El mundo se ha puesto a pensar. Se ha hecho ¡al fin! filosófico. Ha abandonado su admirable arquitectura de ser actor de todas las obras humanas para consagrarse a la actividad introspectiva. Por eso se ha detenido de repente; sin mácula. Se ha arrogado la labor que en su anonimato el hombre ha despreciado. No ha vacilado. Se ha visto superada por esa sana prudencia con la que la inteligencia suele honrar a la supervivencia. No ha podido aplazar el envite. Quedó atrás el intento de dar un golpe rotundo sobre la mesa y ha sido finalmente la mesa la que nos ha propinado un garrotazo. El mundo se ha parado pero no se ha paralizado. Y lo ha hecho para reflexionar.
La reflexión solo triunfa en la detención; en el encuentro de la cosa consigo misma. Quizás ocurra esto porque la reflexión es la acción por excelencia y entonces toda faena se ve suspendida de cualquier apoyo desde donde expresarse; y cede. Así lo vemos en el filósofo por antonomasia cuyo magistral vuelo nunca abandona los pies de su ciudad natal. Sus pensamientos se entretejen siguiendo el orden de los días siempre iguales, inmóviles, impasibles. Un trozo de tierra le basta para elevar lo humano a las más altas cotas. Nunca se sirvió el pensamiento de extensas praderas como tampoco lo hizo el fenomenal filósofo. Lo suyo es un mantenerse arraigada a un caudal de rica quietud. Y para ello nos ha confinado en nuestros hogares.
El silencio ha dejado de ser ruido para convertirse en grito. Ya no estremece como cuando hacíamos del trasiego existencial un cúmulo de escusas. Ahora se muestra iluminador
Necesita verse inspirada por el silencio que ahora ocupa el lugar de las ruidosas avenidas de entonces. Reconocerse en el vacío de su monumental estructura. Recomponer los trozos torcidos de su humanidad dilapidada. Un extraño aturdimiento provocado por el trasiego atomizado de los viandantes llegó hasta los extremos de constreñirla a la suma aritmética de todos nosotros. Recuerdan a la muchedumbre ilustrada vociferar ¡La sociedad no existe! como si en ella no hubiera algo superior que conecte a cada uno de nosotros con todos los demás; algo así como una especie de magma subterráneo desde donde palpita la gracia ornamental de lo cotidiano. Como si el derecho se disolviera en un simple arreglo entre dos o los intereses individuales no fueran a su vez hijos de los usos con los que cada pueblo forja sus deseos. No soportó por más tiempo esa negrura decadente con la que enfilábamos nuestro trajinar poco acostumbrado a cultivar el insigne entusiasmo de antaño. Aturdidos tras un trasiego de alternativas superficiales la máquina humana alimentaba la amargura donde; por un lado iba recogida la evidencia de una vida ajena a un propósito estable; mientras que por otro no parecía entreverse un modo de vida alternativo que aplacase el descontento generalizado.
Las ciudades se han llenado de un mutismo muy productivo. Silencio y confinamiento son los dos instantes con el que el mundo abraza la nueva normalidad.
Silencio para aplacar el desgastado y mudo diálogo de los últimos ídolos, dioses de cartón que agotaron la creatividad humana y la resignaron al consumo de sus propias fuerzas. Recuerde adorable lector la larga retahíla de destinos de menguada espiritualidad donde se hacía descansar el alma desgarrada por la ineludible marcha del mercado. Vivía, pues, el hombre referido a la vida paradisíaca con la que creía verse aupado por medio de un compendio de ejercicios contemplativos. Paraíso quiere decir jardín, es decir, vida vegetal. Un mundo incapaz de reaccionar a su propio mundo. No hay en las plantas conquista que no se amolde al de un nutrimiento pasivo del más inmediato entorno. En ella no hay un pedir permiso sino un dar las gracias. Sus esfuerzos se agotan en el ejercicio de las leyes típicas de sus órganos. Empeñarse es lo mismo que recibir. ¿No se parece el mundo vegetal al del hombre pre-pandemia paralizado por la acción contemplativa? Sus paseos por las multinacionales de la meditación no hacían más que ocultar la actitud paralizante de querer convertirse en una planta. Su cuerpo vacío de contenido se asemejaba al vértice del Edén donde no se espera más que un telúrico disfrute. No tiene que esforzarse por alcanzar sus placeres ni transitar por el encargo de trabajar y construir. Espectador cruzado de piernas suspende sus fuerzas a la de verse favorecido por el recreativo paraje del paraíso.
Quizás sea por esto la deformación alimenticia que en sus extremos ha dado forma al veganismo. Comer alimentado de plantas reconfigura la exigencia fisiológica y reafirma una perezosa identidad preocupada por un consumo periférico de nutrientes. Frente al consumidor omnívoro excluye las fuentes caloríficas de su dieta porque todo le sobra para el que no tiene otro proyecto que consumirse en vida. Un exquisito suicidio filosófico es el del vegetariano. Se contrae a una alimentación disminuida porque en sus días no hay proyectos que exijan el arrebato que proporciona un pedazo de carne. Su mundo interior es flácido por eso su cuerpo se ve en la obligación de sostenerse desde un arrebato de ideologías. No hay hambre para el que nada aspira.
El silencio del mundo se ha hecho acompañar del arrinconamiento de las almas. Los rincones son esas perfectas terminaciones en las que los muros se reconcilian. El ángulo donde la habitación alcanza su perspectiva. Quizás sea eso, perspectiva, lo que el hombre ha ido a recuperar al confinarse. Cansado de tropezar con destinos que no eran los suyos ha decidido poner entre paréntesis el infecundo trasiego de ir y venir y se ha detenido. Ha querido comprender que el verdadero acto revolucionario se encuentra en la quietud; en sacudirnos de esa frenética actitud paralizadora de viajes y marchas. No se precipite en sus conclusiones, estimado lector. La quietud no se resuelve en una actitud paralizadora. En ella se consagra un movimiento silencioso que activa el vínculo sentimental del espíritu. Ordena el sentido de nuestros actos favoreciendo una fresca mirada periférica sobre aquello que nos aborrecía.
El silencio ha dejado de ser ruido para convertirse en grito. Ya no estremece como cuando hacíamos del trasiego existencial un cúmulo de escusas. Ahora se muestra iluminador. El silencio fecunda con su ímpetu activo los espacios llamados a la desidia. Tras una primera manifestación de espanto con la que la sociedad ha exteriorizado la falta de un proyecto vital, el confinamiento se resuelve en ejercicio supremo de reconstrucción. Actuar significa pensar. Siempre hubo una distancia incorregible entre los movimientos encaminados en reconducir el sentido de la historia con el nervio que los hace florecer. Las revoluciones sociales, por ejemplo, no han conseguido más que alimentar aquellas causas que anticiparon su surgimiento. Dos ejemplos. La secta de los esenios que alcanzó su máximo esplendor con el movimiento humanitarista de Jesús de Nazaret coincidió a su vez con la fértil época augusta de la pax romana. La Liga comunista, por otra, halló sus motivos allí donde la revolución industrial había emancipado al hombre del hambre y completaba los inicios de una aceleración exponencial de bienestar. La revolución no es un despertar sino un alertar acerca del resquebrajamiento de las funciones sociales existentes. Le pone voz al cambio pero no lo crea y tampoco lo adelanta. Aterrados al ver que nuestras acciones vienen a confirmar mucho más que a dirigir nos desesperamos y entonces, como aquella marioneta que intuye que sus pasos son los pasos de otro nos aferramos al rincón.
Antonini de Jiménez, Doctor en Ciencias Económicas.
Foto: George Coletrain