La convivencia entre seres humanos se ha sujetado siempre a normas, algo inevitable a la luz de la naturaleza hipersocial de nuestra especie. Los individuos estamos llamados a convivir si queremos sobrevivir, y esa vida en común exige normas sencillas o complejas, en relación con la propia complejidad de la comunidad que convive.

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El origen de estas normas de convivencia es evidente que no puede estar en los modernos parlamentos, como pudiera ser nuestro Congreso de los Diputados o los distintos parlamentos autonómicos. Digo que es evidente porque las reglas de convivencia se han necesitado siempre, desde mucho antes que tales instituciones existieran. Hayek y Bruno Leoni explican de forma persuasiva y contundente como dichas normas se crean de forma espontánea con las interacciones sociales, y aparecen según se requieren para ir resolviendo situaciones con frecuencia de aparición creciente. No aparecen normas para situaciones excepcionales, sino para aquellas que son comunes y en las que el coste de redescubrir cada vez la solución sería prohibitivo para la sociedad.

Algún día cambiarán por decreto las tablas de multiplicar para hacerlas sostenibles, igualitarias y ecológicas, y nos quedaremos tan panchos

Estas normas de convivencia funcionan aunque no se expliciten formalmente. De hecho, cuenta Bruno Leoni, la misión de los jueces romanos no era aplicar la norma, sino descubrir la norma que era de aplicación en una situación. Para ello, se valían de jurisconsultos, cuya misión consistía en investigar y documentar situaciones similares a la planteada para ver cómo las resolvía típicamente la comunidad.

Evidentemente, la complejidad de la tarea del jurisconsulto (o sus similares en otros momentos y lugares) se reduciría enormemente si alguien se encargara de llevar un registro de estas normas o costumbres. En esto consistía la codificación de las normas, esfuerzos ingentes abordados de vez en cuando por soberanos u otras instituciones, para dar lugar a los códigos.

Es importante destacar que estos códigos no los escribía ningún soberano de acuerdo a su voluntad; por el contrario, se limitaban a recopilar los usos y costumbres con que se regía la comunidad. Lo que sí se dejaba al soberano eran las labores de justicia y ejecución que dimanaban de dichos códigos. Así por ejemplo, los reyes castellanos que querían serlo en el País Vasco, tenían que jurar los fueros de estos territorios, bajo el mítico árbol de Guernica. Los reyes juraban hacer cumplir dichos fueros, pero no se planteaban alterarlos. Eran las normas que se habían dado esas comunidades, y lo único que les tocaba hacer era asegurar su cumplimiento, no cambiarlas.

El monarca que hubiera tratado de cambiar dichas normas hubiera recibido, sin duda, el calificativo de tirano. Dejo para la opinión de cada uno si existe alguna forma de tiranía más extrema que cambiar unilateralmente las normas de convivencia que una comunidad se ha dado a sí misma.

Y, sin embargo, eso es lo que diariamente hacen todas las cámaras legislativas de los países democráticos. Cada vez que un Parlamento, una House o una Assamblée emite una ley, altera unilateralmente y desde fuera las normas de convivencia que una comunidad se ha dado o se está dando. Puede ser que lo hagan con la mejor intención, o puede ser que estén llevando a cabo algún tipo de ingeniería social, pero los efectos son los mismos: alterar la forma en que convive la gente contra la voluntad espontánea que se expresa con cada acción. Es por eso que en el título distingo normas, las que aparecen espontáneamente como resultado de la convivencia de los individuos, y leyes, las normas que son emitidas por un agente externo, y cuya validez no viene de su utilidad probada para resolver problemas de convivencia, si no de la voluntad de ciertos individuos legitimados de una u otra forma para emitirlas.

La legitimación en los países democráticos procede de los votos recogidos en la “fiesta de la democracia”, las elecciones. Se supone que los legisladores son representantes de sus electores y de alguna forma son capaces de expresar su voluntad. Pero no por ello su acción es menos tiránica, en el sentido de alterar unilateralmente las formas de convivencia que la comunidad se ha dado.

En la actualidad, la labor de los Parlamentos parece incuestionable pese a los evidentes ribetes tiránicos que describo más arriba. Sin embargo, el lector se preguntará, cuando aparecieron estas instituciones, ¿nadie era consciente de que en el fondo se estaba sustituyendo una tiranía, la del rey o monarca no electo, por otra, la de los representantes del pueblo elegidos periódicamente?1

Lo cierto es que, en origen, la función  de los Parlamentos, si no me equivoco, no era emitir normas que regularan las relaciones sociales. No: el objetivo de estas instituciones era exclusivamente el de regular al Gobierno, al que había otorgado el monopolio de la violencia para una mejor convivencia.

En otras palabras, los Parlamentos únicamente podían emitir normas de lo que llamamos en la actualidad derecho administrativo. O sea, en vez de dejarse a una persona legitimada por criterios míticos (como su sangre) la gestión del monopolio de  la violencia, lo que se decidió es que tal monopolio sería gestionado por todos los ciudadanos mediante mecanismos democráticos. Los revolucionarios franceses no hacen la Revolución para cambiar el código civil o el mercantil, lo que querían era evitar que el monarca se valiera de su monopolio de la violencia para imponerles cargas e impuestos, y la solución que encuentran es su sustitución por un órgano de decisión elegido por la sociedad.

El problema es que es muy fácil saltar de emitir normas administrativas a Leyes que regulen la convivencia social, y así convertir una democracia en una tiranía. Y en eso estamos, y nos parece tan normal. Algún día cambiarán por decreto las tablas de multiplicar para hacerlas sostenibles, igualitarias y ecológicas, y nos quedaremos tan panchos.

(1) No se olvide además que la tiranía del rey no electo tiene una visión de largo plazo, al contrario que la de los representantes de elección periódica, con importantes consecuencias para la eficiencia de las decisiones en cada caso, como demuestra Hans-Hermann Hoppe.

*** Fernando Herrera, Doctor Ingeniero de Telecomunicación, licenciado en Ciencias Económicas y Diplomado en Derecho de la Competencia.

Foto: Steve Harvey.

Publicado originalmente en la web del Instituto Juan de Mariana.

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