Nuestra vida personal se enfrenta con mucha frecuencia a lo inesperado, y es de agradecer, porque una vida previsible al ciento por ciento acabaría siendo un muermo, así que casi todos preferimos una cierta mezcla soportable de orden y sorpresa. En el plano colectivo, lo inesperado es también un ingrediente que no cabe descontar, y por eso nunca estamos por entero ciertos de lo que pueda suceder mañana. Sin embargo, cuando lo imprevisible se convierte en una regla indomeñable, cuando subvierte el orden y el sentido que hemos depositado en la costumbre y en los ritos, el mundo de la vida parece venirse abajo y la razón puede perecer a manos de la peor de las pasiones, del pánico colectivo. Esto es parte de lo que podría pasarnos en las próximas semanas, a nada que los misterios incomprensibles de la biología den en circular por curvas vertiginosas, y tendremos que esforzarnos en evitarlo.

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Por eso pienso que la experiencia de la pandemia Cov19 puede traer, tendría que traer, un cierto incremento de la capacidad reflexiva, de esas virtudes intelectuales que nos empeñamos en descuidar confiados de modo bastante irreflexivo en que los mecanismos sociales y culturales propios de una vida civilizada hacen bastante innecesario el espíritu crítico, la capacidad de juzgar con independencia pensando por cuenta propia. Todo funciona, pensamos, y lo propio es relajarse y disfrutar. Una parte de ese condimento pensante demediado suele dedicarse a fortalecer los caprichos, se invierte en pedir la Luna y en cultivar la indignación por los defectos de los demás, la envidia encapsulada en esos ideales que anuncian que otro mundo es posible.

La pandemia nos coloca en una situación enteramente inédita porque nos hace ver que la esperanza en la normalidad es muy precaria y que, recordando una idea de Bastiat, el Estado deja de ser la gran ficción a través de la cual se trata de vivir a costa de los demás, sencillamente porque lo sensato vuelve a ser vivir de tal forma que nos protejamos y ayudemos a nuestros semejantes. Dicho de otro modo, cualquier crisis realmente honda desnuda las pretensiones providenciales de la política y nos coloca ante ese sentido de responsabilidad que muchas políticas pretenden erradicar para que tengamos que depositar cualquier esperanza de dignidad en los derechos que graciosamente se nos otorguen.

Ahora estamos ya en la fase de la crisis en que los políticos renuncian a ocultar el mal y tratan de disimular con poco pudor el tiempo perdido por miedo a tener que explicar al público que pintan bastos, que la sanidad pública no puede garantizarlo todo, que seguramente no dispondremos del crédito necesario para superar el desastre, pero seguirán tratando de disimular su responsabilidad y tratando, impúdicamente, de arrimar el ascua a su sardina partidista

No sabemos qué será de nosotros en los próximos meses, y nos tememos que el resultado de esta lucha desigual y un tanto a ciegas contra el virus tenga resultados desastrosos en términos de vidas humanas, pero, sobre todo, en forma de destrucción económica y de crisis prolongada. Si eso acaba por suceder, no estaría mal recordar que el último episodio de nuestra vida alegre colectiva fue una celebración de las demandas feministas hábilmente gestionada por quienes seguramente ya sabían que habrían tenido que arriar la zanahoria y enseñar el palo, lo que se pusieron a hacer con premura en horas veinticuatro. Ahora, el buen gobierno nos hace mucha falta porque el pánico puede empeorarlo todo, y los políticos ensayan a toda prisa el tono moral y patriótico, la llamada a la responsabilidad y al respeto que no jugó ningún papel ni en la manifestación de marras ni en los primeros intentos de convencernos de que el Cov19 era un enemigo insignificante.

No sabemos cuál va a ser el tamaño efectivo de esta crisis, ni podemos saber cuán desastrosas puedan ser sus consecuencias; tampoco sabemos cómo reaccionará la opinión pública tras un desastre que los políticos tratarán de presentar como inevitable pero que saben con certeza que puede ser el escenario en el que una mayoría sumisa y distraída por los innumerables realitys de la TV, personas que nunca  piensan sino creen porque no lo consideran necesario, descubran sin demasiado esfuerzo las patrañas que se estaban tragando.

Mucha gente que tiende a creer en los políticos que excitan su imaginación con promesas absurdas y conquistas quiméricas, de la misma ingenua forma que los niños creen en los Reyes Magos, podría caer en la cuenta de que los milagros no existen y que los festines y las propagandas los estaban pagando ellos mientras la crisis los ha dejado sin nada o casi nada, sin empleo, sin ahorros y con escasas perspectivas de bienestar. Podría suceder que reaccionen visitando los museos de arte contemporáneo o las innumerables melonadas que, por aquí y por allá, se han hecho con el dinero de sus cotizaciones, pero no es probable que se consuelen con tan poco.

Ahora estamos ya en la fase de la crisis en que los políticos renuncian a ocultar el mal y tratan de disimular con poco pudor el tiempo perdido por miedo a tener que explicar al público que pintan bastos, que la sanidad pública no puede garantizarlo todo, que seguramente no dispondremos del crédito necesario para superar el desastre, pero seguirán tratando de disimular su responsabilidad y tratando, impúdicamente, de arrimar el ascua a su sardina partidista y electoral, sin olvidar a los miserables que estarán tratando de sacar alguna comisión o ventaja. Pero las virtudes que ahora no tienen otro remedio que predicar, la responsabilidad individual, el respeto, la prudencia, la previsión, el cuidado propio, la generosidad y la solidaridad, pueden volverse en contra de esas políticas que tan bien funcionan sobre el esquema contrario, que prometen que darán lo que no se merece, que titulan al que no sabe, que pretenden la igualdad universal para que todos puedan estar arriba, pero solo sirven para empujar hacia abajo.

Ya veremos; lo que toca ahora es reconocer que la vida de cada cual depende mucho más de lo deseable de azares, y que, tanto de modo individual como colectivamente, necesitamos esforzarnos para mantener la libertad, la dignidad y la civilización porque, como escribió José Jiménez Lozano, una de las glorias literarias de ahora mismo, muy recientemente fallecido, la capa que nos separa del desastre y la barbarie es muy delgada.

Tal vez no veamos cambios espectaculares, pero la masa oculta sobre la que se soporta nuestro modo de vida va a ser sometida a prueba y muchos comprenderán, al fin, cosas que otros, más aviesos y aprovechados, siempre han tratado que nadie advierta.

Foto: Dimitri Karastelev

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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web