Los sexos de los seres humanos eran tres: masculino, femenino y andrógino. Cada uno de éstos estaba representado por individuos de forma esférica, con cuatro brazos, cuatro piernas, dos rostros y dos órganos sexuales. Poseedores de gran vigor, se dice que estos seres intentaron ascender al cielo y desafiaron a los dioses, lo cual derivó en un merecido castigo. Pero, tras mucho deliberar, Zeus determinó que antes que exterminarlos haría algo mucho peor: debilitarlos. Por ello, cortó al medio a cada uno de estos seres esféricos de modo tal que de uno de éstos deviniesen dos varones, del otro dos mujeres y del último un varón y una mujer, en cada uno de los casos, con sus dos brazos, sus dos piernas, su rostro y sus genitales correspondientes.

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Así podría resumirse el comienzo de este maravilloso relato que Platón pone en boca de Aristófanes en El Banquete. Se trata de uno de los discursos sobre el amor que es conocido como “el mito del andrógino”. Más allá de su belleza, el relato ha marcado la historia de occidente porque allí está presente una idea que llega hasta nuestros días, esto es, la idea de la “media naranja”, esa especie de alma gemela que presuponemos que existe en algún lugar del planeta y que, de hallarla, nos “completaría” de modo tal de garantizarnos una suerte de realización y felicidad eterna.

Todo vínculo tiene tensiones, desacuerdos y diferencias que, por suerte, en la mayoría de los casos, el mundo de los adultos logra resolver sin que se llegue al límite en el que deban intervenir terceros, instituciones o la mismísima justicia

En términos del propio Aristófanes en el libro de Platón mencionado: “Así pues, una vez que la naturaleza de este ser quedó cortada en dos, cada parte echaba de menos a su mitad, y se reunía con ella, se rodeaban con sus brazos, se abrazaban la una a la otra, anhelando ser una sola naturaleza, y morían por hambre y por su absoluta inactividad, al no querer hacer nada los unos separados de los otros”.

Recordé esta bella descripción del amor cuando algunas semanas atrás me recomendaron la serie Soulmates en Amazon Prime Video. Codirigida por William Bridges, uno de los guionistas de Black Mirror, la serie de seis capítulos autónomos tiene como columna vertebral un tópico que justamente recuerda a “Hang the DJ”,  capítulo cuarto de la cuarta temporada de la ya mítica serie británica dirigida por Charlie Brooker. En otras palabras, el espíritu “blackmirroriano” y distópico está presente a lo largo de la serie en la idea de un futuro próximo en el que una empresa, a través de un simple test, logra encontrar nuestra media naranja en cualquier parte del mundo donde ésta esté. Más allá de que algunos capítulos estén más logrados que otros, como experimento mental el argumento es extraordinario por al menos dos razones: en primer lugar, se puede ver cómo la sola posibilidad de que exista una tecnología tal que garantice acceder a esa media naranja que todos añoramos, destroza cualquier pareja presente. Efectivamente, en uno de los capítulos, una pareja que era feliz comienza a derrumbarse en la medida en que sabiendo que está al alcance “la relación perfecta”, todos los defectos de la pareja actual salen a la luz como nunca haciendo que lo que antes se toleraba ya no se tolere. ¿Por qué voy a convivir con esta persona sabiendo que mi persona ideal está a un test de distancia?

Sin embargo, y en segundo lugar, la serie, de una u otra manera, hace énfasis en otro elemento sobre el que me quiero detener porque puede servir para reflexionar acerca de ciertas cosmovisiones que intentan imponerse en la actualidad. Es que Soulmates expone que la relación con la pareja ideal no está exenta de conflictos. En un capítulo, un matrimonio maravilloso se rompe y hacia el final se muestra que las nuevas relaciones que habían emprendido cada uno con su “media naranja”, los había convertido en personas más infelices que añoraban volver con su anterior pareja; en otro, la pareja perfecta que se había encontrado a través de la empresa se casa a las seis semanas de haberse conocido, pero el pasado de ambos empieza a incomodarlos; no falta tampoco el caso de una pareja de chicas que vive un apasionado romance hasta que una de ellas se da cuenta que no podía asumir compromisos y se separa; en el último, una mujer conoce al amor de su vida a través de la empresa y logra sacarse de encima al parásito de su marido. Sin embargo, esa media naranja resulta ser un asesino y hace que ella revele una faceta desconocida de su propia vida.

Que la serie derribe el mito de la media naranja o que al menos lo relativice asumiendo la complejidad de las relaciones humanas supone un aporte enorme a una cultura en el que se están reconfigurando las relaciones amorosas y las relaciones personales en general. Para decirlo de un modo amplio y carente de matices, el hecho de haber expuesto que lo que se consideraba familia ideal muchas veces encerraba relaciones tóxicas y formas solapadas de violencia encubiertas detrás de las cuatro paredes del hogar, significó un avance enorme en lo que respecta a la protección de niños, mujeres y, por supuesto, varones también. En este sentido, puede ser relevante consultar una extensísima bibliografía acerca del llamado “amor romántico” y el modo en que, en algunos casos, esa “romantización” no es otra cosa que la justificación de relaciones posesivas y violentas enmascaradas detrás de una supuesta pasión irrefrenable.

Sin embargo, este tipo de señalamientos y los avances en cuanto a derechos y protección de los más vulnerables hoy están conviviendo con perspectivas que, paradójicamente, parecen apoyarse en la idea de que los vínculos amorosos deben estar exentos de conflictos. Como si la deconstrucción del amor romántico tuviera que derivar necesariamente en relaciones libres de cualquier disputa o diferencia; como si una situación angustiante o emociones “negativas” no pudieran formar parte también del amor.

Y por supuesto que todos soñamos con vínculos armoniosos e ideales como los que ofrece la empresa que brinda el test en la serie o como los que describe Aristófanes pero también sabemos que todo vínculo tiene tensiones, desacuerdos y diferencias que, por suerte, en la mayoría de los casos, el mundo de los adultos logra resolver sin que se llegue al límite en el que deban intervenir terceros, instituciones o la mismísima justicia. Dicho de otra manera, el progreso social, moral y cultural de occidente cada vez brinda más herramientas legales para proteger a quien sea dañado en el marco de una relación pero eso no implica la inexistencia de una enorme cantidad de situaciones conflictivas y angustiantes que pueden y deben ser resueltas por los adultos. Cuando estas situaciones se sostienen en el tiempo muchas parejas se separan pero también hay muchas parejas que son felices o han sido felices conviviendo con momentos de crisis.

Parece una obviedad pero hay que advertirlo porque parte de las nuevas generaciones están trasladando a las relaciones de pareja, pero también a las relaciones interpersonales, esta cultura de la victimización y la vulnerabilidad que se viene imponiendo en los campus universitarios estadounidenses desde hace ya algunas décadas. Así, del mismo modo que pueden exigir en una universidad “espacios seguros” cuando se presenta en el campus un orador que no comulga con sus ideas o realizar una protesta para que en los programas de estudio se retiren a los autores que, en algunos casos siglos atrás, defendían ideales repudiables para la moral presente, asistimos a generaciones enteras incapaces de asumir por sí mismas y sin intervención de terceros o instituciones, la vida en sociedad que es, sin duda, una vida en la cual el conflicto existe. Todos queremos que nuestros hijos vivan la menor cantidad de riesgos posibles y para eso exigimos, en distintos niveles, formas de protección pero también parece razonable otorgarles las herramientas para que sean capaces de resolver los conflictos que la vida con los otros trae aparejada. En momentos donde todo el tiempo se exaltan lo valioso de las diferencias, no se admiten diferencias en las relaciones de pareja ni interpersonales, se abusa del bloqueo y la cancelación a través de las redes y la poca tolerancia a la frustración hace que los vínculos exploten tensionados por personalidades egoístas que instrumentalizan al otro. El dar por el dar mismo, el deseo de ceder por el otro es visto como una resignación en tiempos donde está de moda y es cool quejarse o levantar la bandera de la minoría más minoritaria.

En síntesis, si bien, como decíamos anteriormente, tanto el modelo de familia tradicional como el de “amor romántico” están puestos en cuestión, esta idea de relaciones interpersonales sin conflictos parece, paradójicamente, recuperar la arcaica cosmovisión que subyace al discurso de Aristófanes, esto es, la idea de que todos tenemos una media naranja y que solo junto a ella hallaremos la completitud y realización de nuestro ser. Si, como se puede colegir de la serie, asumiéramos que esa completitud es irrealizable y que el amor y las relaciones interpersonales que nos pueden hacer felices, no están exentas de disputas, tensiones y diferencias, probablemente logremos mejores formas de vincularnos y una mayor capacidad para resolver los conflictos con la madurez que un mundo cada vez más infantilizado requiere.

Foto: Annie Spratt.


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