Mi intención en esta ocasión es ponerles en alerta de una epidemia en la que estamos cada vez más inmersos: el victimismo. Hoy en día, todo el mundo es víctima de algo o de alguien y quien no se declara así pasa a ser sospechoso de ser victimario. Hasta tal punto que ser víctima de una ofensa es ya algo positivo y que confiere un estatus de superioridad moral. Atribuirse ese papel se está convirtiendo en un salvoconducto que permite carta blanca a quien lo ostenta.
Se ha ido transformando en toda una cultura en la que las personas son alentadas a responder incluso a la más mínima ofensa no intencional. Como si se tratase de una cultura del honor, en la que al cuestionar el rol y poniendo en duda su reputación como víctima, la persona responde con violencia a cualquier actitud que sea interpretada como menosprecio o falta de respeto a su estatus victimista. Claro, esto ocurre porque vivimos en un mundo en el que se trata a todos como personas traumatizadas. No hay distinción alguna entre los sucesos moralmente significativos y los que no lo son. Cualquier evento se tilda de traumático: el fracaso de una relación, la pérdida de un ser querido, etc. Es evidente que son sucesos dolorosos, pero duelos naturales.
En esta cultura, los victimistas se liberan de cualquier responsabilidad en sus acciones y culpabilizan al resto de lo que les ocurre. Seguramente habréis leído o escuchado en alguna ocasión el “es que soy una víctima de…”, “la culpa es de…”, “por ser hombre…” o similares. Cuando la persona asume ese rol, sistemáticamente deforma la realidad y además hace nula autocrítica. Siendo su objetivo encontrar culpables que asuman sus responsabilidades.
De la víctima al victimista
La víctima ha existido siempre. Donde hay un delito, crimen o muestra de violencia hay una víctima. Sin embargo, ha sido invisible durante mucho tiempo, pues todo el empeño social y judicial se centraba en el victimario, el criminal. La sociedad y sus diferentes organismos de control social se centraban en ajustar cuentas penales con el victimario, olvidando ajustar cuentas sociales y solidarias con las víctimas. El hecho de que el sufrimiento de la víctima dejase de pertenecer al ámbito privado, para obtener una dimensión colectiva, supuso toda una transformación social importante. Así, en los años 40 del pasado siglo aparece la victimología como ciencia multidisciplinar, encargada de estudiar, explorar y comparar todos aquellos aspectos que rodean a la víctima y a todo tipo de víctimas. Entre sus acciones se encuentra el abordar cómo es la reacción social frente a las víctimas, pues eso contribuye a modular la vivencia de la victimización (la tendencia a considerarse víctima o a hacerse pasar por tal) y las posibilidades de la desvictimización (la recuperación global de la víctima).
Se recompensa a las personas por asumir una identidad victimista. Es más, se han ido creando incentivos a nivel sociopolítico dando pie al victimismo competitivo, en el que las personas rivalizan por adquirir ese estatus
Sin embargo, en esta era victimista, se ha eliminado el proceso de desvictimización. Este proceso conlleva tanto el reconocimiento social y la asistencia, así como la prevención de la revictimización. Así, la persona puede desprenderse de la culpa, la vergüenza, la resignación, el miedo y todas aquellas creencias que mantienen a las víctimas sujetas al dolor y al sufrimiento. En definitiva, la desvictimización estriba en lograr que una víctima deje de serlo y recupere el control sobre su propia vida, impidiendo estancarse en la victimización.
De este modo, de la reparación social de la víctima hemos pasado al discurso victimagógico. Es decir, a utilizar a las víctimas por parte de diferentes lobbies y colectivos, instrumentalizándolas. Así, cualquiera puede ser víctima de las cosas más inverosímiles, pues en la calidad de víctima nadie duda de la palabra de la persona. Convirtiéndose en un arma de manipulación, en una estrategia.
Todo esto es posible porque se recompensa a las personas por asumir una identidad victimista. Es más, se han ido creando incentivos a nivel sociopolítico dando pie al victimismo competitivo, en el que las personas rivalizan por adquirir ese estatus. Incluso hacen uso de la violencia para ello. Como si el valor de su persona valiese lo que vale su identificación victimista. Pero, ¿por qué ocurre? Para empezar porque esta cultura del victimismo sólo se desarrolla en entornos igualitarios. Pues a mayor igualdad se necesita una ofensa cada vez más pequeña para desencadenar un alto nivel de indignación. A estas personas todo les parece poco y hacen de la exigencia permanente su pauta de comportamiento. Pues saben que la queja es un instrumento eficaz y les otorga una superioridad moral. Además, este victimismo se apoya en la desconfianza, pues siempre se es víctima de alguien, de la conspiración de otros y, por lo tanto, no se posee la capacidad de analizar las limitaciones y errores propios. No, los culpables y responsables son siempre los otros.
En palabras de Gudrun Dahl, denominarse víctima no sólo connota a una persona que es herida sino a una persona que considera que eso es parte esencial de su personalidad, de sus relaciones sociales y de su identidad. Una persona que termina definiéndose (conformando su identidad) como víctima.
El vicio de provocar lástima antes que admiración
De todo este victimismo en el que incurren muchos, se desprende otro hecho: hoy en día nos incomoda la víctima que no esconde su vitalidad, su despreocupación. El victimismo ha penetrado en todos los estratos de la sociedad. Y de ello se ha hecho eco el dramaturgo Ignacio del Moral, con su obra Espejo de víctima que está en el teatro María Guerrero hasta el 21 de abril. Una obra sencillamente sublime que pone en tela de juicio cuestiones que nos conciernen a todos. Son dos piezas breves en las que sus protagonistas, Eva Rufo y Jesús Noguero, nos sumergen en las historias que relatan, para sentir y pensar como los personajes que representan. Muestran cómo los múltiples factores psicosociales influyen en las personas para llegar a ser víctimas, victimarios y victimistas. A través de cuestiones como el acoso, la violencia sexual, el terrorismo y el salvajismo de las redes y su impunidad, nos muestran la vida tal y como es: cruda y, en ocasiones, mordaz. Todo un sinuoso recorrido emocional que nos pone frente a un espejo incómodo para reflexionar sobre ese ímpetu que muestra hoy en día la sociedad: ostentar el papel de víctima.
Una obra que animo a ver porque muestra esa tendencia humana que existe de presentarnos como víctimas. De asumir el papel del débil independientemente de nuestra condición social, económica o afectiva. Todo para recibir comprensión, ganar compasión y desprenderse de responsabilidades. Dice Ignacio del Moral que “es paradójico que en una sociedad tan narcisista y exhibicionista como la nuestra, al final parezca preferible causar lástima antes que admiración”. Quizá porque ser víctima nos libera de cualquier obligación.
Foto: Sharon McCutcheon