Alfonso Guerra González publicó un libro en el año 2019, y lo va a reeditar, cabe pensar que corregido y aumentado. Se titula La España en la que yo creo, y cuenta con un nuevo prólogo. El diario El Mundo lo ha recogido y publicado en forma de tribuna. Es un texto especiado, con una dosis calculada de mala leche y datos noticiosos como para despertar el interés. Bravo por quien lleve la comunicación del libro.

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Porque sí, parte del prólogo, o de la tribuna, tiene interés. Alfonso Guerra, Catilina vestido de Cicerón, de tiempo en vez emerge del piadoso olvido de los españoles para explicarnos bien esto de la democracia. Ya publicó un libro en 2009 titulado La calidad de las democracias, con aparente preocupación por la misma.

Me acuerdo de las décadas sin término durante las cuales el PSOE de Alfonso Guerra y el de los que le siguieron ha explicado a los españoles que las formaciones de centro derecha no tienen derecho a llegar democráticamente al poder

La España en la que yo creo habla también del “socialismo en el que yo creo”, que menciona en la tribuna, y del que luego hablaremos. Porque el texto comienza en el alfoz de la actualidad. Cuenta, por ejemplo, que en 2016 “Pedro Sánchez era firme partidario de la abstención” frente a Mariano Rajoy. Como Sánchez sabe que sus votantes no aceptarían una abstención, le pide a Alfonso Guerra que comparta con él una lista de políticas sociales para ofrecerle a Mariano Rajoy la abstención a cambio de que prometa cumplir con ellas. “Sólo 24 horas más tarde, anunció que ‘no es no’, un giro de posición al que después acostumbraría a los españoles: decir una cosa y la contraria sin que medie explicación alguna”. ¿Por qué no contó esta historia en la edición de 2019? ¿Qué otros datos interesantes conoce y no cuenta ahora por puro interés?

El resto del artículo es un largo lamento por los pactos de Sánchez con otras fuerzas, y del resultado de esa alianza. Es interesante que reconozca que en las primeras elecciones de 2019 PSOE y Ciudadanos “sumaban mayoría absoluta, por lo que Podemos no podría sabotearla, como había hecho en la moción precedente. Pero las intenciones de Sánchez eran otras. Ya en la noche electoral, cuando se celebraban los resultados junto a la sede del partido, se oyeron algunos gritos de ‘con Rivera, no’”. (Por cierto, que en esta España en la que las editoriales no editan y los periódicos tampoco, la puntuación de los extractos de Alfonso Guerra ha sido facilitada por yours, truly).

En el resto de la tribuna, el ex vicepresidente con Felipe González nos da una serie de lecciones ciceronianas. La primera es que “en política, cuando te cuelgas de la voluntad de otros, terminas haciendo cosas que jamás habrías aceptado; cosas que moralmente te repugnaban, pero que bajo el yugo de la dependencia política vas, poco a poco, aceptando como un mal necesario. Por lo que cada día te parece menos grave. Un proceso denigrante del que no es fácil tomar conciencia”. Primera lección.

La segunda es que no se debe “privilegiar” a quienes confiesan que pretenden “destruir la democracia”. Fuera ambigüedades: se refiere a “una estrategia diseñada por Oriol Junqueras, Pablo Iglesias Turrión y Arnaldo Otegui”.

Tres: no podemos aceptar “la mezcolanza del socialismo con el terror, la secesión y el populismo radical”. Cuatro: la función de los partidos políticos es “la formación y manifestación de la voluntad popular, y ser instrumento fundamental para la participación política”.

Y cinco: se convierte en un anatema “cavar una fosa para las instituciones básicas, principales, del Estado de Derecho: la constitución, la Jefatura del Estado y el Tribunal Constitucional”.

Alfonso Guerra no está convencido del todo de haber transmitido al lector lo que quiere decir con su quinta lección, de modo que cita a Javier Tajadura, que habría dicho: “Al fin y al cabo, fue Manuel García Pelayo quien nos advirtió de que ningún sistema político puede sobrevivir sin la existencia de instituciones dotadas de lo que los romanos llamaban auctoritas. Y el Tribunal Constitucional es -junto al Jefe del Estado- la institución fundamental en que debe residenciarse aquélla”. Ah, amigo, así sí se entiende.

Porque, advierte Guerra, quien no siga estas cuatro lecciones “es imposible de entender para los que han hecho del socialismo la causa de su vida durante el último medio siglo”. Y el hecho de que haya miembros del PSOE que no las asuman como los votos de un monje “hace pensar en una mutación del socialismo de hondo calado” y “apunta a que el socialismo ha dejado de responder a sus pautas históricas”.

En definitiva, y como dice el ex diputado en un celebrado párrafo, “el cambio más profundo se ha producido en el PSOE, que ha renunciado al socialismo liberal en que se había apoyado durante toda su historia, para apoyarse sobre una mezcla de radicalismo y oportunismo populista”.

Si no conociéramos cuál es la historia del PSOE, estaríamos deseando conocerla. ¿Cómo será ese pasado del PSOE social-liberal que seguía a rajatabla las lecciones de límpido servicio a la democracia de las que habla Guerra? Pero conocemos la historia del PSOE, y no nos creemos sus palabras. Él tampoco.

Vamos con la primera lección. Si la tomamos por pasiva, cuando una fuerza política no depende de otra, no se puede escudar en que otros partidos políticos le arrastren por una pendiente de males menores hasta llegar a lo que el PSOE siempre ha llamado “cien años de honradez”.

Y esa es la situación que vivió Alfonso Guerra como vicepresidente. Su partido llegó al poder con 202 diputados de 350. Y mantuvo la mayoría absoluta hasta 1993. En ese tiempo, el PSOE creó una organización terrorista (GAL), expropió ilegalmente un grupo empresarial, violentó la voluntad del presidente del Tribunal Constitucional contra su mejor criterio, y se convirtió en el maestro de todos, y alumno de ninguno, en materia de corrupción.

Por cierto, que aquel presidente del Tribunal Constitucional a quien obligaron a votar contra su conciencia fue Manuel García Pelayo. Se torció ante el poder, se traicionó y traicionó a los españoles, y se fue de inmediato a Caracas a morir. ¿Quién estaba en el poder? Alfonso Guerra; el defensor de la democracia que nos dijo que con él en el Gobierno Montesquieu había muerto.

Así que bajo su gobierno el socialismo se había “mezclado” con el terror. De modo que la tercera lección se la podía haber envainado. Y a la vista de lo que ha hecho el PSOE con la justicia y las instituciones, la quinta también.

Las lecciones dos y cuatro son que no se debe tratar con quienes quieren “destruir” la democracia, y que la función de los partidos es “ser instrumento fundamental para la participación política”. Pero yo me acuerdo de las décadas sin término durante las cuales su PSOE y el de los que le siguieron ha explicado a los españoles que las formaciones de centro derecha no tienen derecho a llegar democráticamente al poder. No sé los demás, pero yo me acuerdo. Y me acuerdo de los sesudos editoriales del diario El País explicando resignadamente que “esta derecha” es, en realidad, antidemocrática. La derecha más extrema de Europa, decían. Y recuerdo los intentos de acallar a las pocas voces discrepantes. Yo me acuerdo. Y él también, porque Guerra estaba empleando su apellido contra la democracia.

De modo que nadie llorará la muerte del socialismo liberal, porque nunca ha existido. Alfonso Guerra puede lamentar que los votantes y dirigentes socialistas sean todo lo que él denuncia ahora. Pero no puede escapar de la responsabilidad que tienen él y su PSOE al respecto.

Foto: Canal Sur Media.


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José Carlos Rodríguez
Estudié periodismo en vez de haberme dedicado a leer a los clásicos. Mientras intento enmendarme, me dedico al oficio de contar historias que sean interesantes y respondan a la verdad. De las ideas sobre cómo debemos convivir, la libertad no me parece la peor de todas ellas.