Si las encuestas no nos confunden, parece que hay una cierta mayoría de españoles hartos del Gobierno de Sánchez, pero si la prensa tampoco nos engaña, también parece que Sánchez, aparte de estar encantado de haberse conocido, está convencido de que será capaz de tapar la boca a tanto discrepante con los presupuestos más sociales de la historia, una expresión que, aunque se haya repetido con frecuencia, no debe de considerarse mera retórica pues el Gobierno parece dispuesto a gastar como si no hubiese un mañana.
Muchos de los que están hartos del sanchismo y se creen capaces de pensar más a fondo de lo que es frecuente consideran que la situación de España es más grave de lo que se estima, ya que, a su parecer, estamos sumidos en una “crisis de valores” (que según parece no es solo española) y consideran que ese es el verdadero motivo de la falta de reacción frente a la política de Sánchez, ya que, aunque proclamen que una mayoría detesta al Gobierno no se sienten del todo seguros de que esa desafección se pueda traducir en suficientes votos, ni, por descontado, en suficientes escaños. Debiera bastar con apuntar que el recurso retórico a esa crisis es tan viejo como la humanidad para no tomar en serio esos diagnósticos de mal perdedor.
El descontento visible de amplias capas de la sociedad española precisa un cambio de importancia, no se va a movilizar por el mero impulso del turnismo o de lo que se llama el voto útil
Ahora mismo es muy frecuente la contaminación de la ética y de la política por el lenguaje de la bolsa y del mercado, valores que suben y bajan, que fluctúan, como si eso explicase algo de lo que nos pasa, y no me parece que ese sea el caso. Los que gustan profundizar de este modo en los motivos de la crisis lo que consiguen es hacer verosímil una excusa de su incapacidad, en la medida en que dan a entender que hay algo que escapa a cualquier empeño porque depende de factores más allá de control, de algún arcano maléfico cuya existencia nos exoneraría de cualquier responsabilidad, muy en particular de cualquier responsabilidad política.
En mi humilde opinión lo que en verdad ocurre es que el poder político de la izquierda aliada con los nacionalismos no se enfrenta a una alternativa lo bastante nítida ni demasiado atractiva. Se da por hecho, lo que es un error de principio, que no es posible presentar un programa suficiente y prometedor para todos los españoles, que es lo que en realidad debiera preocupar a un partido que se pretenda nacional. Sean los que fueren los beneficios del Estado autonómico, entre ellos no figura el contribuir a que las propuestas de alcance nacional gocen de popularidad y preeminencia porque, con una miopía de campanario, los líderes de cada autonomía se dedican a lo suyo, seguros de que eso es lo que puede lograr que se mantengan en el poder.
Por esta y por otras razones similares, la política nacional se ve reducida al puro enfrentamiento, a una oposición esencialista y sin programa o con programas gastados y archisabidos, como la pamema de que subo los impuestos para hacer políticas sociales o que, como soy mejor que tú, voy a poder hacer mejores políticas sociales sin subir los impuestos o bajándolos si llega el caso. Todo es bla, bla, bla, la retórica necesaria para encubrir la ambición simulando que se tiene un proyecto ganador.
La verdad es que un programa claro y ambicioso no aparece por ninguna parte, como no sea en forma de baladronada o de la más completa vaciedad, es decir en la presentación más torpe que quepa imaginar de una ideología nebulosa. Es claro que hay muchos electores a los que les basta con eso, hartos como están de soportar al Gobierno más mendaz y arbitrario que hemos padecido. Pero no debería perderse de vista de ninguna manera que eso pudiera no bastar, que si no se consigue movilizar a buena parte del electorado harto del tinglado maniqueo no será fácil ganar más escaños que los que sea capaz de arracimar Sánchez con los apoyos más inverosímiles y hasta contradictorios a los que buscará contentar con la bolsa de sus incesantes dádivas y compromisos.
Sánchez ha demostrado de forma repetida de lo que es capaz, de dormir con sus enemigos (a los que ha convertido en edecanes y acabará por transformar en fieles aliados), de saltarse cualquier clase de compromiso previo (como lo del Sahara) o de ciscarse en cualquier regla de apariencia intangible. Es un político temible al que no se puede combatir con la hartura que siempre provocan los gobiernos, sino con un programa que sea capaz de volver a ilusionar a muchos millones de españoles con un futuro digno y mejor en el que las posibilidades de la democracia vuelvan a hacer que la economía crezca, que la libertad se fortalezca y que el progreso hacia una igualdad deseable y tangible entre todos pueda reanudarse.
Pero eso no lo podrá conseguir jamás un partido que se proponga hacer lo mismo, aunque mejor. El éxito difícil solo se entregará a quienes sepan ser audaces, a quienes se atrevan a proponer políticas muy distintas y bien pensadas en todos esos asuntos que los españoles saben de sobra que están mal, rematadamente mal, peor cada año que pasa. Hacer lo mismo solo que mejor fue lo que intentó hacer Rajoy con el éxito que está en la memoria de todos. Causa estupefacción que esa política, que se supone austera pero que hizo crecer la deuda pública de manera escandalosa, que dejó absorto e inerme al Estado frente al independentismo catalán, sea invocado como un precedente memorable por, al menos, una parte muy significativa de los dirigentes del PP.
Un partido que no tenga una política muy distinta a la que proclama Sánchez en materia fiscal, de justicia, de reforma institucional, de sanidad, de educación, de universidades, de defensa, de infraestructuras y un largo etcétera no será capaz de forjar la nueva mayoría que se necesita para que España pueda salir de lo que ya son casi dos décadas sin crecimiento económico, sin reformas importantes y con casi todos los índices significativos en claro retroceso.
El descontento visible de amplias capas de la sociedad española precisa un cambio de importancia, no se va a movilizar por el mero impulso del turnismo o de lo que se llama el voto útil. Además, los que votan en contra no está claro que sean ahora mayoría ni que vayan a serlo en el futuro electoral. Falta construir una alternativa verosímil, nacional, clara y comprensible y eso no puede hacerse con solo críticas, con solo quejas o con solo vagas promesas de que lo haremos mejor y sin molestar a nadie.
Por extraño que parezca, un partido como el PP, tras protagonizar una especie de magnicidio, ha decidido que no necesita un Congreso político, le ha bastado con el aplauso unánime (siempre lo son) a un líder que se dice experimentado, lo que es probable que se deba a una confusión entre la política de verdad y la administración territorial, por compleja que sea. Si la nueva dirección da en creer que no necesita más armazón que el bussines as usual estará apostando con frivolidad por negar las razones que han asistido a muchos millones de españoles para negar el voto a su partido, para dárselo a otros o para quedarse en casa. Como la política es siempre un reino de sorpresas no me jugaría yo la vida a que no lo consiguen, pero mientras la dirección del PP no dé muestras de que necesita refuerzos muy de fondo y un argumentario más amplio realista y persuasivo, acepto apuestas moderadas sobre el caso, por desgracia.