Tras casi cualquier elección es corriente poder asistir a un curioso espectáculo, la proclamación como vencedores, si quiera sea morales, de todos los contendientes. En las recientes elecciones madrileñas del 4M no ha ocurrido así, y esa peculiaridad tal vez sirva para desvelar las razones por las que, a cambio, han comenzado a menudear las explicaciones que pretenden desconsiderar, minimizar o relativizar el éxito del indiscutible vencedor para curar el dolor de los que han perdido de forma tan estrepitosa.
El argumento de fondo es siempre el de la excepcionalidad: se han manoseado tres supuestos, que la victoria no es del PP sino de Ayuso, que el resultado de Madrid no es extrapolable, y que lo que ha triunfado en Madrid es una especie nueva de nacionalismo, una imitación de todo lo que va de Pujol a Maravall y a Puigdemont.
Esa sensación de libertad se ha podido vivir con el gobierno Ayuso y se seguirá viviendo mientras los derrotados se empeñen en criticar a las gentes que gustan de tomar mejillones y cañas cuando les pete, pues es obvio que eso no lleva al apocalipsis
Vayamos por partes: que el PP de Madrid, con Ayuso y Almeida a la cabeza, haya superado en escaños a las tres izquierdas en liza significa que en Madrid ya se ha olvidado la pésima imagen del pasado del PP, y eso ha podido ocurrir por dos razones, la primera es que muchísimos electores se han dado cuenta de que el cocktail del sanchismo pablista es insoportable por su falsa decencia, su absoluta incompetencia en la gestión, y por sus empeños en convertir una sociedad que desea vivir y progresar en paz en un constante sinvivir en la lucha contra el fascismo, un enemigo imaginario y ridículo por más que se hayan empeñado esos abajo firmantes que han hablado de años de ignominia y de destrucción, a saber de qué, cosa que han hecho compatible con la arremetida contra la creación de un nuevo hospital público dedicado en exclusiva a combatir la pandemia. La segunda razón es que la dirección del PP ha dado muestras suficientes de su empeño en superar sus graves carencias recientes, o ¿es que alguien imagina una victoria similar si don Mariano hubiese seguido en Génova?
Cuando se argumenta la condición excepcional de Madrid y se presenta a la ciudad y a la comunidad como un raro bastión de la derecha, lo que según se arguye serviría para atenuar la debacle de la izquierda, se olvida un dato decisivo, pues hace dos años no hubo tal, y cabe suponer que Madrid no habrá cambiado tanto en tan poco tiempo. Parece obvio que el resultado madrileño anuncia y hace posible un cambio electoral importante, aunque sea evidente que Sánchez se amarrará al sillón y tratará de atrasar al máximo el momento de comprobarlo. Pretender que una gestión tan deficiente, errática y mentirosa como la que su gobierno ha hecho con la pandemia no fuese a pasar factura es quimérico, y convencer a la mayoría de que Sánchez ha vencido al virus, como él mismo proclamó cuando los muertos iban por la mitad, parece tarea fuera del alcance de cualquier brujo. La izquierda tratará de consolarse de su naufragio madrileño, pero mientras se siga engañando acerca de las razones o estimando que los electores son gente de taberna, iletrados, superficiales e incapaces de entender el sentido profundo de cuanto ocurre, es difícil imaginar que su hundimiento no sea de los que hacen época.
Vayamos al tercer sofisma: entre los woke de esta nueva izquierda se ha manejado mucho el intento de comprender lo de Madrid adivinando una suerte de nacionalismo castizo, argumento que se ha podido ver bajo distintas vestes en la prensa adicta. A este respecto, es oportuno hacer, al menos, dos consideraciones: si fuese cierto el supuesto rasgo diferencial, habría que reconocer que los madrileños pueden tener tanto derecho como cualquiera a sentirse peculiares, pero, sobre todo, si esa peculiaridad se basase, como parece suceder, en tenerse por una sociedad abierta, acogedora y moderna, pues ojalá ese tipo de nacionalismo tan peculiar tuviera pronto éxito en otras latitudes.
La llamada de Ayuso a favor de la libertad podría tenerse por un exceso o una apropiación indebida (como si la izquierda no tratase de tener la exclusiva de la solidaridad, la cultura o el progreso, por citar los valores comunes más obvios) pero hay que entender que esa llamada ha tocado la fibra sensible de mucha gente harta de que le riñan, le sermoneen, le digan cómo hay que hablar, o le echen la culpa del desastre ecológico por no poder pagarse un coche eléctrico, y que, en general, le estén hablando siempre de un porvenir horrible, de la destrucción de la naturaleza, del desastre climático y dando a entender que esas amenazas no se pueden evitar sino es asumiendo la visión ceniza, autoritaria y colectivista de una izquierda que parece haber perdido el sentido común.
Cuando se ve que hay tipos, tipas y tipes, que se empeñan en que todos hagamos exactamente aquello que a ellos les parece de perlas, que se crea que Madrid ha privatizado todo (¿?) que Ayuso ha desmantelado la sanidad pública y la educación (a las que no vendría nada mal un corte de pelo, dicho sea de paso), o que nos asustemos porque el fascismo más cruel y criminal avanza imparable tras veintiséis años de desastre, que se les obedezca, en suma, lo normal es que la gente se rebele y vitoree a quien trate de que las prohibiciones necesarias por la pandemia sean las menos, mostrando, por cierto, que el sistema funciona.
Decía Orwell que la primera libertad es la de poder decir que dos y dos son cuatro, lo que supone no estar obligado a repetir consignas ni comulgar con ruedas de molino. Esa sensación de libertad se ha podido vivir con el gobierno Ayuso y se seguirá viviendo mientras los derrotados se empeñen en criticar a las gentes que gustan de tomar mejillones y cañas cuando les pete, pues es obvio que eso no lleva al apocalipsis y que no es razonable tener que esperar a que los expertos de Moncloa te hagan el menú y te organicen el horario, o pretendan hacer creer que ellos van a salvar la economía que solo sale adelante con libertad, optimismo, imaginación, tesón y el empeño de cada cual.
Foto: Jorge Fernández Salas.