No lo sabíamos entonces, quizás porque no habíamos visto las cuentas de los grandes almacenes, y no valorábamos el coste que suponía para ellos las toneladas de bolsas de plástico que nos daban con las compras, pero estábamos ensuciando el planeta y ahogando a delfines y tortugas.
Nos enteramos gracias a una gran campaña publicitaria, que era sólo el pistoletazo de salida de un coro de voces, privadas unas, públicas otras, institucionales y personales, nacionales e internacionales, que apuntaban en la misma dirección: nuestra costumbre de cargar con la compra a casa en unas cómodas bolsas de plástico ensuciaba el planeta e interfería en el ciclo de la vida natural. Hemos sido malos, y debemos pagar nuestro vicio privado con multas. O con la cárcel, como hacen ya en ese país referente moral y económico del mundo que es Tanzania.
Ahora todos, o casi todos, hemos asumido que es así. El plástico no es un gran ingenio humano, que nos sirve en infinidad de pequeños y dispersos esfuerzos que nos hacen la vida más fácil; es un pequeño pecado cotidiano que no asumimos porque sus consecuencias sólo las pagaremos en un futuro que se acerca a nosotros a un ritmo exponencial. Así que, nada, compraremos bolsas de tela, ese material de origen animal, que entra dentro de ese ciclo natural del que, animales como somos, podemos y debemos formar parte.
Pues no. Nos lo dice Xataka: “¿Utilizas una bolsa de tela frente a las de plástico? Su huella medioambiental es mil veces mayor”. Más allá de que enfrentar las dos bolsas, que es lo que literalmente dice el titular, no tiene sentido, parece que no tenemos escapatoria: Plástico, mal; tela, peor.
El mensaje implícito es que si tomamos malas decisiones sobre lo que nos concierne, ¿cómo no vamos a dejar que los políticos metan mano en nuestras decisiones sobre la salud, la educación, la comida, el sexo?
Espero que la alternativa al papel higiénico, que también hacemos mal en utilizar, no sea de tela. De todos modos, si llegase el caso, podríamos leer otro artículo diciendo lo que ya sabemos. Ni con tela hacemos bien ese íntimo acto de higiene.
Siguiendo con la higiene, nos duchamos por encima de nuestras posibilidades; un mal, por cierto, muy español y que debería formar parte de la leyenda negra. Hay dirigentes políticos que parecen mantener una relación ecológica con la ducha, y que debe de ser parte de su compromiso con el planeta.
Pero no es ya la huella ecológica. Es todo. Todo lo hacemos mal. Sentarnos, por ejemplo. Dormir. Tampoco dormimos bien. Nuestros hijos comen en un horario inadecuado. Nosotros comemos mal. Tomamos demasiado azúcar. Demasiada sal. Demasiada grasa. No sabemos ni curar nuestras heridas.
Y no todo es la salud. Esos “zasca” que nos parecen maravillosos, ese mínimo recurso dialéctico de enfrentar a alguien en un renuncio, una contradicción de su discurso entre sí, o con los hechos, también lo hacemos mal. Los zascas son “una epidemia” en el debate público, un recurso bronco y humillante que no debe tener lugar en el debate público. Los hombres, al ponerse el condón, cometen hasta 21 errores distintos. Serán las prisas, pero son ¡tan torpes! que no saben hacer algo tan sencillo como eso. Pero ¡si no sabemos ni comer las galletas digestive!
La sensación que dejan estos mensajes es que somos torpes, que nuestros pasos, trémulos, inseguros, vacilantes, no se sabe si avanzan o retroceden porque no sabemos ni por dónde vamos ni hacia qué lugar. Somos seres insuficientes. Ya no estamos a medio camino entre las bestias y los dioses, sino entre las bestias y los políticos, que son los únicos que nos pueden rescatar de nuestras arenas movedizas, de nuestro desconcierto, de nuestro naufragio en nosotros mismos.
Eso, o que hemos creado una civilización caótica, como decían Marx o Mussolini. Una civilización tan compleja que nos sobrevuela como una plaga de langostas, amenazándonos, aturdiéndonos.
Sea como fuere, lo que resta es una sensación de apocamiento, de nimiedad, en el que se hace grande el sentimiento de culpa. Nos volcamos hacia nosotros, hacia nuestras necesidades, que no sabemos ni identificar ni cumplir adecuadamente, porque todo lo hacemos mal. El consumo es torpe, sí, pero también egoísta y, en último término criminal, pues cada paso que damos para aderezar nuestras vidas supone un menoscabo para la Pachamama.
La plaga de langostas, claro está, es el torrente de noticias que nos insultan todos los días en los medios de comunicación. Son mensajes que van más allá de los consejos sobre aspectos prácticos de nuestra vida; son píldoras con moralina. Y con el mensaje implícito de que si tomamos malas decisiones sobre lo que nos concierne, ¿cómo no vamos a dejar que los políticos metan mano en nuestras decisiones sobre la salud, la educación, la comida, el sexo?
La verdad es exactamente la contraria. Cuanto más se acercan las decisiones sobre lo que conocemos y nos atañe, mejores son nuestras decisiones. Para empezar, estamos más informados. Además, tenemos el incentivo correcto para tomar la decisión adecuada. Y los políticos no tienen ni el conocimiento ni el interés (los incentivos) para decidir correctamente por nosotros.
Foto: Ryan McGuire