Es frecuente en disidentia.com leer artículos y podcasts contrarios a las imposiciones del Gobierno en su intención de atenuar los daños de la COVID-19, proclamando las libertades individuales frente al autoritarismo del Estado: “La quiebra de la libertad en tiempos de coronavirus”, “Matar a todo un país”, “Pandemia, seguridad y libertad”, “Un virus para un dictador”, “Pandemia y libertad”, “COVID-19 y nuestros derechos civiles”, “Vacunas. Obligados a la solidaridad sanitaria”, “¿Para qué quieres libertad?”, “Pasaporte de vacunas, tiranía por tu bien”, “No hay vacunas para el virus autoritario”, etc. Entiendo el espíritu del liberalismo que se defiende en estos textos, y comparto la visión crítica contra algunas ideas social-comunistas, o cuasi-estalinistas en el peor de los casos. En particular, creo que la libertad individual “de pensamiento” y “de expresión”, dentro de unos marcos legales razonables y no sesgados por ideologías, debería ser intocable. Sin embargo, creo que, incluso desde una perspectiva alejada de políticas de izquierda, la libertad individual “de actuar” debe tener sus límites, siguiendo aquella máxima que dice que tus libertades terminan donde comienzan las libertades de los demás.

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En tiempos de paz, salud pública, y carentes de conflictos o desastres naturales, es posible dejar a los individuos a su aire, mientras no choquen los derechos de unos con otros. Dentro de la ley, cualquiera puede salir de su casa y pasear donde desee, puede ir a restaurantes y lugares de ocio, puede ir a la playa, puede hacer visitas a su amante, etc. Lo que no puede es realizar actividades que perjudiquen a otros individuos, o que puedan poner en riesgo su vida, salud o propiedad. Por ejemplo, no se puede circular por una autopista con un vehículo deportivo a 220 km/h, por muy buen conductor que uno se considere, porque ello eleva muy significativamente la probabilidad de un accidente mortal que afecte no solo al infractor, sino a otros conductores que no tienen la culpa de tal temeridad. Puede de hecho un individuo terminar en la cárcel por homicidio imprudente si produce la muerte de viandantes u otros conductores habiéndose saltado ampliamente los límites de velocidad, tasa de alcoholemia, etc.

Hace falta más mano de hierro, en vez de estos gobiernos débiles, afeminados, temerosos de poner a la plebe donde le corresponde, incapaces de aplicar la disciplina necesaria para evitar la desintegración de una nación o la ruina de varias generaciones

En tiempos de guerra, pandemia, conflictos sociales internos o con otras naciones, o desastres naturales, incluso los países con gobiernos más liberales se ven obligados a ejecutar políticas de Estado que eliminan una buena parte de las libertades individuales, por el “bien común”. Entiendo que le rechinen los dientes a más de uno cuando, acostumbrado a tener gran libertad de movimientos, se encuentra con imposiciones y restricciones de las autoridades civiles, militares o sanitarias, y que a más de uno se le venga a la mente la imagen de comunismos o fascismos históricos cuando oye mensajes tipo “te quito libertades por tu bien y el del resto de los ciudadanos”. No obstante, aunque es comprensible la reacción de rechazo, no deja de parecerme una actitud infantil, como la del niño pequeño que rechaza tomarse un medicamento recetado por el médico porque no le gusta el sabor.

En el caso de la COVID-19, ríos de tinta han corrido ya sobre las negligencias o aciertos de los gobiernos de las diferentes naciones. En España, la gestión ha sido nefasta, de modo que estamos entre los países con mayores cifras acumuladas de contagiados y fallecidos per capita por la COVID-19, y también entre los que mayor recesión económica han sufrido como consecuencia de las restricciones. De todos modos, no toda la culpa recae sobre las autoridades. En este país estamos acostumbrados a señalar con el dedo al partido político opuesto a la ideología de cada cual como el origen de todos los males: los de derechas señalan al gobierno central actual; los de izquierdas señalan a algunos gobiernos autonómicos, en particular el de Madrid, como fuente de desastres. Y probablemente todos tengan algo de razón, ha habido negligencias y decisiones pésimas por parte de todas las administraciones. Mas, con todo, hay que reconocer que es una situación difícil de resolver, sobre todo cuando no se tiene una colaboración ciudadana ejemplar. Muchos políticos de este país son pésimos gestores en muchos sentidos, pero soy del parecer de que han hecho lo que estaba en sus manos hacer dentro de la presión popular a la que están sometidos para no perder votantes. Si acaso es el propio sistema democrático en el que el populacho impone su voluntad en las esferas del poder a través de las urnas el que no deja actuar de modo más eficiente ante situaciones como la de esta pandemia.

Más bien, he echado de menos un mayor autoritarismo en la gestión de esta pandemia. Las leyes y restricciones impuestas por el estado de alarma no son arbitrarias, funcionan en buena medida para reducir la expansión del virus, pero continuamente se ven casos de ciudadanos que se saltan las normas: gente que va sin mascarilla en lugares públicos o con la mascarilla por debajo de la nariz, o que no mantienen las distancias de seguridad recomendadas, fiestas privadas con multitudes; a lo que hay que sumar la incapacidad de las fuerzas del orden para mantener a raya a la población y que cumplan las normas. Están saturados —dicen—, y es normal que así sea en un país donde muchos se toman a las autoridades sanitarias por el pito del sereno. Se ponen multas para disuadir a la población —dicen—, sí, pero la gran mayoría no llegan a cobrarse, y la población lo sabe, con lo cual no funcionan como elemento disuasorio. Incluso cuando se intenta denunciar a quien se salta las normas, la policía u otras fuerzas del orden suelen alegar que no pueden atender demandas de quien no ha sido directamente perjudicado por la acción de terceros, hacen la vista gorda, o, en muchas ocasiones, ni siquiera se ven agentes en lugares donde es común encontrar infractores, o donde se dan grandes concentraciones de personas. No dan abasto ante tanto descerebrado.

La plebe, la chusma, el populacho, la turba, el vulgo, las masas,… tiene muchos nombres que significan más o menos lo mismo. Hoy en día se le llama ciudadanía, con un trato deferente (suena a algo así como “su señoría”), usando el sustantivo femenino en vez del menos alambicado “ciudadanos” para que los progre-feministas no se mosqueen. Nadie se atreve a llamar las cosas por su nombre, lo único que se ven son algunos grupos oportunistas que ensalzan los valores populistas para sacar un puñado de votos o vender sus mercancías.

Probablemente, la mayoría de la población siga una conducta aceptablemente buena, pero incluso una minoría dentro de los millones de ciudadanos de esta nación es suficiente para dar al traste con los planes. Muchos opinan, muchos saben de todo, capaces de rebatir al más prestigioso especialista en epidemiología, y todos se arrogan con el derecho a actuar según su propia conciencia, o mejor dicho su inconciencia, habiendo dentro de esas calabazas huecas una gran diversidad de teorías conspiranoicas y majaderías varias. También se autojustifican en su irresponsabilidad y actitud insolidaria de saltarse las normas despotricando contra la clase política o apelando al discurso del negacionista de turno que han visto en un vídeo de youtube o en redes sociales, o bien del que cree que los científicos no saben nada sobre el virus y que todo es política en este asunto. Ahora, con el tema de las vacunas, también surgen como setas los que saben muy bien qué vacuna les conviene o cuál no, sin tener ni idea de medicina ni saber interpretar unos datos estadísticos. Y, por supuesto, estos abogan por las libertades individuales frente a un Estado opresor (aunque no creo que sea el caso de los articulistas de los títulos que mencioné en el primer párrafo, que seguirán probablemente las normas).

El problema no es que algunos de estos descerebrados que se saltan las normas y que anteponen su criterio personal al de las autoridades sanitarias termine enfermo de COVID-19 o incluso falleciendo. Mala hierba nunca muere, por cada brizna que se seca nacen muchas más. Más bien el problema es cómo pueden colapsar a la sociedad globalmente. Hagamos un repaso de algunos números básicos:

  • La mortalidad de la enfermedad es estimada en torno al 1% de los contagiados, mayormente entre ancianos, con lo que dejar que el virus se propague a toda la población supondría dejar morir unas 400 mil personas en España; eso para empezar en el primer año, porque luego en años posteriores muchos de los contagiados que han sobrevivido pueden reinfectarse, con lo cual cada año podría haber un goteo de unos pocos centenares de miles de muertos por COVID-19, más, entre los supervivientes, millones de individuos con secuelas importantes que afectan seriamente su salud, convirtiéndose muchos de ellos en enfermos crónicos.
  • Esto suponiendo que los servicios de salud funcionen atendiendo a todos los contagiados con síntomas, pero sabemos que si dejamos que el virus se descontrole, se colapsará la asistencia sanitaria, y muchos tendrán que lidiar con la enfermedad en sus casas, con la consecuencia de una mayor mortalidad por no haber equipos médicos, respiradores, etc. para atender al enfermo, lo que implica que la mortalidad se elevará, y en vez de ser de en torno a un 1%, puede ser un 2-5% o quizá más. Sería además un escenario dantesco, con muertos por todos los lugares, hasta en las cunetas, sin tiempo para recogerlos. Más los miles de muertes de otras enfermedades que no pudieron ser atendidos porque los servicios de urgencias estaban colapsados. Estoy pues de acuerdo con la afirmación de un artículo de Javier Benegas: “Todavía hay quien estima la importancia de la COVID-19 en función del índice de mortalidad, cuando el problema no es tanto las muertes que provoca como su capacidad de propagación, sus secuelas y el colapso de los sistemas sanitarios”. En España, hay más de 150 mil camas de hospital y más de cuatro mil UCIs; se podría aumentar este número, pero no es una cuestión sencilla desde el punto de vista económico. El tratamiento de pacientes con COVID-19 cuya situación se complique y tenga que pasar por la UCI puede superar los 100.000 euros de coste por cada paciente. Tampoco es despreciable la cantidad de casi 20 mil euros promedio que cuesta tratar cada paciente de COVID-19 que entra en un hospital. Con lo cual, los hospitales y UCIs colapsados demandando más camas para ello pueden ser un problema de salud y también un serio problema económico, inabordable si se presenta una avalancha de millones de contagiados al mes.
  • Un supercontagiador es un descerebrado que está contagiado de COVID-19, aunque sin síntomas en la mayoría de los casos, y que va por la vida sin respetar las normas y juntándose con otros descerebrados en fiestas, jolgorios y eventos similares. Se calcula que muchos de estos supercontagiadores han contagiado en una o pocas jornadas de juerga en torno a cien individuos, aparte de lo que contagia otros días o en su propia casa o con gente cercana. Luego esos cien individuos, aparte de sufrir la enfermedad ellos mismos o mantenerla sin síntomas, contagiarán a otro centenar de individuos (siendo optimistas y suponiendo un R=1 dentro de un estado de alarma con restricciones) en dos semanas, y así hasta que se logre doblegar la curva hacia un R<1 en unos cuantos meses. En números redondos, cada supercontagiador es responsable del contagio de un millar de individuos, de los cuales fallecerán unos diez (asumiendo una tasa de mortalidad del 1%) y muchos otros tendrán secuelas por largo tiempo, entre ellos muchos familiares directos del descerebrado-primero, más los millones de euros que el sistema sanitario tiene que gastarse por ello ¿No es esto comparable a un homicidio imprudente? Sin embargo, no hay penas de cárcel y las multas se suelen quedar en agua de borraja.
  • Vacunas: se sabe que para que las vacunas del COVID-19 sean eficientes para erradicar una enfermedad sin necesidad de aplicar medidas restrictivas hace falta vacunar a más de un 70% de la población. Pero para alcanzar esa cifra, aparte de tener disponibles las vacunas, hace falta una acción de solidaridad colectiva en acceder a ponérselas, por su bien y por el de los demás. ¿Y si la mayor parte de la población se negara a vacunarse en nombre de sus inalienables derechos individuales a actuar según su conciencia? De hecho, se ven muchos medios de comunicación con intereses partidistas interesados en crear miedo a la población, e incitarlos a rechazar las vacunas. ¿Debe un Estado obligar a los ciudadanos a aceptar la vacunación en aras del bien común? En mi opinión, sí, del mismo modo que el Estado en caso de guerra puede obligar a la población a mantenerse refugiada en bunkers o a los hombres jóvenes a alistarse en el ejército y no desertar, y esto no tiene nada que ver con el comunismo: son medidas excepcionales que se aplican en casos excepcionales. Poco me parece aún lo del pasaporte de vacunación, pero es una medida que va en la dirección correcta, en el caso de que surjan muchos reticentes a vacunarse.
  • Economía: aparte de la posibilidad de dejar que el virus se expanda sin límite, colapsando la sanidad y por ende la economía, hay otras dos posibilidades: hacer las cosas bien y sacrificarnos todos por unos meses para terminar erradicando casi totalmente el virus y luego controlar las fronteras y ponerse a trabajar duro para volver a poner la locomotora económica en marcha volviendo a ser líderes mundiales, como es el caso de China; o hacer las cosas mal, como se hacen en el país de pandereta: paramos la economía por un tiempo, y antes de que esté controlado el virus ya las ganas de fiesta y el “¡basta ya!” hacen que vuelvan a subir los casos, luego volvemos a frenar, luego volvemos a acelerar,… y así estamos años cargándonos la economía, el bienestar de la población, la salud,… El desgobierno de nuestra nación todo lo soluciona poniendo la mano tal cual pedigüeño para recibir ayudas europeas, y aumentar así sin límite la deuda. Sin duda una buena forma de empeñar el futuro de las generaciones venideras que, de seguir así las cosas, terminarán trabajando esclavizados en puestos malpagados para que los chinos, y ciudadanos de otras naciones con políticas más inteligentes que se convertirán en los nuevos amos económicos, vivan a cuerpo de rey.

El caso de China es emblemático, y pienso que pasará a la historia como una lección a las naciones democráticas occidentales sobre cómo actuar en casos de crisis: con autoridad y colaboración ciudadana. No hay política buena o mala desde un punto de vista moral; lo único que cuenta en la gestión de una nación es la eficiencia en saber aprovechar unos recursos y distribuirlos adecuadamente, y saber resolver los problemas. China es un caso ejemplarizante de que, en caso de situaciones excepcionales, la autoridad funciona mejor que las monsergas democráticas sobre la libertad individual. ¿No es mejor sacudirle las narices a quien lleve la mascarilla por debajo de las mismas (y el que no respire bien con la mascarilla que se quede en casa)? ¿No es mejor imponer duras penas a quien se salte las reglas, como se ha hecho en países a cuyos dirigentes no les tiembla el pulso por poner en orden su casa, en vez de estar todos en esta cansina situación de más de un año (aunque se empieza a vislumbrar el fin del túnel por enésima vez, a ver si ésta es la buena), en un “ni vivo ni dejo de vivir”, lamentándonos cada día de varias decenas o centenares de muertos, o de las limitaciones en nuestras vidas que podrían haber sido evitadas de haber puesto orden a tiempo?

No me extiendo más sobre el asunto de imponer el orden, no vaya a ser que me acusen de apología de la violencia. No, no se trata aquí de apelar a la violencia por la violencia, como un acto de protesta callejero, se trata de reconocer que unas buenas hostias a tiempo evitan males mayores posteriores, que diría un buen padre de los de antes. Hace falta otro Franco —diría algún otro. No simpatizo yo con el franquismo, entre otras cosas porque abogaba por una supresión de la libertad de expresión, que yo no comparto, ni tampoco simpatizo con los credos del nacionalcatolicismo. En cualquier caso, hace falta más mano de hierro, en vez de estos gobiernos débiles, afeminados, temerosos de poner a la plebe donde le corresponde, incapaces de aplicar la disciplina necesaria para evitar la desintegración de una nación o la ruina de varias generaciones.

Foto: Nick Bolton.


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Martín López Corredoira
Martín López Corredoira (Lugo, 1970). Soy Dr. en Cc. Físicas (1997, Univ. La Laguna) y Dr. en Filosofía (2003, Univ. Sevilla) y actualmente investigador titular en el Instituto de Astrofísica de Canarias. En filosofía me intereso más bien por los pensadores clásicos, faros de la humanidad en una época oscura. Como científico profesional, me obstino en analizar las cuestiones con rigor metodológico y observar con objetividad. En mis reflexiones sociológicas, me considero un librepensador, sin adscripción alguna a ideología política de ningún color, intentando buscar la verdad sin restricciones, aunque ofenda.