Un artículo publicado en el diario El País retrata a tres jóvenes españoles, Raúl, Julia y Carlota. Carlota es la redactora del artículo, que tiene por título Confesiones de una generación timada.
Habla por la generación una muestra, en verdad, muy escasa. Sacar conclusiones de la experiencia de dos personas de 7.615.402 jóvenes españoles de entre 20 y 34 años (datos de diciembre de 2018) exige cubrir la distancia entre Raúl-Julia y “una generación” con una buena dosis de fe en la propia imaginación.
El artículo apela a los prejuicios del lector, en la confianza de que coincidirán con los de Raúl, Julia y Carlota. Todo depende de la perspicacia sociológica de cada uno. Hubo un diario español que nació desde la sorpresa de que la ciencia es una sección de los periódicos, y no su método. Pero hace diez años de eso, y duró apenas dos meses.
Ya que no en el método, el artículo es muy rico en expectativas, asunciones y esperanzas, y en consecuencia de asombros, desconciertos y desilusiones. Y esta es la clave: la ilusión, la realidad, y la desilusión resultante.
Las ilusiones se describen por pasiva. Julia y Raúl confiaban en que les iba a caer la vida soñada del millennial: un trabajo de nueve a seis que le permita pagar un alquiler (comprar una casa es asumir demasiada responsabilidad), salir los fines de semana y llenar Instagram de selfies en lugares exóticos.
Hay una juventud que sale a la vida con un sentimiento de agravio, esperando cobrar una deuda que tiene el mundo con ellos sólo porque han nacido, antes de que hayan hecho la reflexión de qué es lo que necesitan los demás
Pero para ser un millennial fetén hay que trabajar, claro está. Y eso es lo que falla. No el trabajo, que escasea, sino el orden teleológico. Dice Carlota Ramírez “trabaja y llegarás lejos” ha sido “la gran mentira de su generación”, la de la muestra de Raúl y Julia, y la de la propia Carlota. Pero “trabajo” y “llegar lejos” son dos conceptos demasiado amplios como para querer establecer una relación entre ellos.
Tomemos el caso de Julia. Ella no entiende cómo una licenciada en Políticas con máster en Género y Desarrollo, con una experiencia de tres meses en el Observatorio de Paridad Democrática de La Paz (Bolivia), no llegue automáticamente a la tierra prometida del millennial, con selfies en Tánger y Avignon. Es una expectativa perfectamente comprensible. Si eres licenciado en Políticas con máster en Género y Desarrollo, nadie espera que tengas una idea aproximada de cómo funciona el mundo.
Julia (no es su verdadero nombre) busca su futuro como “formadora en igualdad en el ámbito internacional”. Pero incluso allí hay que cumplir una serie de requisitos que ella considera excesivos. Y estoy seguro de que lo son. Pero para conseguir cualquier cosa es necesario contar con dos requisitos que, aquí, parecen estar ausentes. Uno de ellos es aceptar que el mundo es competitivo, y que hay otras personas que están dispuestas a cumplir esos requisitos, e incluso más; una idea, la de la competitividad, que a Julia le lleva a tener “episodios de ansiedad”.
El otro pasa también por aceptar que otro aspecto de la realidad que, es cierto, parece ajeno a las concepciones de infinidad de jóvenes españoles. Y es que formular un deseo no lleva a un cumplimiento inmediato. Esto resulta chocante para muchos, pero es invenciblemente cierto.
Para empezar, abunda la estupefaciente expectativa de que los primeros trabajos tengan todas las condiciones deseables. Los sueldos de entrada en el mercado laboral no tienen por qué ser los de una persona con experiencia, y el resto de condiciones tampoco. Y, normalmente, no lo serán. Desde la política se quiere obligar la realidad a cambiar, por ejemplo con salarios mínimos muy altos. Pero éstos se convierten en barreras que retrasan la incorporación de los jóvenes al mercado laboral, y lastran no ya sus actuales ingresos, sino los futuros.
Por otro lado, esta es una carrera larga. Franco Modigliani describió el ciclo vital sobre el supuesto de que las personas planificamos el futuro, y vamos construyendo un patrimonio con el paso de las décadas, para que éste nos respalde cuando nuestras fuerzas no nos acompañen. Milton Friedman completó ese modelo con la hipótesis de que el consumo de una persona está determinado, en parte, por sus ingresos futuros además de los presentes. En cualquier caso, esta es una carrera vital, y por tanto de varias décadas. Y conseguir un trabajo en buenas condiciones no es como contratar Netflix; es necesario convertirse en una persona productiva, y eso lleva tiempo, esfuerzo y constancia.
Pero hay un aspecto más que es especialmente revelador. El artículo concluye con esta reflexión de Raúl, también un nombre que cubre el real: “No sé qué pretenden hacer con la juventud. Nos tienen sin trabajo, sin independizarnos y precarios y eso nos hace estar frustrados y desengañados”. Y añade Carolina: “No se sabe bien a quién se refiere, pero se intuye”.
Esas palabras revelan que hay una juventud que sale a la vida con un sentimiento de agravio, esperando cobrar una deuda que tiene el mundo con ellos sólo porque han nacido, antes de que hayan hecho la reflexión de qué es lo que necesitan los demás, y qué es lo que pueden hacer ellos por dárselo. Y a qué precio. Una juventud absorta ante su propio desengaño, e indignada con el mundo porque éste no se amolda a lo que han aprendido de él en los medios de comunicación. No es una generación timada, como dice el artículo. Es una generación pasmada, incrédula ante el espectáculo de ver cómo el mundo sigue adelante sin pararse ante su lista de agravios. Que ve en el mercado un menú de series de televisión, en el que elegir su propia aventura, y no un espacio incierto, con una incertidumbre que es una eterna promesa de trabajo por hacer.
Son las mismas expectativas que vimos en el 15-M. Allí vimos una juventud aferrada a la idea de que la sociedad, por medio del Estado, les debía todo. Porque sí. Porque ellos están ahí. Porque los políticos, es cierto, les dijeron que tenían derecho a todo. Y porque ellos, también lo es, se lo creyeron. Como la política consiste en hacer promesas con el dinero de los demás, y éste escaseó en la mayor crisis económica tras la Gran Depresión de los años 30, salieron absortos a la calle a gritar, indignados, qué hay de lo mío.
Es una posición moral lamentable. Lo mío es lo que los demás tienen que darme, y en mis términos; no lo que yo tengo que crear, produciendo e intercambiando, en el mercado. Nadie lo plantea en estos términos, pero hay una juventud que quiere hacer buenas las palabras de Proudhom: la propiedad es un robo. Su propiedad, en particular, es un robo de la de los demás. Y la exigen en nombre de la ética.
“Podemos”, se llama el partido. No porque estuviese en contra del sistema sino, por el contrario, porque prometió poder restaurarlo, hacer que siguiese ofreciéndonos todo, a costa de los demás. Sin decir, por cierto, que los demás somos también nosotros.
Foto: Joanna Nix