dechado de virtudes, por supuesto. Pero hasta el más necio puede tener sus propias razones.
Aquello de que no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo tiene que ver bastante con lo sucedido. Tarde o temprano, la realidad cae por su propio peso sin necesidad de que los youtubers la empujen, de hecho, en buena medida el éxito de estos comunicadores consistiría en saber detectar tendencias emergentes con un número muy elevado de potenciales partidarios e incorporarlas a sus mensajes.
Aquí habría que apuntar hacia otras cuestiones que darían para otro post, como, por ejemplo, que alrededor de las campañas electorales y, en general, de las pugnas por el poder hay toda una industria propagandística. Y los beneficiarios de esta industria necesitan convencernos de que la influencia y la manipulación son productos insuperables que, claro está, sólo ellos proporcionan. Para esta industria es vital que creamos que no importan las ideas, los hechos o las razones, sino sólo la influencia mediática. Por eso hay gobernantes que lo fían todo a la propaganda… y tarde o temprano acaban cayendo.
Sin embargo, los vaivenes en los estados de opinión obedecen más a razones que a manipulaciones. Los jóvenes no niegan el voto a la izquierda porque les sorba el seso Youtube en vez de un canal de televisión generalista. Simplemente han llegado a la conclusión de que la izquierda no les conviene. Y tienen razones para ello. Tal vez no puedan explicarlas con la nitidez de un analista político o un filósofo, pero no lo necesitan cuando las evidencias hablan por sí solas.
Ocurre que, hasta mediados del siglo pasado, las ideologías clásicas eran en alguna medida argumentativas y, por tanto, se podían o no compartir sus interpretaciones del mundo, su identificación de los problemas sociales, sus diagnósticos y soluciones. Pero a partir de la segunda mitad del siglo XX, las ideologías dejan de ser argumentativas para convertirse en creencias particularistas. Ya no proporcionan argumentos: imponen creencias. Se convierten en “ismos”, en religiones laicas que exigen saltos de fe, lanzan severas admoniciones a sus feligreses y señalan a los impíos.
Si esta deriva ha hecho que determinadas ideologías resulten extremadamente antipáticas para numerosos adultos, porque ven en ellas imposiciones y no razones, era cuestión de tiempo que los jóvenes acabaran también rebelándose. Y que lo hicieran con tanta o mayor contundencia que los adultos.
Una ideología devenida en una neorreligión con tintes milenaristas, para la que el futuro es apocalíptico, que criminaliza los placeres de la vida, que te dice que todo lo haces mal, que no te fíes ni de tus padres, que lo prohíbe todo y te hace tener miedo hasta de tu sombra… no es una ideología, es una condena. Y esta condena resulta particularmente insoportable para los más jóvenes, porque la juventud conlleva por lo general un disfrute furioso de la vida.
La izquierda posmoderna no es que sea incompatible con la realidad, es que es incompatible con las hormonas. Y esto no hay politólogo que lo remedie. O dicho de forma más precisa, para muchos jóvenes esta izquierda es una señorita Rottenmeier empeñada en amargarles la existencia. Un personaje cenizo que allí donde hace acto de presencia, la música deja de sonar y la fiesta se termina. Esta Rottenmeier, admonitoria y puritana, es incompatible con la alegría, la espontaneidad, la autonomía personal, el amor romántico, la exuberancia sexual y, como digo y no en broma, hasta las hormonas.
Esta percepción sospecho que lleva tiempo acrecentándose, pero se habría visto agravada con la COVID-19, porque la izquierda se ha mostrado particularmente moralista, pacata, incompetente, poco o nada científica y promotora de actitudes muy lesivas para edades donde la relación libre con los iguales es casi, o sin el casi, de primera necesidad.
Se suele tender a la simplificación en general. Lo hacemos con las naciones, a las que clasificamos y creemos conocer por un puñado de características o ideas preconcebidas. Esto lo hacemos también con nuestra propia sociedad. Y en el caso de los jóvenes, lo mismo. Pensamos que la juventud son los ninis, o ese puñado de manifestantes que se junta en una plaza, o los grupos de chavales encapuchados que queman contenedores, o los que impiden que determinado invitado dé una charla en la universidad. Pero no. La juventud es mucho más que un puñado de imágenes recurrentes. Son millones de individuos diferentes entre sí.
Los jóvenes nunca han sido de izquierdas, sino de sí mismos. Por eso, desde que la izquierda se erigió en su carabina, fiscalizó sus relaciones personales, los segregó en identidades, impuso el “sólo sí es sí” y negó la espontaneidad, los jóvenes empezaron a percibir «el olor a moho de una omnipresente, dulce y despiadada pedagogía».