Vi Azaña, una pasión española hace tantos años que no he tenido más remedio que echar mano de Google e Internet para ubicar mis difusos recuerdos. De ese modo constato que se estrenó en el Centro Dramático Nacional en 1990. Pero yo no la vi entonces, porque recuerdo bien que fue ya en el Teatro de la Abadía. Vuelvo a indagar y confirmo que se repuso aquí, en La Abadía, en el año 2000. Fue entonces sin duda cuando la vi por vez primera. La vuelvo a ver ahora, diecinueve años más tarde, en el mismo teatro y con el mismo protagonista, José Luis Gómez.
Menciono lo anterior con el ánimo de trascender la experiencia personal. Todos sabemos cómo miente descaradamente el tango cuándo dice aquello de “que veinte años no es nada”. Veinte años –treinta, en realidad, si partimos en puridad del estreno- no es mucho, sino muchísimo tiempo, tanto que por aquella época guardábamos pesetas en el bolsillo, podíamos vivir sin mirar el móvil, no teníamos correo electrónico y hasta existían las máquinas de escribir. Que una determinada elite siga hablando de Azaña durante todo este lapso -¡y casi ochenta años después de su muerte!-, es indicativo de la talla del personaje.
Los más jóvenes no lo sabrán y los veteranos quizá no lo recuerden, pero por aquella época –comienzo de la década de los noventa- eran muchos, muy variados y muy selectos los líderes políticos, intelectuales o mediáticos que se disputaban la figura de Azaña. Recupero un titular del diario El Mundo: “Aznar reivindicará públicamente la figura de Manuel Azaña para el centro-derecha”, después de una entradilla que enmarcaba esa voluntad “con motivo del 50 aniversario de la muerte del último presidente de la República española”. Un subtítulo matizaba: “El PP quiere evitar que el PSOE y Guerra se apropien de su figura política”.
Azaña constató que el único objetivo de los nacionalistas era la independencia y que por ella estaban dispuestos a vender no solo a la República sino hasta la propia España
Era también por aquella época (algo después para ser exactos: 1994) cuando Federico Jiménez Losantos publicaba La última salida de Manuel Azaña. Por cierto, en la presentación del libro flanqueaban al autor el propio José María Aznar, por la izquierda y José Barrionuevo por la derecha (¿o era al revés?) Bueno, para que se hagan una idea de cómo estaba el patio por aquellos años solo les daré otro dato: José María Marco –del que me ocuparé seguidamente- manifestaba también su interés por Azaña con varios libros y, sobre todo, una biografía que alcanzaría una cierta repercusión y varias ediciones (1990, 1998, 2007: obsérvese que las fechas también cubren un período significativo).
Por razones profesionales –mi labor de crítico- yo había seguido la trayectoria intelectual de Marco, que había publicado en 1997 un ensayo que dio mucho que hablar en su momento, La libertad traicionada, en el que básicamente acusaba a los más reputados intelectuales españoles de la primera mitad del siglo XX –de Joaquín Costa a Ortega y Gasset, pasando, naturalmente, por Azaña- de liberticidas a fuer de un radicalismo estéril. Ya se pueden imaginar mi sorpresa (me refiero a la sorpresa de hace veinte años) cuando en el programa de mano de la representación de José Luis Gómez, uno de los iconos de la progresía patria, vi “Selección de textos: José María Marco”.
Podría completar el cuadro añadiendo que en la actualidad (en las últimas elecciones de hace dos semanas) el mismo Marco ha sido el candidato número uno al Senado por VOX, pero seguir en esta línea me desvía de mi objetivo inicial, que no es otro que plantearme en voz alta –o sea, plantearles- algunas de las perplejidades que me suscitó la contemplación del espectáculo. Vaya por delante que, desde el punto de vista artístico, este es impecable, una indiscutible obra maestra que logra el portento de que creamos tener ante nosotros a don Manuel redivivo, por sus palabras, por su tono y hasta por su fenotipo (esto sí que es el milagro supremo que consigue Gómez).
Yendo, pues, al grano, ¿qué tiene Azaña o qué han buscado en él en este período que ya va para tres décadas, políticos e intelectuales del más variado pelaje? Icono tradicional de la izquierda –aunque solo fuera por su identificación con la Segunda República-, reclamado por la derecha para dotarse de una pátina de centrismo y capaz de fascinar o al menos interesar hasta a quienes más críticos se muestran con su actuación política, ¿se puede reivindicar a Azaña hoy? ¿Hay un legado azañista que recuperar? ¿Necesita nuestra actual democracia unas dosis de azañismo?
Si el actual presidente del gobierno supiera algo de nuestra historia reciente, sería el primero que se apuntaría al sí: sí, se puede y se debe recuperar el azañismo como forma de gobierno. Aquí estarían todos los que miran al peor Azaña, el gobernante radical, sectario, prepotente y autoritario que entiende la moderación como claudicación y, por tanto, detesta cualquier forma de gobierno basado en la cesión o el pacto con sus adversarios. Con razón ha escrito desde la perspectiva opuesta Guillermo Gortázar que nuestro actual ordenamiento constitucional –para muchos, el despectivo “régimen del 78”- se basó en el antiazañismo, esto es, la integración y el consenso.
Hay mucho azañista de ese pelaje en la política actual, sobre todo en la medida en que entronca con una tradición muy enraizada en el solar hispano, esa que desprecia toda transacción como “componenda”, que ve en cualquier negociación mero “pasteleo” y que no puede reprimir las ganas de dar caña “ahora que estamos en el machito”. Pero yo quiero ir más allá: me interesa sobre todo el último Azaña, el dirigente derrotado, el hombre vencido que hace examen de conciencia (política y personal) y es implacable con él mismo y, sobre todo, con los errores cometidos.
Ese Azaña postrero –estoy seguro- está tan desengañado y abatido que, de haber tenido otra oportunidad, hubiera actuado de forma diametralmente opuesta. Su tragedia –como la de todos los humanos- es que no hay vuelta atrás. Ese Azaña, sin embargo, es el recuperable para nosotros, el que nos puede decir algo que nos sirva casi un siglo después. Es el Azaña que ha comprobado esa verdad tan vieja de que el fin no justifica los medios o que las formas en democracia son también el fondo, porque nadie tiene la verdad absoluta y menos en el ámbito público.
Pero hay más, porque los errores de Azaña no derivaron solo, ni mucho menos, de su actitud como gobernante. Fueron errores concretos, en la política militar, el orden público, la cuestión religiosa, las alianzas, las prioridades. Déjenme que me fije, para terminar, en uno de ellos. Azaña fue un ardiente defensor de la autonomía política para catalanes y vascos. En 1932, en el acalorado debate del Estatuto de Autonomía catalán, don Manuel fue el adalid de la vía autonómica como solución definitiva de la organización del Estado, en clara confrontación con el escepticismo orteguiano (la famosa conllevancia).
Sostenía Ortega que un Estado “en decadencia fomenta los nacionalismos”, mientras que el Estado “en buena ventura los desnutre y los reabsorbe”, advertencia que, con soberbia o candor despreciaría Azaña. En el mismo debate, si el diputado Royo Villanova advertía de las posibles agresiones contra el español, Azaña respondía rotundo que la universidad catalana sería bilingüe y que el castellano y la cultura española saldrían reforzados en la Cataluña autónoma.
En el espectáculo de José Luis Gómez se incluyen algunos textos de don Manuel que reflejan la insondable decepción que le produjo posteriormente la actitud de los nacionalismos catalán y vasco, sobre todo al desatarse la guerra civil. Él decía “ingratitud con la República”, pero era algo más. Constató que el único objetivo de aquellos era la independencia y que por ella estaban dispuestos a vender no solo a la República sino hasta la propia España. En fin, ya ven, de esto también se puede aprender.
Foto: Agence de presse Meurisse