Como colofón de esta serie de artículos sobre la industria de la censura, creada en los Estados Unidos y asumida de forma entusiasta por los gobiernos europeos, voy a recoger parte una serie de artículos publicados por el Capital Research, escritos por Fred Lucas.

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En el primero de ellos, Lucas recoge el entusiasmo de varios actores por la censura en el discurso público. El Data & Society Research Institute es un think tank que aborda la sociedad de la información y la incidencia de las nuevas tecnologías. Se creó en 2014, con el apoyo de Microsoft, y entre las organizaciones que vuelcan dinero en esta organización está Open Society Foundations y Ford Foundation, dos campeones del activismo de izquierdas en los Estados Unidos y en el mundo.

Para el Gobierno Federal, como para cualquier otra Administración pública en los Estados Unidos, es muy difícil censurar abiertamente el discurso sin enfrentarse a una condena por violar la primera enmienda. Por eso recurre a instituciones que están a medio camino entre las agencias públicas y la sociedad civil

La posición del DSRI queda clara cuando advierte de que la libertad de expresión es un peligro para la sociedad: “Cuando los tecnólogos defienden la libertad de expresión por encima de cualquier otro valor, hacen el juego directamente a los nacionalistas blancos”. Como puede que sus seguidores se sientan incómodos con una posición tan clara en contra de la libertad de los ciudadanos de expresarse, el DSRI se baja del ámbito de los principios, al del pragmatismo.

En otras circunstancias, dice, habría cabido defender la libertad de expresión, como si su postura a favor de la censura no fuera una cuestión de principios. Pero dice que eso no cabe ahora: La posibilidad de que haya “comunidades en línea en las que todos los grupos puedan hablar” les lleva a “renunciar a parte del idealismo de los inicios de Internet en favor del pragmatismo”.

Es necesario “reconocer esta complejidad”, es decir, reconocer que hay grupos que pueden expresarse como no quiere el DSRI. Si les permitiésemos hacer eso, “una libertad de expresión ilimitada puede dar lugar a agresiones y otras tácticas que acaban silenciando la expresión de las minorías, es decir, la tiranía de la mayoría”. Otros países ya han caminado por el camino de la censura, y los Estados Unidos deben seguir su ejemplo.

Un caso señero es el del Information Futures Lab (IFL). Su antecesor, como nos cuenta Lucas, es First Draft, una iniciativa creada desde Google News y Bellingcat, un grupo periodístico especializado en investigación y verificación. First Draft también cuenta con fondos procedentes de Open Society Foundations.

Una de las labores asumidas por First Draft fue la de luchar contra todas las informaciones que pusieran en duda la limpieza de las elecciones en 2020. Pero más significativa fue la iniciativa de plantear cómo actuar en un caso que, entonces, era puramente hipotético: que se diesen a conocer los contenidos del ordenador personal de Hunter Biden, hijo del vicepresidente y candidato demócrata Joe Biden. El IFL, que desde junio de 2020 había asumido las operaciones de First Dreft, ensayó cómo responder ante tal situación. Según Lucas, “el objetivo de los participantes era controlar el impacto de la filtración y dar forma a la narrativa en las redes sociales y en la cobertura informativa. El plan funcionó”.

Funcionó, porque posteriormente a este ensayo se produjo la filtración de parte del contenido que albergaba el ordenador personal de Hunter Biden. The New York Post sacó una información con las muestras de corrupción personal y política en torno a Hunter Biden. “Las organizaciones de noticias y las empresas de medios sociales parecían trabajar extrañamente en tándem para suprimir la noticia. The Twitter Files nos mostró por qué”. En cualquier caso, la estrategia del IFL no fue muy elaborada: tildar la noticia como “desinformación”.

Uno de los fundadores del IFL, Claire Wardlee, mantuvo conversaciones con funcionarios de inteligencia del gobierno federal, y funcionarios de Defensa, durante el período en que forjaban la estrategia de respuesta a las informaciones sobre el ordenador de Biden jr.

Otra de las iniciativas del IFL tiene que ver, cómo no, con la vacunación. La organización elaboró un informe, About the Equity First Vaccination Initiative, que decía lo siguiente: “Mientras las tasas de vacunación y refuerzo se han mantenido bajas en 2022, la nación lucha por salir más resiliente de las garras de la pandemia de Covid-19. Los fallos en la comunicación y la confianza se citan con frecuencia como las principales razones del fracaso a la hora de vacunar a más estadounidenses, y se atribuyen de forma variable a una cultura centrada en la acción individual por encima de la colectiva, la desinformación, la politización, el racismo estructural histórico y actual y otros factores”. Esta acusación de racismo hacia quienes tenían reservas sobre la vacuna contra el Covid, unas reservas que hoy sabemos que estaban fundadas, fue financiada por la Rockefeller Foundation.

El repaso que hace Lucas a la industria de la censura se posa aún en dos tipos de organizaciones. Por un lado, en un par de think tanks, la Rand Corporation y Common Cause. Por otro, en dos organizaciones periodísticas, de las cuales ya conocemos una: el Poynter Institute.

Rand Corporation es como una agencia más del Gobierno Federal. Actúa de forma semi independiente, y ese es el valor que aporta a la Administración. Pero nunca estira del todo la cuerda. Según detalla la Rand Corporation, en el año fiscal de 2023 recibió de diversos departamentos e instituciones públicas 317,3 millones de dólares; principalmente de la Secretaría de Defensa, el Departamento de Seguridad, el de Salud, las Fuerzas Aéreas y la Armada.

En plena orquestación de la lucha contra la “desinformación”, la Rand Corporation no quiso quedarse al margen, o quizás no pudo. Y creó una iniciativa que podríamos traducir como Contrarrestar la decadencia de la verdad. El objetivo de tal iniciativa era, entre otros, “identificar y recopilar en un solo lugar un conjunto de recursos que puedan ayudar a los usuarios a combatir el reto de la desinformación, adquirir un mayor conocimiento del ecosistema mediático y convertirse en consumidores de medios de información más expertos”. También ofrecían ayuda a otras iniciativas pertenecientes a la industria de la censura. Common Cause, por su parte, creó una “línea de denuncia de desinformación”.

Por lo que se refiere a las dos organizaciones periodísticas, el Poynter Institute for Media Studies creó una lista negra de medios de comunicación; una versión digital de index librorum prohibitorum. El objetivo declarado de la lista era, según Lucas, ahogar económicamente a esos medios. Lo cual nos lleva al primer artículo de esta serie, donde veíamos la colusión de las grandes compañías de publicidad con el Gobierno Federal para ahogar a los medios críticos.

El News Literacy Project tiene la virtud de unir la industria de la censura con el uso de la educación como vehículo para el adoctrinamiento. El proyecto, financiado por varios fondos de promoción de políticas de izquierdas, consiste en ir a los colegios a enseñarles a los profesores a desconfiar de ciertas fuentes. Trabajan sobre campo abonado.

Para el Gobierno Federal, como para cualquier otra Administración pública en los Estados Unidos, es muy difícil censurar abiertamente el discurso sin enfrentarse a una condena por violar la primera enmienda. Por eso recurre a instituciones que están a medio camino entre las agencias públicas y la sociedad civil. Son títeres de guante, guiñoles que tienen la apariencia de pertenecer al impulso autónomo de la sociedad, pero que en realidad son instrumentos del poder.

Foto: Robert Zunikoff.

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