«No votáis bien». Este suele ser el reproche del progresismo patrio cada vez que hoy se produce un revés electoral de ciertas proporciones. Últimamente se escucha bastante, y todo parece indicar que va a seguir escuchándose en los próximos años. Tras un verdadero tsunami de superioridad moral y desvarío woke, grandes capas de la población —desde su sector obrero a las clases medias, pasando transversalmente por muchas sensibilidades cristianas— parecen retornar poco a poco a la más razonable de las ideas: que en el mundo no solo hay cosas que cambiar, sino también otras que merecen conservarse.

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Hay mucha gente perpleja con esto que no tiene nada de sorprendente: en nuestro valioso empeño de avanzar en aras de una mejor sociedad y mejores proyectos individuales nos extraviamos de vez en cuando. Perderse es el sino de toda aventura. Cuando ocurre, la fórmula demencial es aplicar más de lo mismo —más precariedad laboral, consumismo insustancial y políticas de la identidad, por ejemplo—, es decir, ir todavía más lejos por la misma senda; y lo lúcido es pararse a pensar y recalcular ruta, como un navegador de esos que cuando nos extraviamos nos vuelve a mostrar el camino mejor hacia nuestro destino.

Decía el compositor Gustav Mahler que la tradición no era la adoración de las cenizas, sino la transmisión del fuego. Esto es lo que han de entender los progesólatras: que lo que importa es lo bueno, y que hay que encontrarlo en todas partes

Hay un camino en el que hace tiempo perdimos el oremus, la razonabilidad y hasta el norte: la ética en cuanto a los derechos. El consenso en torno a un puñado de derechos humanos universales fue un proyecto cabal y necesario que se deducía del basamento de la moral, la dignidad humana. Establecer el derecho a la vida, la vivienda y el sustento, a no ser violentado y al resto de cualidades de la vida buena, ha sido uno de los grandes logros de la humanidad. No obstante, nos hemos metido en problemas de gravedad por olvidarnos de la que es no solo la otra mitad de la moral, sino su mitad fundante y primigenia: los deberes. Como la etimología del verbo indica, obligándonos nos vinculamos a los demás y emprendemos una travesía compartida; no hay verdadera sociedad sin esto.

Patrick Deneen nos ofrece en Cambio de régimen una aguda guía para entender buena parte de nuestros indeseables desvíos y la reacción que han propiciado. Lo hace apoyándose en el ejemplo norteamericano, pero con una destreza que llevará fácilmente al lector español o sudamericano a sus respectivas sociedades. Si el fenómeno es global no es solo porque el mundo se haya globalizado, sino porque la índole humana es universal y universales son nuestros anhelos y tribulaciones. Por lo demás, Deneen apenas hace referencia a la cuestión estadounidense de demócratas versus republicanos, y se refiere a posturas filosóficas y políticas que la lectora o lector aplicará de inmediato a las opciones que tiene disponibles.

No es un secreto que Deneen es un fiero crítico del liberalismo, al que, sin dejar de reconocerle sus triunfos, tiene bastante calado en cuanto a sus posmodernos achaques. Su propuesta, a la que llama «conservadurismo del bien común», incita a que renunciemos al posmoderno señuelo que nos ofrece alas a cambio de nuestras raíces. Son en efecto las raíces las que nos atan a la vida y al sentido. Explica Simone Weil en su ensayo Echar raíces que el término «obligación» remite a «atadura», y que es obligarnos lo que nos liga al entorno, nuestros seres queridos y nuestras comunidades. Nos dice que existe una primacía; el ser humano tiene deberes respecto al prójimo que preceden a los derechos que exige, y estos, para ser eficaces, necesitan de las obligaciones. Un derecho no reconocido es poca cosa, apenas un eslogan. Por el contrario, la obligación es eficaz desde el momento en que nace; así entendemos la expresión «lo que hay que hacer», y súbitamente comprendemos que hay que hacerlo.

Resulta además que las soluciones plausibles a algunos de nuestros problemas más acuciantes pasan por un conservadurismo inteligente. El suicidio demográfico de Occidente es uno de ellos; la lucha contra el cambio climático es el más evidente. Fascina ver como un sinnúmero de empresas siguen presionando hacia un crecimiento hipervitaminado al tiempo que profesan el greenwashing, todo lo cual consideran inescapablemente moderno. Pero esa hipocresía polícroma no va a sacarnos del atolladero medioambiental, sea cual sea su grado de gravedad. La clave está en una sobriedad conservadora que ha sido la seña de identidad de la especie hasta que ciertas utopías nos nublaron la vista. Hay aspectos del mundo premoderno, explica Deneen, que sencillamente necesitamos para que la vida sea buena. Y esto es lo que nunca deberíamos olvidar: que importa lo valioso en sí, independientemente de que sea viejo o nuevo.

Deneen tiene la osadía de recordar a la izquierda que «el pueblo» —a quien esa opción política alternativamente alaba e insulta— es por naturaleza conservador, y no solo en sentido negativo: apuesta por la cultura, la familia, el trabajo honesto y el barrio a sabiendas de que para vivir bien hacen falta instituciones sólidas y un prójimo al que cuidar. En otras palabras: el ciudadano común no es sencillamente recalcitrante, tiene algunos motivos de peso para resistirse al cambio. En última instancia, la gente que «vota mal» siempre quiere las mismas cosas, algo que hacer, alguien a quien amar y un proyecto trascendente de la clase que sea, porque sin necesidad de leer a Aristóteles quien más quien menos se da cuenta de qué pasta estamos hechos y de lo frágil y peligrosa que suele ser la vida.

Hemos entendido muy mal, últimamente, de qué va esto de las tradiciones. Y es raro, porque hay que ser muy incauto para creer hoy que atizar a lo que ni conozco ni entiendo me convierte en un rebelde con causa —la melena al viento, la chupa de cuero, la Harley—. Seamos honestos; la única posibilidad razonable para el ciudadano del siglo xxi es ser conservador y progresista, porque ya estamos mayores para hacer el adolescente. Por descontado, habrá que ser ambas cosas en sentido contrario a como la posmodernidad las concibe: ni de modo polvoriento y atrincherado, en lo primero, ni de modo disparatado y deletéreo, en lo segundo.

Nos toca a todos y cada uno analizar en qué medida nos hemos arrojado a uno u otro extremo. No obstante, hoy en día, por cada tradicionalista a ultranza que queda —«fachas» los llaman quienes no reconocerían a un fascista ni a un palmo de sus narices— hay como siete u ocho adoradores del progreso. En una conferencia pronunciada en Ámsterdam hace casi dos decenios, George Steiner afirmaba que culturalmente Europa había vuelto a la Edad Media, y que, como en los monasterios de aquella Europa, debemos conservar nuestro legado cultural y ser capaces de transmitirlo por las vías de que disponemos. El mundo necesita innovadores, sí; pero también mantenedores, y son estos últimos quienes más escasean. Deneen escribe para concienciar y multiplicar los mantenedores del mundo.

El caso más llamativo es el de la antigua Grecia. Marx decía —con la arrogancia habitual de los progresólatras— que Grecia era una regresión a la infancia. Por haberle hecho caso estamos ahora como estamos, pagando lo que no tenemos a gurúes y coaches mientras Epicteto, Aristóteles y Platón se pudren en los anaqueles. La educación contemporánea está volando los puentes que daban acceso a ese tesoro, expoliando a las generaciones venideras; pero «por su bien», naturalmente. Fíjese cómo nos lo hemos montado que nuestro ciudadano medio llega hoy a la edad adulta hasta las trancas de capítulos de Pokémon, La isla de las tentaciones y Big Bang Theory y sin haber tocado una Odisea o una Ilíada ni con un palo. Por supuesto, Marx se equivocaba; Grecia no es una regresión a la infancia, sino un camino de vuelta a casa.

Debemos aspirar a un viejo saber en el sentido en que se habla de un «viejo amigo». Al final de esa senda esperan el sentido y el carácter. Ese era, a juicio de Steiner, el cometido de la tradición, «invitar a otros a entrar en el sentido». Y, más allá del sentido, ¿qué hay, sino mera supervivencia, productividad y ascenso, jubilación y muerte? Decía el compositor Gustav Mahler que la tradición no era la adoración de las cenizas, sino la transmisión del fuego. Esto es lo que han de entender los progesólatras: que lo que importa es lo bueno, y que hay que encontrarlo en todas partes, para después transmitirlo, pues esa es la tarea honorable.

Va siendo hora de sacudirnos los complejos en los que nos ha sumergido la progesolatría; va siendo hora de levantar la cabeza e hinchar el pecho. Hay que mirar atrás con mucho menos que ira, y con más que respeto: con las mejillas encendidas por el fuego. El pasado es, por supuesto, el recuento de nuestros errores, pero también de nuestros aciertos. Es, por encima de todo, la memoria de incontables mujeres y hombres que sufrieron y murieron para que nosotros pudiéramos tener todo esto que ahora tenemos. A esto nos convoca el «cambio de régimen» al que Deneen nos invita; que cada cual asuma y corrija su mensaje en función de sus propias inclinaciones, destilando en su propio matraz el fondo sabio de su planteamiento.

Para que fructifique la «Constitución mixta» por la que Deneen aboga hará falta nutrir un nuevo tipo de élite que recuerde que cada vez que nos topamos con un liderazgo que merezca la pena descubrimos que noblesse oblige es su divisa. Invito a la lectora o al lector a que este llamado no le sirva únicamente para arremeter una vez más contra «la casta», las élites inmorales y extractivas que en los últimos tiempos menudean; también ha de servir para que quiera engrosar las filas de esa élite honorable de nuevo cuño. Dicha élite ha de avecinarse al pueblo para cambiar el rumbo de nuestras sociedades abiertas. De cuántos muestren esa pasión por conservar lo bueno dependerá el futuro del mundo, pues, como advierte Milan Kundera en El telón, «hoy, la única modernidad digna de ese nombre es la modernidad antimoderna».

[Prólogo de Deneen, Patrick, Cambio de régimen, cortesía de la editorial Homo Legens]

Foto: Delia Giandeini.

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