Vivimos en una sociedad que deifica el éxito hasta el punto de que este, en sus diversas modalidades, parece ser la única ratio en el terreno profesional y hasta el único objetivo vital para millones de personas. Sensu contrario, su no consecución o, más aún, el simple no reconocimiento social del mismo, deviene una tragedia personal, la desdicha del hombre moderno. Por eso los libros y programas de autoayuda casi siempre coinciden en lo mismo, la consecución del triunfo -personal, profesional o empresarial-, como si este fuera el sentido último e indiscutible de la existencia.

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Como en la vida, por más que nos empeñemos, las cosas rara vez son blancas o negras sin más, he de apresurarme a reconocer que tantas monsergas sobre el éxito han generado, como no podía ser menos, una épica de resistencia al mismo en algunos sectores. Otros han optado, de modo complementario, por teñir el triunfo esquivo de un halo romántico, lo que bien podría denominarse la ética –y estética- del perdedor, que tanto juego ha dado en la literatura clásica, en la novela decimonónica y hasta el cine made in Hollywood.

Con todo, debe reconocerse que desde el deporte a las actividades empresariales, pasando naturalmente por la política, el único objetivo contemplable en nuestra sociedad es el triunfo. Como suele decirse, bromas, las justas. La prueba, como recoge el dicho popular, es que la victoria tiene mil padres y la derrota es huérfana. Cuando aparece un libro que reflexiona de modo original sobre el tema, como Instrucciones para fracasar mejor de Miguel Albero (Abada, Madrid, 2013), pensamos, ya desde el propio título, en un guiño sarcástico. ¿Cabe incitar al fracaso como perspectiva? Ya lo dicen los norteamericanos con su característica concisión: born to win.

Asumiendo, pues, que a todos nos han educado para ganar, cabría no obstante explorar la vía del ganador desde una perspectiva opuesta, esto es, no fijándose tanto en lo que se debe hacer para alcanzar la cima sino en lo que no debe hacerse en ningún caso. Pues del mismo modo que un fracaso puntual nos enseña más que cien éxitos, el examen de los errores estratégicos es la mejor brújula para el camino. Esta reflexión es la que me dispongo a hacer, aplicándola al actual escenario político y a los principales partidos y líderes de nuestro ruedo ibérico.

Una de las citas más repetidas en las ciencias sociales proviene de la Alicia de Lewis Carrol, concretamente del pasaje en que uno de los personajes mantiene que las palabras significan lo que él quiere que signifiquen. Para ello solo hace falta una cosa: poder. Por tanto, en el fondo, los discursos se reducen a algo muy simple: quien manda aquí. Quien manda, domina igualmente la concepción imperante del mundo. Ahora bien, a la larga la ecuación tiende a formularse también en sentido inverso: quien puede imponer su ideología, aunque no tenga todavía el poder fáctico, está a un paso de conseguirlo.

En términos más elaborados, se trata del concepto gramsciano de hegemonía. En esa estela, la sociología marxista (Habermas, Bordieu, Chomsky) ha hecho clásica la distinción entre hegemonía cultural y dominio factual, sobre todo si este último se ejecuta mediante la coerción abierta. Así, por poner un ejemplo paradigmático, una dictadura militar se puede imponer por la fuerza de las armas pero tendría los pies de barro al no disponer del consentimiento de los ciudadanos. Entre estos, por el contrario, se crearía una resistencia –para empezar, ideológica- que terminaría socavando el entramado del poder represivo.

Lo antedicho es obviamente una simplificación que requeriría múltiples matizaciones que resultan imposibles en un artículo. No obstante, aplicándolo al caso español, que es lo que nos interesa aquí, se pueden extraer algunas consideraciones interesantes. La ilegitimidad del régimen franquista se proyecta en la democracia como una larga sombra hacia toda la derecha política, sociológica y cultural, que no ha sabido sacudirse el yugo de heredera vergonzante de la dictadura en estas… ¡casi cinco décadas!

La táctica dominante del Partido Popular, sobre todo en los últimos tiempos de Rajoy, ha consistido básicamente en pasar como de puntillas sobre las grandes cuestiones nacionales, cuando no hacerse perdonar su mera existencia. El ministro de Hacienda (Montoro) se ufanaba por ejemplo de descolocar a la oposición de izquierda siendo más radicalmente socialdemócrata que ella. De los aspectos culturales y los medios de comunicación, mejor no hablar, porque la tendencia ha sido, aunque parezca inconcebible o suicida, alimentar hasta sus últimas consecuencias una cosmovisión opuesta y unos grupos de presión ajenos a sus intereses.

Como resultado de ello, la derecha ha podido gobernar en varios períodos (en buena medida, dicho sea de paso, no tanto por méritos propios como por deméritos ajenos: la corrupción del felipismo, el desastre económico de Zapatero), pero nunca ha logrado –mejor dicho, no lo ha intentado siquiera- imponer una hegemonía ideológica y cultural. Solo en este contexto puede entenderse el fulminante éxito de VOX: es la primera vez en los últimos tiempos que un partido de la derecha asume sin complejos el ideario conservador. Ahora bien, su punto de partida es tan débil –socialmente hablando- que le queda por delante una tarea hercúlea para impregnar al conjunto de la ciudadanía.

Citaré tres ejemplos recientes de la inhibición antedicha que conduce en mi opinión al fracaso inexorable. Primero, el famoso juicio a los políticos encausados por el procés. Los testimonios del presidente del Gobierno, la vicepresidenta y el ministro del Interior, las tres principales autoridades del poder ejecutivo cuando se desencadenan los hechos, no han sido decepcionantes, sino algo mucho peor, un vergonzoso espectáculo de abulia, negligencia y cobardía. Con estos servidores del Estado, cuya mayor preocupación es quitarse el muerto de encima y alegar que ellos no sabían nada, sobran hasta los enemigos externos… No es ya solo que el relato esté en manos de los sediciosos. ¡Es que ganan por simple incomparecencia de la otra parte!

Segundo, la conmemoración del 8 de marzo. No se trata de sumarse a regañadientes a las movilizaciones (Ciudadanos) improvisando un feminismo liberal (?) ni limitarse a criticar el secuestro de las mismas por una izquierda montaraz, como ha hecho el PP, sino de construir una alternativa viable, claramente diferenciada, inclusiva y a ser posible ilusionante. Pero, ¡ay!, esto requiere un paciente trabajo previo, no se improvisa el día antes. Los que tanto critican las proclamas del feminismo radical y sectario, ¿qué han hecho para construir otra opción y concienciar a las mujeres y ganarse a la gente para la misma?

Tercera, ante las próximas elecciones generales, no son pocos los que se sorprenden del auge del PSOE, con serias posibilidades de volver al gobierno. Lo que pase realmente ya lo veremos el 28-A, pero lo cierto es que aquí y ahora el candidato Sánchez es el único que está dispuesto a ir a por todas. Ciudadanos se desdibuja y achica, como pasó ya en anteriores convocatorias. El PP nada entre dos aguas, incómodo por la pinza que ejercen a uno y otro lado sus competidores. Podemos ha sido fagocitado prácticamente por un PSOE pragmático, radical y oportunista. VOX intentará arañar lo más posible pero tiene las obvias limitaciones de un partido en formación.

Sostengo desde hace tiempo que Sánchez ha sido minusvalorado como político. No digo como gobernante ni, mucho menos, como estadista, sino simplemente, aunque no es poco, como político maquiavélico que ha logrado resucitar a su partido y ponerle a las puertas de un éxito impensable hace un año. Antítesis del indolente Rajoy, Sánchez es el hombre capaz de todo –y cuando digo todo, quiero decir todo– por aferrarse al poder. Los puristas dirán que eso es éticamente reprobable. Dejémonos de zarandajas. Como decía al principio, el fracaso puede ser muy romántico, pero nadie lo quiere si puede elegir.

Volvamos pues a los términos con los que empezaba esta reflexión. Sánchez puede decir una cosa y su contraria sin el más mínimo rubor, no solo porque tiene el poder sino porque su partido goza de una bien trabajada hegemonía ideológica y cultural en el conjunto de la sociedad española y en particular en sus ámbitos más determinantes –sindicatos, universidades, estudiantes, círculos culturales, creadores de opinión, medios de comunicación, etc.-. Todo lo que sus rivales han descuidado. Ahora, como siempre, querrán recuperar en una campaña electoral todo lo que no han hecho antes.

Foto: Marta Jara


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Rafael Núñez Florencio
Soy Doctor en Filosofía y Letras (especialidad de Historia Contemporánea) y Profesor de Filosofía. Como editor he puesto en marcha diversos proyectos, en el campo de la Filosofía, la Historia y los materiales didácticos. Como crítico colaboro habitualmente en "El Cultural" de "El Mundo" y en "Revista de Libros", revista de la que soy también coordinador. Soy autor de numerosos artículos de divulgación en revistas y publicaciones periódicas de ámbito nacional. Como investigador, he ido derivando desde el análisis de movimientos sociales y políticos (terrorismo anarquista, militarismo y antimilitarismo, crisis del 98) hasta el examen global de ideologías y mentalidades, prioritariamente en el marco español, pero también en el ámbito europeo y universal. Fruto de ellos son decenas de trabajos publicados en revistas especializadas, la intervención en distintos congresos nacionales e internacionales, la colaboración en varios volúmenes colectivos y la publicación de una veintena de libros. Entre los últimos destacan Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Primer Premio de Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto (Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014).