Es probable que los españoles que confían en que las elecciones de abril puedan suponer el final de este largo período de inestabilidad que arrastramos a lo largo de las dos últimas legislaturas constituyan una amplia mayoría, pero no parece fácil que los resultados den para tanto. Hay una evidente contradicción entre la voluntad ciudadana de concordia, que reclama, con todos los matices del caso, un acuerdo de fondo sobre lo que sería necesario para España, a saber, que se den unas condiciones que permitan la mejora económica y social y que se encauce de una manera definitiva el gravísimo problema que plantean los independentistas, y el clima de descomposición políticaque emana de que los partidos no son capaces de ponerse de acuerdo ni siquiera en las bases para lograrlo, lo que hace que el pacto constitucional esté en el aire, en medio de los reproches, más o menos fundados de unos y otros.

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El problema, así enunciado, es grave, pero su peligro se acentúa si consideramos que España, que tiende a vivir como una especie de Ínsula Barataria, en la que apenas resuenan las convulsiones exteriores, tendrá que enfrentarse, lo quiera o no, a una nueva crisis económica, sin que se hayan abordado los problemas que nos lo hicieron pasar muy mal en la anterior recesión, y con la amenaza de continuar un gasto alocado, sin cuenta ni razón.

Desde 2004, la izquierda ha tratado por todos los medios de poner en cuestión el sistema de 1978, sin llegar a denunciarlo directamente, pero actuando bajo la convicción de que algo no iba bien si la derecha era capaz de ganar por mayoría, como había sucedido. Luego de Zapatero, Rajoy llegó a obtener una nueva mayoría que ha desaparecido, en parte, por la crisis, pero, sobre todo, porque Rajoy se empeñó en que el PP quedase reducido a una tecnocracia leguleya incapaz de articular la respuesta que merecía el supremacismo catalán.

El resultado está a la vista. Las encuestas muestran una mayoría contraria a poner el país en manos de Sánchez, porque se saben los riesgos que implica para el bienestar común, pero desconcertada y dividida sobre cuál habría de ser su voto, porque Sánchez podría obtener la investidura sin mayor apoyo popular que el que ahora tiene, una presidencia con menos votos, pero con más diputados.

La coyuntura exigiría del PP decisiones que ese partido no ha podido tomar, en parte por falta de tiempo, en parte como consecuencia de la extrema debilidad en que ha ido a parar una organización que ha visto cómo su anterior líder se fue a tomar copas cuando pintaban bastos y ha dado unas explicaciones ante el Supremo que parecieran escritas para demostrar las peores hipótesis sobre su inanidad política y su escasa gallardía. El nuevo líder del PP ha mostrado voluntad de cambio, pero, por desgracia, no parece estar acertando, de momento, al menos, a imponer un discurso trabado, ambicioso y convincente, capaz de sobreponerse al dictado de una actualidad que otros, con más poder y menos escrúpulos, le imponen.

Se trata de un mal ya viejo: salvo en las dos legislaturas de Aznar, la derecha no ha tenido capacidad suficiente para imponer la agenda política y ahora, que lo necesitaría más que nunca, lo tiene muy difícil. Su mensaje liberal, nunca bien explotado, corre el riesgo de una doble lectura que le dejaría sin espacio, los liberales progresistas, escasamente atentos a cualquier agenda, digamos, moral, ya tienen a Ciudadanos, y los más conservadores acaban de descubrir que hay una oferta nueva de la que los medios que le mecen la cuna a Sánchez afirman que puede arrasar.

El PP, más nervioso de lo que convendría, acaba de cometer otro error al llamar al voto útil en detrimento de sus rivales, pero al hacerlo, ha dado muestra de su debilidad y de escasa capacidad de organización, porque es obvio que un argumento de cierto peso debiera haberse reservado para bocas de terceros que lo podrían exponer con mayor elegancia y propiedad. Hay que esperar que el PP pueda dedicar sus espacios de comunicación a motivaciones menos interesadas.

Sería deseable que Pablo Casado sepa desembarazarse cuanto antes de lo que le impida adoptar una estrategia que suscite la esperanza de muchos electores volviendo a ser la fuerza plural, reformista y moderada que fue. El PP tiene que ser capaz de aglutinar y trenzar con fuerza el pluralismo inherente al amplísimo sector de electores que van del centro a la derecha, y esa tarea le va a exigir, sin duda, un esfuerzo enorme de imaginación, de participación, de reflexión y de acuerdo. Es evidente que todo eso no puede hacerse en las siete semanas que quedan hasta el 28 de abril, pero todo lo que no sea dar muestras de que esa será la tarea de un partido que hay que renovar de abajo a arriba supondría apartar a más votantes de las urnas.

El PP tiene que conseguir el voto suficiente para hacer imposible erigir un gobierno apoyado en quienes buscan la desmembración nacional, y eso no hay que hacerlo solo mostrando que el PSOE amenaza con prestarse a ello, sino garantizando que se apoyará cualquier fórmula capaz de evitarlo. Los que piensen de este modo, y creo que son siempre más de lo que parece, tal vez deban caer en la cuenta de que la derecha no está obligada a rendirse a esa derecha sin complejos, un lema freudiano que denuncia inseguridad, subordinación y dependencia, en lugar de hacer aquello en lo que crees y debes hacer, y que no se puede ceder a nadie el empeño por garantizar la libertad política, la igualdad ante la ley, y el derecho a vivir de acuerdo con las convicciones y preferencias de cada cual, lejos de cualquier autoritarismo, una tentación que, ahora mismo, es más atractiva para esa izquierda ansiosa de legislar hasta sobre la manera de afeitarse el sobaco.

Pablo Casado es el líder de un partido que ha cometido enormes errores, que ha ahuyentado a millones de electores y no puede pretender que eso haya sido un mal sueño. Tiene que cambiar la forma de gobernar ese partido y los cauces por los que se articulan sus políticas, tiene que alejarse como del diablo de los errores e insuficiencias del pasado, de la ausencia de ambición, de ideales y de tensión política, de la prepotencia funcionarial y tecnocrática de unos listillos incapaces, como se ha visto, de gobernar con éxito una democracia. Tiene la oportunidad de invertir una tendencia que amenaza con colocarle en su nivel más bajo, pero puede aspirar a ganar ese match point decisivo si acierta a jugar con gallardía y determinación lo poco que le queda de una competición que no puede dar por perdida ni en el último minuto.

Intentar salvar al PP hablando de las cosas que hizo bien, cuando son tan evidentes las que ha hecho mal, es como vender ese avión que se acaba de estrellar diciendo que es muy amplio y consume menos: la gente sospecha que se estrella y no desea volar en él hasta que arreglen lo que falla: hay que hablar de un futuro distinto, esforzado, exigente y prometedor sin enzarzarse en querellas ni con la izquierda ni con sus adláteres por el centro y la derecha, hablar a la gente con esperanza y ambición, fabricar un programa realmente atractivo, sin pensar solo en el 155 y hablando de las virtudes, los valores y los derechos de los españoles de Cataluña, y de por qué son tan importantes para toda España, además de convencer de que su gobierno será el que gaste el dinero de todos con más inteligencia y eficacia.

Hay que proponer una España abierta, acogedora, competitiva, dinámica, capaz de grandes cosas, derribando infinidad de barreras artificiales que impiden la competencia abierta y el acceso de los mejores y anulan los estímulos necesarios para el progreso, apostando por la libertad y contra las regulaciones, por la ley y la igualdad frente a los privilegios, por una administración eficaz y austera (ya es un drama que la virtud de la austeridad se haya convertido por la izquierda más irresponsable del planeta en un epíteto despectivo), para que los dineros de todos no se vayan en beneficio de unos pocos acoplados en instituciones extractivas que se dedican a sestear y a hacer como que hacen.

Vender esperanza cuando cunde el miedo, y no reñir a los electores sino prometerles, progreso, paz social, buena administración, y una España libre y capaz de abrirse paso en el mundo con la misma ambición y dignidad con la que los españoles lo hacen en tantas cosas, para dejar de ser un país acobardado e insignificante siempre al rabo de los que nos dominan porque dependemos de su ayuda financiera en la medida en que no sabemos administrar bien lo mucho y bueno que tenemos. No hay otra que intentarlo, o quedarse en menos de 70 escaños y propiciar que España y el sistema del 78 se estrellen definitivamente. Desde Pericles se viene repitiendo que la libertad es solo para los valientes.

Foto: PP Comunidad de Madrid


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web