Tras salir de la Universidad me detengo diariamente frente a un Tostao cercano a casa para disfrutar del único café tolerable que dispensa esta tierra, epicentro cafetero de América. Desde esta atalaya he visto crecer vertiginosamente la mendicidad urbana en los últimos meses. En no más de quince minutos cuento hasta una docena de desgraciados que me acechan a veces suplicando cualquier moneda o algo que llevarse a la boca cuando no ofreciendo algún artilugio a cambio. No puedo conciliar dos líneas enteras de lectura sin ver mi atención conmovida por la queja de algún vagabundo. Podría elevar mis plegarias para buscar un culpable digno de un dolor tan fiero. Pero no lo haré. Tampoco me sacudiré el malestar aferrándome al consuelo de una u otra filosofía. Mucho menos descargaré mi ira sobre del poder y sus obscenidades ni apostaré mi culpa a los tejemanejes de la actividad política. Por eso tampoco voy a permitirte a ti que hagas uso de ninguna treta para salirte con la tuya; no te lo consentiré. No obviaré tu vano intento por esquivar tu responsabilidad en este asunto. Ahora aguanta y padece; sé un hombre por una vez. No esperes encontrar en mí elogios que alaben tus creencias voy a sacudir tu corazón hasta que sangre.

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Te acuso a ti lector del torcido fuste por el que se ve precipitada la humanidad a partir de las nuevas expresiones de hambre y de injusticias que ha dado forma la pandemia. Porque fuiste tú quien vencido ante el pavor de verte muerto de sopetón desligaste la economía de la vida. ¿Recuerdas cuando en tu osadía vociferabas “la bolsa o la vida”? Porque fuiste tú quien distes alas a la información chapucera que te presentaban los medios con cifras alarmistas. Porque fuiste tú quien convenciste y te convenciste de que saldríamos mejor parados del confinamiento. Porque fuiste tú quien hiciste oídos sordos de aquellos que te rogábamos prudencia y sentido crítico. Porque fuiste tú quien te aquejabas de tus gobernantes indecisos para decretar encierros masivos, animado por lo que hacían tus pueblos vecinos. Porque fuiste tú quien hoy, mirando hacia otro lado, responsabilizas de los daños causados, a la inflación, o qué sé yo, al capitalismo atroz. Cobarde. Incapaz de reconocer tu majadería ahora regresas destilando una imagen inmaculada para retorcerte como cucaracha aferrándote a cualquier molde que alivie tu responsabilidad. Hombre mansedumbre, que has apartado de tu vista cualquier rastro de dignidad, de templanza heroica; veo tu fondo consumirse por el favor de un sueldo vitalicio aunque solo sea por no enfrentar tus profundas angustias vitales. Ansías una estabilidad hacia afuera que se alimenta de la insoportable inquietud que destilas hacia adentro; arrojado a una falsa tranquilidad solo queda entre tus manos el insoportable impulso de sobrevivir a toda costa. Eres el hazmerreír para un Licurgo, la sombra sin forma para Catón, un advenedizo en el ardor del combate para Temístocles o un fuego sin llama para Cicerón. ¡Ay pobre de ti! Quién hará por recordar las ningunas hazañas por las que hubieras esperado sobrevivir al olvido. Nadie lo hará contigo. La historia hace justicia con el cobarde aplastándolo primero y luego devorándolo con su máquina intemporal.

Sócrates elevó a los altares la máxima que lleva su nombre “solo sé que no sé nada” por admiración a la verdad; el hombre de hoy lo hace por el miedo de enfrentar su causa

Es a ti hombre de hoy a quien dirijo esta amarga plegaria, pero es a ti español a quién le hablo, aunque lo haga desde Colombia. Tú que dejaste saquear el fondo de tu alma por nada, solo para desentenderte de los principios rectos de las cosas y volcarte en la insignificancia. Presumes de ser creyente sin ir a misa, de amar sin tratar con el compromiso, de formar una familia de perros y gatos. Qué sensación tan abominable sacude mi estómago cada vez que pongo mis pies en Barajas. Un pueblo declaradamente autosatisfecho que tilda de radical cualquier cosa que exija de él algún compromiso más allá de levantar su trasero del sofá. Buscando saciar una honda sed de sentido pasa sus días entre bares atiborrado de cerveza, adormeciendo los rasgos de nobleza y virtud más elevados y perfectos. Bien acomodado se enorgullece de gritar a los cuatro vientos cualquier mantra ideológico (¡feminismos!, ¡ecologismos!, ¡animalismos!) despreciando la libertad de conciencia por la que tanta sangre sufragamos. ¡Pobre desgraciado! si levantara la cabeza el padre Feijoo, no encontrarías rincón desde el Ferrol hasta Tarifa donde esconder tus vergüenzas. ¡Cobarde!, que practicas la servidumbre voluntaria para no meterte en líos (esa es tu mayor devoción, ¿verdad?) aunque sea al precio de rendir un pedazo de tu dignidad. Qué más dará, ¿cierto? a fin de cuentas un trozo de carne es. Siempre tendrás a tu favor cualquier causa universal (¡viva el medioambiente!) para hacer tolerable la vida miserable que has vaciado en la conquista de los placeres mundanos (sexo y más sexo veo repartirse entre los grupos de WhatsApp a los que dejé de pertenecer).

No hay causa que el español no la trate como forofo. Grita, se enfada, amenaza, pero ahí quedó todo su berrinche. Vuelve a acomodar el trasero a la butaca para esperar con la misma desgana con la que se encolerizó que la cosa regrese a su cauce. Y si el pueblo se viste de hooligan el profesor de universidad lo hace de sofista. Se apropia del buen nombre de la libertad de ideas para adjurar en tono jocoso la dicha de que nada puede saberse del todo (nunca le hizo tan feliz encontrarse tan impotente frente a la verdad). Sócrates elevó a los altares la máxima que lleva su nombre “solo sé que no sé nada” por admiración a la verdad; el hombre de hoy lo hace por el miedo de enfrentar su causa (¿entienden ahora por qué la universidad española anda descreída e insignificante?). Triunfo de la pequeñez.

De tanto forzar el espíritu hacia la tibieza, el español, antaño un ser aguerrido, se hace un sensibloide. Aparta de sus ojos el dolor y la muerte no porque con ello crea pasar por el arco de la civilización el horror y la injusticia; sino porque no tiene agallas para enfrentar lo que no sea el placer y el buen rollismo. Se aferra al aplacamiento del dolor en cada ámbito de la existencia (hipermedicado) cuando no cree poder eliminarlo, ignorando la veta redentora que contrae el dolor en el hombre. ¡Qué sería de nosotros sin el sufrimiento que causaron las cruentas luchas que engrandecieron a Roma, y que por obra y gracia de Dios, hizo introducir el derecho en nuestra península mudando con ello las costumbres bárbaras de nuestros antepasados! Te imagino a ti con tu celular fruñir el ceño y soltar esa carcajada cínica de autosuficiencia creyéndote superior a tu estirpe. ¿Tú? que un virus ha consagrado en ti todas las humillaciones por las que cualquier hombre de antaño le hubiese sido intolerable desfilar un segundo más por esta vida. Qué valiente te crees twitteando y que cobarde entre mortales.

Y, por fin, nos topamos con la iglesia en casa. En su decidido afán por recuperar fieles solo ha conseguido, en esa inercia de hispánica decrepitud, perderse a ella misma. Más preocupada por hacer homilías que no levanten ampollas ha aborrecido al más creyente limando sus ejercicios apostólicos a simplezas del tipo Dios es amor. Al enterrar la figura del diablo de sus parlamentos, el sacerdote dilapida una fe heroica, despide para siempre la lucha que hace al hombre virtuoso, para arrojarlo a un juego de supercherías donde la redención se hace pasar por un no desear el mal ajeno y un padrenuestro dominical. ¿Qué fe quieres ver cundir entre tu pueblo ante tanta falta de vocación? Así podría pasarme todo el día despedazando cada ramal, cada retaguardia desde donde el español esconde su culpa para desentenderse de la dignidad a la que hemos sido llamados. Y, sin embargo, decido parar aquí, ahora que siento mi sangre enfurecida no deseo que lo arrojado en estas líneas se vea reñido de argumentos y depuesto por la aflicción de mis dolores patrios. Para aquellos que puedan pensar que bien haría con no volver al lugar que tanto dolor me causa, les respondo: seguiré yendo a España porque esta es mi patria y porque esto que hoy escribo contra ti hace tiempo que lo hice contra mí mismo.

Foto: Dan Burton.


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Antonini de Jiménez
Soy Doctor en Economía, pero antes tuve que hacer una maestría en Political Economy en la London School of Economics (LSE) por invitación obligada de mi amado padre. Autodidacta, trotamundos empedernido. He dado clases en la Pannasastra University of Cambodia, Royal University of Laws and Economics, El Colegio de la Frontera Norte de México, o la Universidad Católica de Pereira donde actualmente ejerzo como docente-investigador. Escribo artículos científicos que nadie lee pero que las universidades se congratulan. Quiero conocer el mundo corroborando lo que leo con lo que experimento. Por eso he renunciado a todo lo que no sea aprender en mayúsculas. A veces juego al ajedrez, y siempre me acuesto después del ocaso y antes del alba.