La destrucción de Europa no es un accidente ni el resultado inevitable de fuerzas externas que, aunque existen, son esencialmente oportunistas. Es, en gran medida, una obra autóctona, una construcción de décadas, paciente, perseverante y suicida. Con leyes, impuestos y burocracia, nuestros gobiernos han ido minando las fuerzas de Europa. Su afán planificador, la ingeniería social, y el moralismo woke han convertido a los ciudadanos europeos en víctimas de sus propios Estados.

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Bajo la promesa del Estado de bienestar perpetuo, nuestros legisladores han ido tejiendo una telaraña de regulaciones, subsidios, prohibiciones, impuestos y controles que ha terminado por cortocircuitar la movilidad social, desincentivar la creación de riqueza y castigar la autonomía individual. La decadencia es pues, en gran medida, made in Europe.

Paradójicamente, este modelo se legitima en nombre de la equidad, la justicia y la sostenibilidad. Pero sus consecuencias reales son otras muy distintas: empobrecimiento, polarización, resentimiento y desafección democrática

La historia está repleta de políticas públicas que consiguieron efectos contrarios a los pretendidos. En la India colonial, por ejemplo, las autoridades intentaron resolver el peligro de la gran abundancia de cobras en una ciudad ofreciendo una recompensa a cada ciudadano que entregase una serpiente muerta. Y la medida funcionó… hasta que algunos descubrieron la rentabilidad de establecer criaderos de cobras, favoreciendo su reproducción para hacer fortuna con los subsidios. Al descubrir la trampa, las autoridades retiraron las ayudas y los criadores liberaron todas sus serpientes. La medida no redujo el número de serpientes, lo multiplicó. El resultado: más muertes por mordedura de serpientes venenosas. Es lo que se conoce como efecto cobra.

Resultados más graves, por su mayor ambición, tuvo la Ley Seca, o Volstead Act, promulgada en EE.UU. en 1920, en un clima de fuerte rectitud moral. «Esta noche, un minuto después de las 12, surgirá una nueva nación. Morirá el demonio del alcohol. De los barrios miserables no quedará más que el recuerdo. Convertiremos las cárceles en fábricas, las celdas en almacenes y silos. Los hombres caminarán erguidos, las mujeres sonreirán y los niños reirán. El infierno se habrá cerrado para siempre», proclamaba uno de los impulsores de la prohibición. Pero los efectos no fueron precisamente los perseguidos: tuvieron que construir nuevas cárceles para encerrar a quienes violaban la prohibición, no se redujo el consumo de alcohol, pero sí su calidad, con frecuentes intoxicaciones. Y, alrededor del tráfico ilegal, proliferaron mafias que corrompieron a muchos servidores de la ley, provocando una mayor degradación moral.

Jack Belden (Nueva York, 1910 – París, 1989), corresponsal de guerra, explicaba que, básicamente, el combate no es más que un ejercicio matemático, una ecuación de movimientos, tiempos, trayectorias y ángulos, que los estrategas resuelven previamente sobre el papel. Sin embargo, tras cubrir la invasión japonesa de China en 1937, la II Guerra Mundial y la guerra civil china de 1949, comprobó que, invariablemente, todos los planes, por minuciosos que fueran, degeneraban en el caos, en un juego de azar donde cualquier resultado, por insólito que pareciera, era posible.

Para Belden, la explicación consistía en que toda acción produce otra acción de respuesta. Por tanto, miles de acciones relacionadas generan a su vez miles de pequeñas reacciones: fricciones, contingencias y azares que, sumados, constituyen una niebla de incertidumbre que lo oscurece todo, incluso cuando los planes se restringen a soldados sumamente entrenados para cumplir órdenes y responder de forma óptima ante cualquier contingencia.

Es en el combate, por su inmediatez, donde mejor y más rápidamente se constata este fenómeno de dislocación entre planificación y desenlace, entre objetivos pretendidos y resultados imprevistos. Pero puede extrapolarse, con mayores desviaciones todavía, a la planificación política, a esa ingeniería social que afecta a individuos con un albedrío mucho mayor que el permitido a los disciplinados militares.

Si en el reducido universo del combate, algo tan simple como atarse mal el cordón de una bota puede derivar en una cadena de sucesos con consecuencias desastrosas, los imponderables de las políticas públicas, incluso las bienintencionadas, darán lugar a muchos más efectos perversos y devastadores puesto que afectan no ya a grupos reducidos de soldados, sino a decenas de millones de individuos, a sociedades enteras.

Este proceso no comenzó ayer, pero se ha acelerado peligrosamente en los últimos quince años. A la Gran Recesión de 2008 le siguió una huida hacia adelante basada en deuda y expansión monetaria que no resolvió los desequilibrios de fondo. Más bien los agravó. La crisis del euro en Europa, el auge del populismo y el estancamiento de la productividad fueron síntomas de un sistema que empezaba a mostrar una peligrosa fatiga estructural.

Pero fue con la pandemia de la Covid-19 cuando la maquinaria planificadora adquirió tintes abiertamente autoritarios, mostrando su peor cara. En nombre de la salud pública, se suspendieron derechos fundamentales, se cerraron economías y se sustituyeron las deliberaciones y controles democráticos por un fantasmagórico régimen de expertos. Como era previsible, superada la crisis sanitaria el Estado no retrocedió: adquirió nuevos poderes, extendió su control y aumentó su gasto.

Poco después, bajo el estandarte de la transición energética, los gobiernos impusieron políticas que penalizan la industria tradicional, encarecen la energía y obligan a las empresas a plegarse a agendas ideológicas si quieren sobrevivir en el mercado regulado. No se trata de una política ambiental sensata y gradual, sino de una reingeniería social disfrazada de virtud climática.

La guinda la puso el fenómeno woke, que colonizó instituciones, universidades, medios y empresas con una nueva ortodoxia moralista. Identidades victimistas, lenguaje vigilado, censura social y privilegios selectivos reemplazaron los ideales de igualdad ante la ley, libertad de expresión y mérito individual. Lo que al principio pudo parecer una sensibilidad progresista legítima degeneró en religión de Estado.

Todo este proceso ha tenido una víctima principal: la clase media europea. No los grandes patrimonios que saben protegerse, ni las élites que viven del presupuesto, ni los dependientes crónicos del subsidio. La diana del sistema es el ciudadano de a pie, fiscalmente exprimido, profesionalmente ahogado y culturalmente reprimido.

Paradójicamente, este modelo se legitima en nombre de la equidad, la justicia y la sostenibilidad. Pero sus consecuencias reales son otras muy distintas: empobrecimiento, polarización, resentimiento y desafección democrática. En lugar de un sistema democrático abierto, con reglas iguales para todos, hemos generado una maquinaria discrecional y extractiva que desincentiva el esfuerzo, premia la obediencia y castiga la crítica.

La historia ofrece ejemplos elocuentes de este tipo de declives inducidos. Desde la Roma tardía hasta la Unión Soviética, pasando por el Imperio Austrohúngaro, la planificación excesiva, la hipertrofia burocrática y el desprecio por la espontaneidad y la cooperación social han sido precursores habituales del colapso. El efecto cobra —aquellas soluciones estatales que agravan el problema original— no es una anécdota, sino una constante de los sistemas sobreplanificados.

Hoy, la lógica del efecto cobra se reproduce en infinidad de frentes. Para paliar el desempleo se crean subsidios que disuaden de trabajar; para reducir emisiones se destruye la industria sin proporcionar alternativas reales, sólo elucubraciones; para garantizar la igualdad se divide a los ciudadanos en tribus indentitarias; para proteger la salud se suspenden libertades esenciales. Y así sucesivamente, en una espiral infernal.

No es China o el “nuevo eje del mal” lo que debilita a Europa: es Europa quien se autolesiona. Pekín observa con interés cómo nos enredamos en nuestras contradicciones, saca provecho de ellas, incluso las incentiva, mientras fortalece su base productiva y su control interno sin renunciar a sus intereses estratégicos. Nosotros, en cambio, saboteamos nuestras fuentes de energía en nombre de una supuesta superioridad moral que, paradójicamente, enmascara intereses y actitudes profundamente inmorales.

Para revertir este fatal proceso no basta con gestionar mejor lo existente. Hace falta una reconstrucción profunda del contrato democrático, basada en la recuperación de la responsabilidad individual, para que actúe como reconstituyente moral, la libertad económica, la simplificación normativa y la neutralidad institucional. Pero, sobre todo, hace falta una ciudadanía dispuesta a exigir ese cambio. Una ciudadanía que entienda que su supervivencia está seriamente comprometida, y que asegurarla no será posible aumentando la dosis de veneno; es decir, exigiendo más y más intervencionismo, de derecha o de izquierda.

Frente a esta disyuntiva, el populismo ha sido convertido en el fantasma perfecto. Se agita su espectro para justificar cualquier exceso del sistema, como si toda crítica al rumbo de colisión de Europa escondiera una amenaza autoritaria. Sin embargo, la verdadera amenaza no proviene del oportunismo de quienes exacerban las pasiones populares, sino del monopolio planificador de unas élites que ya no responden ante nadie. Desviar el foco hacia el populismo sirve para blindar un modelo que es estructuralmente disfuncional, y cuya mayor amenaza no es una rebelión de masas, sino su propia incapacidad para rectificar.

La decadencia de Europa no es inevitable. Pero sí es, hoy por hoy, voluntaria.

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