En 2012 el entonces celebérrimo académico, ahora ministro fantasma de Universidades Manuel Castells publicó “Redes de indignación y esperanza. Los movimientos sociales en la era de Internet”. Desconozco si fue un libro de encargo pero se convirtió en un manual de activismo político en determinados sectores. En su introducción describe algunas relaciones entre el poder y las redes de comunicación, para después realizar un recorrido por algunas de las revueltas sociales ocurridas en Túnez e Islandia, Egipto, Estados Unidos, entre otros, incluso España.

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Señala el autor que “más que un movimiento, ahora somos cientos de grupúsculos que a veces balbucean entre sí, que se lanzan monólogos buscando aprobación. Como resultado de esta desconexión el espacio público que habíamos redescubierto ha vuelto a ser sustituido por una suma de espacios privados» (pg 145). La tesis que sostiene, y que como se puede observar personaliza, algo que distorsiona todavía más el posible ángulo investigador del estudio, es que la relación entre Internet y los movimientos sociales en red no es solo instrumental, y añade, “facilitan una cultura de la autonomía, entendida como la capacidad de un actor social para convertirse en sujeto…”.

Una repleta coctelera de fenómenos como la revolución feminista, el lenguaje inclusivo, el multiculturalismo, la trama rusa y china, los populismo de aquí y de allá, se vertebran en un sinfín de políticas identitarias, ungidas en la academia, amplificadas por los medios, revisadas y controladas por las plataformas

Recordaba estas palabras, y por consiguiente, lo que sería el básico y lógico corolario, a saber, que estar en las redes es un modo de ser, donde se sustantiva el individuo en su quehacer político. Una vez más y no son pocas, nos encontramos con la realidad paralela. En este caso expuesta en un libro abundantemente referenciado en las llamadas “ciencias políticas y sociales”, que una vez más nace en el ámbito académico, fructifica en miles de citas que se prodigan en las bases de datos, lo que multiplica el valor de su corrección. Pues bien, frente a este discurso, tenemos los recientes acontecimientos.

Masas enfurecidas ocupan plazas y calles de las principales ciudades españolas, queman contenedores, rompen mobiliario urbano y se enfrentan a los cuerpos y fuerzas de seguridad. Esta vez el motivo ha sido el ingreso en prisión de un rapero con una pena de nueve meses debido a injurias y calumnias a la Monarquía y otras instituciones, además de enaltecimiento del terrorismo, según explicita el Código Penal, hasta ahora vigente, que en opinión de muchos juristas precisa una necesaria revisión y actualización, como se indica en “El derecho a ser imbécil”. Se argumenta e insiste en que la actual regulación de los delitos de opinión en España es inadecuada, como puede constatarse en una mínima comparativa de cómo están contemplados este tipo de delitos en otros países del entorno próximo, lo que ha obligado al Tribunal Europeo de Derechos Humanos a pronunciarse en este sentido.

Sería bastante iluso pensar que estos actos son espontáneos, o sostener (dada la jurisprudencia actual), que solo son un ejercicio de libertad de expresión. Estas manifestaciones no autorizadas, trazadas desde las vísceras de las redes sociales, han sido suficientemente jaleadas por algunos políticos y sus partidos, que representan a millones de ciudadanos.

Cuando por las cañerías de las redes sociales se desliza la mierda, la vida real no hay quien la soporte. Conscientes de la imperfecta democracia en la que estamos, el sistema democrático se convierte en un organismo necrótico conforme se señala y juzga desde el vientre de las masas. Ocurrió con el juez que manifestó su voto discrepante en el caso de la “manada”, como así fue con el juez Llarena, que sufrió los ataques de los independentistas, por poner solo algunos ejemplos. Tras lo dicho, es posible que el eminente sociólogo Manuel Castells, siga defendiendo el sujeto individual de las gentes, el corazón de las masas, la mente de los colectivos, con su capacidad de reflexión y decisión,  que se congregan en las plazas y calles tras la alarma que se traza y genera en las redes sociales.

Por otro lado, se observa un cómplice silencio en sus primeras páginas, cuando relaciona el poder con los medios de comunicación, y olvida el radar de influencia que ejercen las plataformas tecnológicas en los contenidos que se generan, con sus correspondientes filtrados y moderaciones, como se ha explicado en “Una quimera llamada libertad de expresión”. La potente fábrica de adoctrinamiento del Silicon Valley regula y supervisa que las principales compañías que allí trabajan realicen una selecta elección de los perfiles de sus empleados, no faltando en las entrevistas una batería de preguntas relacionadas con la diversidad sexual, justicia social o multiculturalidad.

Los diferentes centros de estudio de investigación de ingeniería social que integran el Silicon saben lo que es correcto y lo que conviene pensar respecto a todos y cada uno de los temas más polémicos de la actualidad. Habría que recordarle al olvidadizo ministro que, si bien subraya las conexiones entre el poder político y financiero, nada dice de otros poderes que o no quiere ver o prefiere no mencionar. Para quien se dedica al análisis de los fenómenos sociales, no necesitaría la advertencia de este potente entramado de investigación-mediático-tecnológico, que lleva varias décadas dictando los cánones puritanos, que a lo largo de estos últimos diez años encuentran su correcto eco en las plataformas tecnológicas dominantes.

En “La masa enfurecida” D. Murray indica que “no es complicado entender por qué una generación convencida de que nunca tendrá una casa propia se sienta atraída por una cosmovisión ideológica que promete acabar no solo con las desigualdades que la afectan directamente, sino también con las que afectan al resto del planeta.” Para cerrar su discurso subraya que se produce una interpretación del mundo a “través de la lente de la justicia social, la política identitaria grupal y las interseccionalidades, donde es posible constatar el esfuerzo más audaz y exhaustivo por crear una nueva ideología desde el fin de la Guerra Fría”. (pg. 13).

Una repleta coctelera de fenómenos como la revolución feminista, el lenguaje inclusivo, el multiculturalismo, la trama rusa y china, los populismo de aquí y de allá, se vertebran en un sinfín de políticas identitarias, ungidas en la academia, amplificadas por los medios, revisadas y controladas por las plataformas. ¿El sujeto qué reflexiona y decide? A duras penas navega a contracorriente, dado que lo común, no solo es lo dominante, también nubla la visión. “El rasgo distintivo del mundo moderno no es su escepticismo, sino su inconsciente dogmatismo”, merecidas palabras de Chesterton para concluir este artículo.

Foto: Tay Hall.


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