¿Sabe usted lo que significa el acrónimo LOHAS? Son las siglas de «Estilo de Vida Saludable y Sostenible» (en inglés “Lifestyle of Health and Sustainability”) y describen a las personas que quieren mejorar el mundo a través del «consumo ético». Probablemente ha caído en el olvido porque describe un fenómeno que hoy en día ya no designa a «pioneros» individuales, sino a la amplia masa de académicos, actores, políticos, periodistas, gestores y sus acólitos. Los LOHAS son -no hace falta decirlo- convencidos protectores del clima, y son representantes de los «estratos sociales con fuertes mensajes» con «buen acceso a los medios de comunicación» que dominan el debate público.

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Los LOHAS encarnan el espíritu de la época y votan a la izquierda con especial frecuencia. Atrás quedaron los días en que los partidos de izquierda querían dar a los ciudadanos más pobres mejores ingresos e igualdad de oportunidades. La élite de estos interesados en el clima puede permitirse viajes caros y hacer negocios con las empresas asociadas al lobby correcto. Para los LOHAS, la protección del clima genera un doble beneficio. Pueden diferenciarse, elevarse por encima de la masa de la población tanto moral como materialmente. Las indulgencias a través de los impuestos climáticos les permiten un consumo moralmente puro, impuestos que también garantizan que las calles y las playas se queden más vacías a medida que la plebe -los nuevos proletarios- se lanza a los paseos en metro y a las vacaciones en los balcones. Ellos viajan en “Falcon”, ustedes en trenes nocturnos, que sus viajes no son tan “moralmente importantes”. Ellos se mueven en coches eléctricos subvencionados por los impuestos de todos. Usted en bicicleta y no olvide que “Hacienda somos todos”. Es la nueva moralidad.

Los menores de 40 años ya ni siquiera recuerdan un mundo que no estuviera amenazado por el colapso climático y en el que un gran verano fuera simplemente un gran verano. Los menores de 30 años apenas recuerdan un mundo en el que la mayoría de los países europeos no estuvieran gobernados por políticos empeñados en salvar el clima

El segundo pilar sobre el que se construye la política climática es la ideología de la no alternativa, que se materializa en la declaración del estado de emergencia. El estado de excepción exige sumisión y la consigue combinando el miedo a la catástrofe proclamada con el miedo a ser expulsado y el castigo al que no se auto declara miembro de la nueva fe. Esto funciona. Crea victimismo y conformidad.

Por supuesto, no basta con anunciar una catástrofe una vez. Hay que combatir cualquier duda al respecto constantemente y en un amplio frente. Esto funciona bastante bien porque mientras tanto se ha creado un aparato de muchos miles de trabajadores a tiempo completo para la protección del clima en ONG, fundaciones, agencias, instituciones de investigación, autoridades, iglesias y empresas, ¡incluso en las redacciones de los periódicos! Estas personas están más o menos convencidas de la importancia de su tarea y se ganan la vida con ella.

Los grupos de presión ecológicos, generosamente financiados por el gobierno y las grandes fundaciones empresariales, tienen un firme control sobre todo lo que ocurre. Ahí tenemos a Fridays for Future, a Amigos de la Tierra, a Greenpeace, a WWF, etc. Además, está la información permanente y gratuita en los medios de comunicación públicos y en los principales periódicos y revistas. En comparación, los llamados escépticos del clima (también conocidos como “negacionistas”, aunque no nieguen nada) no tienen prácticamente ningún apoyo financiero y son, por tanto, invisibles. No hay rastro del tan cacareado lobby del carbón o del petróleo. El zeitgeist verde es sacrosanto y omnipresente.

Nadie está dispuesto a entablar un debate abierto sobre las incertidumbres de la investigación sobre el clima y el impacto climático, las múltiples formas de afrontar el cambio climático y el balance entre costes y beneficios de las diferentes medidas a adoptar. Nadie está dispuesto a decir en voz alta que el objetivo de ser «climáticamente neutro» en 2045, o en 2050, es una fijación arbitraria. Al igual que el objetivo de 1,5 grados o el objetivo de 2 grados son metas arbitrarias.

He llegado a leer en el Frankfurter Allgemeine Zeitung (FAZ, 29.05.2021) frases absurdas como ésta: «Los budgets de los estados son importantes porque sobrepasarlos significa también sobrepasar (‘tipping point’) la temperatura de la tierra, lo que provoca daños irreversibles, es decir, cambia el clima para siempre. El “Budget” al que se hace referencia aquí indica la cantidad de CO2 que Alemania aún podría emitir en total, según los cálculos del Consejo Alemán de Expertos en Medio Ambiente, antes de que deba alcanzar las emisiones (netas) cero para limitar el calentamiento global a 1,75 grados. En el caso alemán, se trata de unas 6,7 gigatoneladas de aquí a 2029 y, por tanto, poco más de la mitad de la cantidad que emite China al año.

En el muy recomendable ensayo «Cómo se ha corrompido la ciencia«, el físico y politólogo Matthew Crawford, del Institute for Advanced Studies in Culture, University of Virginia, escribe

«Uno de los rasgos más sorprendentes de la actualidad, para cualquiera que siga de cerca la política, es que cada vez estamos más gobernados por tácticas de miedo que parecen haber sido inventadas para ganarse la aprobación de un público que se ha vuelto escéptico ante las instituciones construidas sobre la acción de los llamados expertos. Y esto ocurre en muchos ámbitos. Los desafíos políticos de los críticos, presentados con hechos y argumentos, que ofrecen una imagen del mundo que compite con la consensuada, no se responden de manera amistosa, sino con la denuncia. De este modo, las amenazas epistémicas a la autoridad institucional se resuelven en conflictos morales entre personas buenas y malas«.

Este es precisamente el mecanismo en el que se basa la política actual para que la narrativa cientificista de la “catástrofe climática que ha de ser urgentemente evitada” se convierta finalmente en el asidero permanente para unas políticas cada vez más alejadas de la realidad y unas instituciones cuya autoridad está quedando en entredicho.

Los objetivos climáticos no tienen nada que ver con la realidad. Después de casi 30 años de política de protección del clima, el viento y el sol suministran alrededor del 6,5% de la energía primaria en Europa. Nadie cree seriamente que llegaremos al 100% de energías renovables en 25 años. No sucederá. Y aún menos en el resto del mundo. Pero gastaremos grandes sumas de dinero en pretender que así sea. En la actualidad, alrededor del 84% de la energía mundial sigue procediendo de fuentes fósiles. Hace veinticinco años, era del 86%. La Agencia Internacional de la Energía predice que la proporción podría descender a cerca del 73% en 2040. En ese caso, seguiremos estando bastante lejos del cero.

El descenso de las emisiones alemanas, por ejemplo, en los últimos diez años fue de 200 millones de toneladas. En el mismo periodo, China aumentó sus emisiones en unos 3.000 millones de toneladas. Lo que nos hemos ahorrado los vasallos de Merkel lo ha multiplicado China por 15. Esto no es un reproche a China, donde cientos de millones de personas siguen viviendo en una gran pobreza. Sin embargo, debería dejar claro que el mundo no está marchando alegremente hacia la neutralidad climática con Europa a la cabeza.

Recuerden: un máximo del cinco por ciento de la humanidad tiene un nivel de riqueza a partir del cual un pequeño sacrificio a cambio de la buena sensación de contribuir a salvar el planeta parece un buen trato. El otro 95% es más pobre y, en su mayoría, mucho más pobre que el votante medio español. El 82% de la población mundial vive en países cuyos ingresos medios son inferiores a 30 dólares diarios (calculados en los llamados dólares internacionales, que es el poder adquisitivo que tiene un dólar en Estados Unidos). Al menos el 95% de los habitantes del planeta no creen que la energía, la vivienda, los viajes, la comida, etc. sean demasiado baratos para su gusto y deban encarecerse urgentemente. Están convencidos de lo contrario por buenas razones.

Estamos ante una hegemonía cultural del alarmismo climático sin alternativas. Los menores de 40 años ya ni siquiera recuerdan un mundo que no estuviera amenazado por el colapso climático y en el que un gran verano fuera simplemente un gran verano. Los menores de 30 años apenas recuerdan un mundo en el que la mayoría de los países europeos no estuvieran gobernados por políticos empeñados en salvar el clima (y es difícil imaginar cómo podría ser diferente en el futuro). Los jóvenes que entran en la edad adulta hoy en día han pasado toda su etapa escolar con la amenaza de la catástrofe en ciernes, a la vuelta de la esquina. Si un político les dijera hoy que el cambio climático es un reto, pero que el mundo conoce problemas mucho más acuciantes, asumirían que vendría de otro planeta. La realidad de la investigación climática, que produce nuevos hallazgos cada día y contribuye así a un panorama cada vez más diferenciado, se ignora en gran medida. El margen de maniobra política que debería tener en cuenta una multitud de posibilidades sobre cómo abordar los problemas regionales y/o locales relacionados con los cambios climáticos sigue sin utilizarse en gran medida. Sólo queda una política: la del miedo.


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