Hace unos pocos días, la Real Academia Española de la Lengua aprobó la incorporación al diccionario de unas 4.000 nuevas palabras. Quien, por curiosidad, eche un vistazo a las nuevas adquisiciones1, se encontrará con muchas palabras que no le parecerán especialmente nuevas. Así, sanjacobocachopotinto de veranogentrificación o enoturismo aparecen entre las nuevas adquisiciones, pese a que prácticamente nadie diría que son palabras que acaban de ser creadas.

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Y esto es así porque la Real Academia Española (en adelante, RAE), no se ha inventado ninguno de esos términos. Son palabras que se llevan usando para su finalidad ya muchos años, y lo único que ha hecho la RAE es percatarse de su existencia, constatar que su uso es generalizado, e incorporarlas a su diccionario con la acepción más común. Nada es revolucionario, nada es radical y todo es coherente con el lema de la institución: “Limpia, fija y da esplendor”.

El Congreso de los Diputados emite normas, crea normas, no se limita a recopilarlas. Y apoyado en el monopolio de la violencia que tienen los Gobiernos, tiene resortes para hacerlas cumplir. Ese es el principal problema al que se enfrentan las sociedades

La RAE acepta y tiene asumido, como no puede ser de otra forma, que ella no puede imponer un vocablo o un uso del lenguaje. El lenguaje es una institución de creación espontánea, que evoluciona con el uso de sus hablantes, en este caso los millones de hispanohablantes que circulan por el mundo. Gracias a dicha naturaleza, se adapta con tremenda facilidad a las cambiantes necesidades de la sociedad, y no es constantemente útil y eficiente.

El valor añadido de la RAE no está en anticipar las necesidades de los usuarios del lenguaje y darles satisfacción de forma centralizada. Eso sería imposible, pues dichas necesidades son imposibles de conocer. No, su valor añadido está en recopilar los usos observados del lenguaje para que cualquiera de los usuarios pueda, fácilmente, conocer las reglas que le aplican en cada momento. Así, la persona que oiga por primera vez la expresión “poliamor” podrá conocer su significado sin más que acudir al diccionario de la RAE. Pero, insisto, ese significado no se lo ha dado la RAE; lo único que ha hecho es recoger la acepción que los usuarios dan a la citada palabra.

¿Alguien se puede imaginar a la RAE inventándose palabras y reglas del lenguaje? Difícil, ¿verdad? A quien tenga dudas sobre el éxito que podría tener este tipo de iniciativa, solo hay que recomendarle que investigue sobre el esperanto.

El caso es que el lenguaje no es la única institución espontánea que se dan las sociedades para funcionar. Hay otras muchas, como el dinero o como las normas de convivencia. Sí, las normas de convivencia también son una creación espontánea de la sociedad, aunque a muchos les pueda parecer extraño, máxime si tienen algún BOE entre las manos. La prueba definitiva es que convivíamos, y, por tanto, había normas de convivencia, mucho antes de que se inventaran los poderes legislativos, entre ellos nuestro Congreso de los Diputados.

En efecto, las normas son como el lenguaje. Aparecen para resolver necesidades de la sociedad, en este caso, problemas de convivencia, y evolucionan con las mismas. Si no hay intervenciones externas, las normas se adaptan con la misma facilidad que lo hace el lenguaje a las nuevas demandas de la sociedad, sin necesidad de cambios revolucionarios o radicales.

Cuando hay conflicto sobre interpretación o aplicación de las normas, las partes pueden acudir a un tercero o “juez” (alguien a quien las partes reconozcan prestigio o sabiduría) para resolver el conflicto sin acudir a la violencia. En estos casos, el juez no se inventará la solución, si no que tratará de analizar cómo se están resolviendo problemas similares y aplicará la solución así encontrada en la medida en que sea posible. Lógicamente, de la misma forma que un diccionario facilita enormemente la labor de quién se tropieza con un nuevo vocablo, si alguien se toma la molestia de llevar un registro de los conflictos resueltos y sus soluciones, se simplificará considerablemente la tarea del juez. Y no solo la del juez, quizá las propias partes, a la vista del citado registro, sean capaces de anticipar cómo va a resolver el juez, y se pongan de acuerdo en esa línea sin necesidad de acudir a él.

Como se observa, una codificación de las normas de convivencia es tanto o más útil para la sociedad que un diccionario. ¿Existen estas codificaciones? Por supuesto, ahí tenemos el código civil o el código mercantil. Lo que no existe es una RAE que “limpie, fije y de esplendor” a estos códigos. No, en su lugar tenemos a ese poder legislativo elegido democráticamente, típicamente en forma de cámaras.

Sin embargo, estos poderes legislativos se han arrogado competencias que van mucho más allá de las que ha asumido humildemente la RAE para el lenguaje. En efecto, el Congreso de los Diputados emite normas, crea normas, no se limita a recopilarlas. Y apoyado en el monopolio de la violencia que tienen los Gobiernos, tiene resortes para hacerlas cumplir. Ese es el principal problema al que se enfrentan las sociedades.

Imaginemos que la RAE tuviera una policía para imponernos el uso de sus ocurrencias. ¿Cuánto tardaría el lenguaje en dejar de ser útil para la sociedad? ¿Y cuánto en empezar a actuar como elemento destructor de la misma? Imaginemos que a los académicos no les gustara la palabra cachopo y nos forzaran a usar chirimbiqui para el mismo filetón. O que tuviéramos que esperar a que ellos decidieran cómo llamarle antes de poder utilizar ningún nombre.

Suena absurdo. Pero es lo que aceptamos que día tras día hagan nuestro Congreso de los Diputados y sus réplicas autonómicas y locales. Además, que lo hagan sobre un instrumento aún más decisivo que el lenguaje para el funcionamiento de la sociedad.

Una última sugerencia, de la que no se habrán dado cuenta aún los representantes del pueblo. Dado que carecen de un lema sugerente, como sí tiene la RAE, ¿qué les parece este? “Inventa, impón y fastidia la nación”.

*** Fernando Herrera, Doctor Ingeniero de Telecomunicación y licenciado en Ciencias Económicas.

Foto: Dilema.

Originalmente publicado en la web del Instituto Juan de Mariana.

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