Siempre quise ser profesor. Desde niño, en el colegio, en lugar de repasar los apuntes, me gustaba dar clase a mis compañeros. Esa tendencia se agudizó en secundaria y aún más en la Universidad, donde tuve colegas que aprobaron algunas materias sin poner nunca un pie en clase y sólo a partir de las explicaciones que yo les daba.

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De modo que cuando me gradué, tuve clarísimo que quería enseñar. Es más, ya antes de ser licenciado, logré ser asistente para la supervisión de prácticas arqueológicas con el profesor Pierre-Jean Trombetta, ya fallecido, en París (yo me licencié en la Sorbona). Los chicos llegaban a las excavaciones y yo les explicaba la metodología arqueológica que conocía o creía conocer. Han pasado de esto veinticuatro años.

Desde entonces hasta hoy, he tenido ocasión de dar clase en el École du Louvre de París, en varias universidades privadas de Guatemala, en la Europea de Madrid e, incluso, fui profesor invitado en la New School of Design and Architecture de San Diego, California.

Esto me permite atreverme a hablar sobre docencia, pero, además, aunque sea someramente, comparar modelos educativos de Europa y América, impartidos en idiomas distintos y en diferentes disciplinas (de la arqueología a la arquitectura). Es cierto que no estoy citando (salvo mi efímera auxiliatura en París I) universidades consideradas de primer rango, pero me voy a tomar la libertad de hacer algunas reflexiones sobre la educación universitaria a partir de estas experiencias acumuladas, como decía, a lo largo de un cuarto de siglo. Y, especialmente, sobre lo que se espera de la educación universitaria.

Para convertirse en un profesional solvente no basta sólo el título. Resulta mucho más importante tener la experiencia

Mi primera reflexión tiene que ver con la creencia, muy extendida, de que la emisión de un título confiere a su poseedor la capacidad para desarrollar la profesión asociada a ese título. Pero es que para convertirse en un profesional solvente no basta sólo el título. Resulta mucho más importante tener la experiencia, que puede haber comenzado a acumularse durante los años de universidad, pero que va a ser clave una vez graduado. Y, además y sobre todo, es clave la vocación.

He conocido a muchos universitarios que estudiaron una carrera por estar de moda, por presión familiar, por seguir educándose o por que la carrera que realmente querían no se impartía en su ciudad y se quedaron con alguna parecida. En muchos casos, pudieron tener un expediente académico sobresaliente, pero concluyeron los estudios sin realmente tener pasión por su disciplina. No llegarán a ser buenos profesionales.

El mundo de la docencia está lleno de perfiles así. Colegas que terminaron por ser profesores porque fue la única salida que encontraron tras acabar con la universidad y no por la pasión por enseñar. El resultado es evidente: sus clases dejarán mucho que desear.

Pero más allá de la necesidad de la vocación, pensemos en la necesidad de la experiencia y detengámonos para ello en la singularidad de los títulos universitarios contemporáneos. No sólo los de 2018, sino también los de 1800, cuando se consolidaron las universidades modernas siguiendo el modelo de Humboldt en la de Berlín.

Palladio se formó como cantero, con cierta edad y muchas piedras esculpidas a su espalda, se atreve a leer sobre arquitectura, empieza a trazar, a diseñar obras y las construye

Para entenderlo, tomemos el caso de un arquitecto del siglo XVI, el italiano Palladio, que vivió antes de ese modelo universitario moderno. Palladio se formó como cantero, con cierta edad y muchas piedras esculpidas a su espalda, se atreve a leer sobre arquitectura, empieza a trazar, a diseñar obras y las construye. Al final, se le considera todo un arquitecto y hasta hace un tratado sobre el tema. El reconocimiento como arquitecto le llegó después de muchos años de trabajo y con obras hechas que probaban su valía. El honor de ser aceptado como arquitecto fue el resultado de una vocación y una experiencia. El caso de Palladio no dista mucho del de la gran mayoría de los arquitectos antes del siglo XIX, llámese Raymond du Temple, Juan Guas, Jacopo Vignola, Louis Le Vau o Alberto de Churriguera.

En la actualidad, a los muchachos que estudian arquitectura, tras unos años en la escuela correspondiente, les damos el título de arquitecto y, después, quizás, sean capaces de aprovecharlo, de demostrar su valía. O quizás, jamás construyan, rehabiliten, diseñen o planteen un espacio. Quizás jamás ejerzan de arquitectos, pero como tendrán un título oficial que los reconoce como tal, serán arquitectos.

Podemos cambiar de profesión y donde hemos dicho arquitecto, poner abogado, filólogo, economista o médico. En ninguno de los casos, el título hará al profesional. La obtención del título podrá ser una etapa importante para el futuro especialista, pero su emisión garantiza que ese profesional existirá. Sin embargo, como decía antes, hay una parte importante de la sociedad que considera que con el diploma universitario, el profesional ya está creado.

Hasta el surgimiento de las universidades modernas del siglo XIX, los seres humanos fueron capaces de construir, de innovar, de progresar, durante siglos, sin poseer ningún título universitario

Mi segunda reflexión también gira en torno a otra creencia errónea: pensar que el título garantiza una posición en el mercado laboral. No es cierto. Una vez adquirido el título hay que seguir en la competición para alcanzar el puesto deseado. El título ayuda en esa competición, un título emitido por determinadas universidades ayuda más, si al título de grado se le añaden otros títulos de posgrado, también puede ser una ventaja, pero todos esos diplomas de nada sirven si no demuestras tu capacidad para competir en el mercado laboral, probando que eres un buen profesional, un buen docente o un buen investigador, es decir, alguien con vocación y con ganas de desarrollar su profesión, de acumular experiencias.

Esto nos lleva a una tercera creencia, también desafortunada. Pensar que el desarrollo, la investigación, la innovación depende de los títulos universitarios, cuanto tenemos un montón de ejemplos en nuestro mundo contemporáneo de grandes creadores que no se graduaron en la universidad. Rápidamente nos vienen a la cabeza nombres como los de Bill Gates o Steve Job. Pero es que hemos de pensar que hasta el surgimiento de las universidades modernas del siglo XIX, los seres humanos fueron capaces de construir, de innovar, de progresar, durante siglos, sin poseer ningún título universitario. Vitruvio no lo tuvo. Ni Leonardo. Ni Galileo. Ni James Watt.

En gran medida, los títulos universitarios no son la raíz del desarrollo humano, sino su consecuencia. Cuanto más desarrollada es una sociedad, más capacidad tiene para ofrecer los conocimientos existentes de una forma reglada, lo que supone una mayor oferta universitaria y una mayor variedad de títulos.

Los grados universitarios son la prueba de que antes de su existencia hubo muchos seres humanos que fueron capaces de formular y transmitir unos saberes que hoy pueden sintetizarse y ofrecerse en las universidades.

Esto me lleva a mi cuarta y última reflexión, al hilo de los escándalos por los currículos de determinados políticos españoles. El de la honestidad del título. ¿Qué ocurre cuando me gradúo de una forma torticera? ¿Qué sucede si copié en un examen, o logré que alguien lo hiciera por mí, si plagié un trabajo?

En realidad, lo que ocurre es que habré hecho una inversión económica, de tiempo o de recursos a cambio de un diploma, pero no a cambio del conocimiento asociado a ese diploma, lo que no deja de ser un mal negocio. Por supuesto, si me aferro a las tres creencias previas, el título crea al profesional, el título me garantiza un trabajo y el título me convierte en un creador de desarrollo, pensaré que la inversión, aunque con trampas, fue rentable. Pero, como veíamos, esas tres creencias son erróneas.

El progreso, la innovación, las mejoras no son necesariamente el resultado de haber hecho una tesis de licenciatura, de maestría o de doctorado

Hay otra consecuencia que estamos viendo estos días: si el poseedor del título lo obtuvo de forma incorrecta es una persona deshonesta, algo que, en el ámbito político, puede disminuir prestigio, restar votos y poner fin a una carrera de servidor público.

Ahora bien, no nos equivoquemos. Si un político dado obtuvo un título determinado no significa que ese político tenga la capacidad para ejercer la profesión derivada de ese título. Eso lo ha de demostrar.

No significa que ese político vaya a conseguir automáticamente un trabajo vinculado a su título. También tiene que demostrar que vale para ello.

Ni significa que las investigaciones asociadas a su título se vayan a desarrollar o, de haberse hecho, valgan realmente. Recordemos, el progreso, la innovación, las mejoras no son necesariamente el resultado de haber hecho una tesis de licenciatura, de maestría o de doctorado (para obtener el título correspondiente), sino de que esa tesis sea competitiva en el mercado de las ideas, produzca publicaciones punteras, haya personas que quieran tener a ese doctor como tutor para sus propias investigaciones o escuelas que solicitan la participación de dicho doctor en sus ciclos de conferencias, en sus grupos de expertos, o en sus tribunales.

Que después, por haber utilizado atajos poco honorables para obtener un título universitario, el político merezca nuestra reprobación, esa es otra historia que no tiene nada que ver con los buenos profesionales o las buenas investigaciones.

Foto: Honey Yanibel Minaya Cruz


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