En 2008, el profesor Juan Manuel Blanco y un servidor escribimos un libro titulado Catarsis: Se vislumbra el final del Régimen. Su publicación coincidió con el inicio de la Gran recesión, cuyos efectos más notables si bien se prolongarían en España prácticamente un lustro, sus secuelas han llegado hasta el presente. Lo que en el resto del mundo se manifestó como una crisis financiera, en España degeneró en una grave crisis política. Algo que, sin entrar en mayores razonamientos, se podría explicar casi con una sola característica. En España, la crisis financiera no vino de la mano de la banca privada, como en otros países: la provocaron las Cajas de Ahorro, es decir entidades públicas controladas por partidos y sindicatos.

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Nuestra ingenua intención con aquel libro fue que aprovecháramos la coyuntura para acometer importantes reformas. Algo que tampoco debería haber sido tan difícil. Al fin y al cabo, tres años más tarde, en 2011, el Partido Popular ganó las elecciones generales por mayoría absoluta, lo que sumado al enorme poder autonómico y municipal de ese partido le habría permitido llevar a cabo un proceso reformista sensato pero profundo. Sin embargo, poco o muy poco se hizo.

El heroísmo auténtico no busca retratarse ni exhibirse, simplemente aparece cuando es imperativo hacer un trabajo que sólo con generosidad, abnegación y sentido del deber puede acometerse

Muchas personas consideran que España se torció en las elecciones que tuvieron lugar inmediatamente después de los atentados del 11 de marzo de 2004. Y llevan buena parte de razón. Pero no menos cierto es que en 2011 tuvimos una ocasión de oro para sobreponernos y enderezar el rumbo. En mi opinión, 2011 es el verdadero año clave, no 2004. Y lo es no tanto por la increíble oportunidad que tuvimos como por la revelación que supuso su desperdicio.

Ahí pudimos constatar lo que algunos analistas todavía discuten, que no fue el pueblo español el que forzó la decrepitud del régimen del 78, sino la clase política. Los españoles votaron de forma abrumadoramente mayoritaria por reconducir el Estado, poner freno a los abusos y al clientelismo político, controlar el gasto y rebajar la presión fiscal. Y también por embridar el poder de los partidos, reestablecer la separación de poderes y mejorar la transparencia y la representación política. Al menos eso, en líneas generales, era lo que prometió el Partido Popular en 2011 y lo que votó la mayoría de electores.

No voy a abundar en la responsabilidad de un partido, el PP, que tuvo todo en sus manos. Cualquiera puede ver lo que es más que evidente. Ni siquiera voy criticar la postura de su actual líder que, ante el estado de postración de nuestro país, opta por dejar que el actual gobierno se cueza a fuego lento en su corrupción galopante con la vista puesta en heredar por la ley de la alternancia las ruinas de un modelo político y un Estado desquiciado, mientras los españoles se empobrecen sin tasa o, como en Valencia, lo pierden todo, incluso la vida.

En el momento en que escribo estas líneas, miles de españoles, residentes locales y venidos de fuera, trabajan codo con codo desescombrando y limpiando de barro, cañas y lodo los pueblos y ciudades valencianos arrasados por la DANA. En contraste, los responsables políticos se prodigan en redes sociales y medios para acusarse mutuamente. Otra prueba más de que, si bien la España que hoy sufrimos es un problema de todos, el pueblo está demostrando ser mucho más eficaz, responsable y digno que la clase política.

Tampoco la prensa ha estado a la altura. No me refiero sólo a la que actúa como vil mensajera del gobierno. Lo digo en general, refiriéndome también a la prensa opositora. Tengo la sensación de que su postura crítica con el gobierno es interesadamente corta. Como si el objetivo de sus exclusivas y revelaciones fuera acabar con Sánchez pero sin mayores ambiciones, si acaso con la vista puesta en servir a otros amos que los recompensen debidamente. Incluso, como me apuntaba un buen amigo, algunos de los periodistas más críticos probablemente dejarían de serlo si el mismo Frankenstein que tanto aborrecen, en vez de maltratarlos, les diera un trato preferente.

Desgraciadamente, el otro periodismo, el alternativo, no está demostrando ser mucho más decente. Parece estar constituido por un conjunto de vendedores ambulantes, cuyo negocio depende de que sus representantes sean tanto o más importantes que lo que acaece; es decir que sean ellos la noticia. Sus visitas a la zona cero de Valencia, más que mostrar lo que allí sucede, consiste en convertir el desastre en un escenario donde exhibirse como estrellas. Un periodismo de selfies, en el que el indómito periodista aparece siempre en primer plano y detrás, como decorado, la tragedia. En este contexto, que hayan cazado a un dizque reportero manchándose los pantalones de barro para dramatizar su crónica adecuadamente, no es la actitud aislada de un sujeto que actúa según su propio criterio, sino una genial metáfora del ánimo que impera en sus promotores.

El pueblo español, sin embargo, todavía invita a la esperanza. Se ha erigido en el verdadero héroe, el anónimo. Porque el heroísmo auténtico no busca retratarse ni exhibirse, simplemente aparece cuando es imperativo hacer un trabajo que sólo con generosidad, abnegación y sentido del deber puede acometerse. Sólo faltaría que la gente, nosotros, cayéramos en la cuenta de que, si hacer las cosas no es tan difícil y además es imprescindible, nuestro error entonces es haber consentido durante tanto tiempo que no se atiendan. Y ese error, aunque grave, tiene remedio.

En cualquier caso, por encima de esta clase política, su prensa paniaguada y los falsos antagonistas y profetas, hay un hecho cierto: la mentalidad a pie de calle está cambiando. A la ceremonia de la confusión en la que hemos estado sumidos durante al menos dos décadas sólo le queda un capítulo para concluir y ser historia: el de la polarización artificial e interesada. Si lo superamos con la misma determinación que hemos demostrado en Valencia, ni extremistas ni mansos podrán interponerse en el deseo de la gente de hacerse acreedora a un futuro mejor que el que ahora se vislumbra.

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