Vivimos tiempos en los que parece que no ya los más jóvenes, sino las diferentes generaciones que comparten el presente se han sublevado contra el pasado, que han decidido repudiar a sus ancestros y renegar de todas las certezas que estos, a través de la experiencia y la sabiduría acumulada, les legaron. Las generaciones actuales, con mayor énfasis si acaso en los más jóvenes, abogan por un mundo nuevo, radicalmente distinto al heredado. Y a tal fin han invertido el significado de Justicia.

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Para los romanos, la justicia se sustentaba en la idea platónica de la equitas, y consistía básicamente en dar a cada cual su merecido. Este entendimiento, dar a cada cual lo que merece, ha formado parte de nuestro marco común de entendimiento a lo largo de muchos siglos. Hoy, sin embargo, la idea de justicia —y, en consecuencia, su némesis, la injusticia— ha dejado de ser un concepto con un significado claro para convertirse en una oscura herramienta de transformación.

La idea de justicia ya no consiste en dar a cada cual lo que merece, sino proporcionar a determinadas personas aquello de lo que, en comparación con otras, carecen. Lo justo ya no es, por ejemplo, que quienes se esfuerzan y actúan con responsabilidad vean recompensado su trabajo y sacrificio. Lo que haga cada cual es irrelevante, no computa. De hecho, y he aquí la inversión, se considera una insidiosa injusticia que cada cual reciba lo que merece, pues esto nos hace desiguales, y lo justo es que todos tengan lo mismo, lo merezcan o no.

La deriva de la “justicia social”

En las sociedades desarrolladas, donde la riqueza ha aumentado notablemente, la lucha contra contra la pobreza ha dado paso a la búsqueda de la igualdad. En consecuencia, el clásico concepto de justicia ha evolucionado a otro más sofisticado: la justicia social.

La justicia social parte de la idea de anteponer al entendimiento clásico de justicia, donde a cada cual se le da lo que merece, la igualdad de oportunidades. Esto significa que antes de considerar justo que cada cual tenga lo merecido, es necesario que a todos se les proporcionen las mismas opciones para conseguirlo. De esta forma, una sociedad tenderá a ser más justa cuanto mayor sea la igualdad de oportunidades que pueda proporcionar.

Por más que nos esforcemos en alcanzar una sociedad igualitaria, los sujetos seguirán siendo esencialmente diferentes unos de otros. Y lo serán por razones muy diversas que van más allá del ambiente y del concepto nebuloso de la “opresión estructural”

Lamentablemente, la igualdad de oportunidades no garantiza la igualdad de resultados. Y puesto que el concepto moderno de justicia consiste en que todos tendamos a ser iguales y a tener lo mismo, hemos ido un paso más allá. Ya no es suficiente con intentar proporcionar las mismas oportunidades, hay que aplicar una desigualdad de oportunidades inversa; esto es, dar ventaja a quienes lo necesiten en detrimento del resto. Es lo que se llama discriminación positiva.

Sin embargo, por más que nos esforcemos en alcanzar una sociedad igualitaria, los sujetos seguirán siendo esencialmente diferentes unos de otros. Y lo serán por razones muy diversas que van más allá del ambiente y del concepto nebuloso de la “opresión estructural”. Las personas no tienen la misma fuerza de carácter, la misma voluntad, la misma vocación, la misma inteligencia, ni siquiera tienen las mismas aspiraciones. Y sus elecciones también son distintas. Por lo tanto, sus logros tenderán a ser desiguales.

Además, para algunos prosperar económicamente es lo prioritario, para otros, sin embargo, basta con alcanzar un óptimo nivel de bienestar material y, a partir de ahí, priorizan otras cosas. De hecho, la inversión de la idea de justicia parece coincidir con un deseo cada vez mayor de huir de la ética del trabajo, de la exigencia tecnológica y los estigmas de la prosperidad. En cualquier caso, se trata de elecciones distintas con resultados diferentes, pero basadas en decisiones igualmente libres.

Ocurre, sin embargo, que las personas suelen olvidarse de los placeres ya disfrutados, y tienden a arrepentirse a posteriori de sus decisiones cuando no se sienten conformes con lo que finalmente tienen, especialmente si lo comparan con lo que tienen los demás. Les gustaría volver atrás. Pero como no es posible, vuelven su mirada a los políticos para que estos hagan tabla rasa, y a cambio les concederán su voto.

Pero si la acción política tiende a igualar a las personas al margen de sus decisiones, de sus méritos, ¿qué sentido tiene esforzarse?, ¿para qué ser responsable? O, peor, ¿qué valor tiene la libertad? Evidentemente ninguno. De hecho, la libertad individual se convierte en un obstáculo a la hora de transformar el mundo y hacerlo igualitario. Se hace necesario devaluarla, sustituirla por la pertenencia al grupo, de tal suerte que el reconocimiento no se corresponda con los méritos del individuo, sino con identidades basadas en cualidades que no se pueden elegir, como el sexo, el color de la piel o el origen, cualidades que puedan interpretarse como estigmas y justifiquen la intervención política. De esta forma, la identidad colectiva se impone sobre la particular sin que el sujeto tenga control alguno en el proceso. La justicia social es ya más que una transferencia de rentas: es una transferencia de poder del individuo al Estado.

La deshumanización del individuo

Argumentaba una activista del movimiento Blacks Live Matter que el hecho de que los norteamericanos negros asalten y saqueen comercios no debe considerarse delito, sino resarcimiento; es decir, un acto de justicia. Esta argumentación se reproduce de forma similar en el movimiento Me Too, cuyos juicios y condenas sociales al margen de los tribunales ordinarios deben asumirse como una justa compensación a las mujeres. Lo mismo cabe decir del movimiento Okupa, que no respeta la propiedad privada porque la considera injusta. Que este activismo justiciero deshumanice a la persona, dejándola inerme ante el ánimo de la turba, es una consecuencia lógica de su impostada superioridad moral. Al fin y al cabo, si lo que cada cual merezca individualmente no importa, lo lógico es que los derechos fundamentales desaparezcan pues ya no tienen utilidad.

En el origen de esta transformación de la idea de justicia hay un sentimiento de piedad mal entendido. La piedad es disciplina de la voluntad ejercida mediante el respeto. Contempla el derecho a la existencia de entes distintos al ego. En cambio, la justicia igualitaria no sólo niega la alteridad, lo diferente, sino que exige la aniquilación del otro.

Es evidente que la transformación de la idea de justicia no está suponiendo mayor equidad; al contrario, ha acrecentado la inequidad de forma superlativa. Está en el origen de todas las envidias y ambiciones que explican la sensación de que la justicia ha dejado de manifestarse en el mundo. Y es que, al contrario de lo que creen demasiadas almas puras, la justicia no consiste en compadecerse de los colectivos desfavorecidos, sino en la aceptación del otro. Consiste, en definitiva, en darle a cada cual lo que de verdad merece.

Foto: Andrea Piacquadio


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