En la vida intelectual, el plagio es, o, al menos, debería ser, algo así como el pecado contra el espíritu del que hablan los Evangelios, una práctica indecente y zafia que es imposible disculpar. En la actualidad, sin embargo, la conducta plagiaria parece haberse extendido y no solo porque cualquiera pueda cortar y pegar textos, sino, sobre todo, porque cada vez son más frecuentes los textos que nadie va a leer nunca. Hay estudios aterradores sobre la escasa influencia que tienen una buena parte de los artículos de revistas académicas de prestigio, y no digamos nada sobre el destino que le espera a innumerables tesis doctorales plúmbeas y por completo innecesarias o a manuales prescindibles.

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El que plagia busca ahorrarse un esfuerzo que entiende innecesario para adornarse con méritos ajenos y espera que nadie descubra el fraude, pero, a veces, como acabamos de ver con el caso de Manuel Cruz, el supuesto descuido, que es la salida más a mano del que se ve con el culo al aire, se convierte en noticia y el deseado prestigio se viene debajo de forma muy estrepitosa.

Cuando alguien inteligente se ve en un aprieto de este tipo busca excusas ingeniosas, como la intertextualidad, el homenaje y el pastiche, que no suelen servir de mucho, pero, al menos, muestran que el pillastre es sagaz y no se rinde a la primera. Cuando no se da el caso, si el raterillo bobea, la defensa del latrocinio intelectual se confía a estrategias menos sofisticadas, como la mera negación, la remisión a proceso judicial, que es algo así como pedir a un juez que certifique si Franco ha muerto, y, en el fondo, a eso tan castizo de “no sabe usted con quién se está metiendo”, que es lo que ha hecho el presidente del Senado, encomendando, además, la sanación del deshonor, a empleados de cámara y a diversas especies de agradecidos mamporreros.

Para ellos plagiar no es un robo, es contribuir a la merecida gloria de los líderes capaces de salvarnos, a quienes nos hacen el favor de pintar de rosa el socialismo del siglo XXI sin tener nada que explicar porque su prestigio y su identificación con la causa les coloca por encima de cualquier sospecha

Los dos últimos casos de plagio que han alcanzado notoriedad, pues es seguro que son muchos más los que quedan en oscuro, han sido la tesis doctoral de Pedro Sánchez y el de Manuel Cruz. El hecho de que se trate de dos altísimos cargos socialistas me lleva a preguntarme si existe alguna relación orgánica, entre estas dos circunstancias, y creo que sí la hay.

En el caso de Sánchez, se puede anotar que la generación política a que pertenece quiere presentarse con un mayor brillo académico que el que era común en sus mayores, es decir, que lo más probable es que Sánchez no haya hecho su tesis para alumbrar alguna verdad oculta en el proceloso océano de la economía académica, lo que explica muy bien que la haya hecho proteger por siete sellos, sino que ha sido un trámite para lucir un título, el de doctor, que todavía es poco común. En el caso del PP, por establecer el paralelo, han sido varios los escándalos por obtención más o menos irregular de grados académicos, y es seguro que tampoco han salido todos a la luz.

Decía Proudhon, hace casi doscientos años, que la propiedad es un robo, pero muchos socialistas han convertido esa inspiración en una consigna más pragmática: nada importa apropiarse de lo que es de otros con tal de que no se note, o que el afectado no se atreva a protestar. El plagio sería una derivada de esa consigna moral, en especial cuando lo que se apropia no parece tener un único dueño o puede mostrarse que es un bien mostrenco, por ejemplo, en la forma en que Carmen Calvo afirmó que “el dinero público no es de nadie”.

Los apologetas de Cruz han dejado caer algo de ese estilo para sostener que los párrafos de diversos autores, algunos ya fallecidos, incorporados de forma ilegítima en su manual representan formas de explicar que ya pertenecen al acervo común, es decir que no son de sus autores sino de todos y, por tanto, de Cruz. Por lo que he podido ver, la teoría es correcta, pues no hay en ellos ningún descubrimiento que merezca la gloria, pero inadecuada, porque lo que sí pertenece a esos autores plagiados es la forma concreta de escribir, palabra a palabra, esas ideas a las que los apologetas del plagiador descalifican como comunes.

Si todo el manual de Cruz hubiese seguido esa tónica lo que tendría que explicar es qué razón tuvo para escribirlo o por qué no puso en el prólogo una advertencia respecto a que lo que a continuación podría leerse carecía de originalidad y podría encontrarse en otras decenas de fuentes, pero nadie haría eso con un texto propio, porque cualquier autor pretende que está escribiendo algo que nadie ha escrito antes con tanta propiedad. La explicación indirecta de Cruz recuerda a la de aquel gitano del que habla Ortega al que se acusaba de robar un asno y se defendió diciendo que solo había cogido un ronzal sin darse cuenta de que traía atado un rucio.

Tanto Sánchez como Cruz se han defendido de sus críticos de manera evasiva y usando de sus privilegios institucionales, y ahí es donde se ve mejor la relación entre socialismo y plagio. A fin de cuentas, el socialismo es ahora una forma de llegar al poder a base de plagiar ideas de cualquier fuente, sea el feminismo, la ecología o el animalismo, cualquier gato que cace ratones sin echar en cuenta su color.

El socialismo ha dejado de serlo en su fondo porque hasta Carmen Calvo sabe que es una doctrina muy reñida con cualquier experiencia, que ha cosechado un fracaso tras otro cuando se aplica en su puridad, pero que sigue vendiendo con eficacia sus supuestos efectos beneficiosos cuando se asocia con las letanías de los descontentos y con los miedos de los apocalípticos, con los enemigos de la competencia y, en el fondo, de cualquier cambio a mejor por si puede resultar perjudicial para sus bien protegidos intereses de defensores y conservadores de lo genuinamente humano.

En esta fase del proceso político ya no tienen mucha cabida tipos surgidos del taller, del campo o del sindicato, gentes como Redondo o Corcuera, incluso como Felipe o Guerra, sino personajes a los que se tiene por sabios como Tierno Galván, el viejo profesor, por cierto, uno de los mayores pícaros de la reciente historia española. Sánchez y Cruz representan dos figuras paradigmáticas del socialismo plagiario, un profesor copiota que no respeta el esfuerzo ajeno, al que además tilda de vulgar, y un flamante doctor de universidad privada con aires de joven ejecutivo que ha firmado un trabajo que otros han hecho en gabinetes ministeriales y covachuelas diversas para dar brillo al personaje.

Es lo que caracteriza al socialismo de hoy, que tiene que ocultarse detrás de ropajes más modernos, aunque sean fake news, para que no se le noten las viejas vergüenzas. Para ellos plagiar no es un robo, es contribuir a la merecida gloria de los líderes capaces de salvarnos, a quienes nos hacen el favor de pintar de rosa el socialismo del siglo XXI sin tener nada que explicar porque su prestigio y su identificación con la causa les coloca por encima de cualquier sospecha y, desde luego, de cualquier explicación, porque ya se sabe que no todos somos iguales.

Foto: PSOE Extremadura


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web