Con bombo, platillos y globos de colores, el ministro de consumo español, Alberto Garzón, anunciaba la pronta implementación del sistema de etiquetado para productos alimentarios conocido como Nutri-Score. El asunto no es una invención del señor Garzón. Nutri-Score es un algoritmo desarrollado en 2005 en el Reino Unido por un equipo de investigación de la universidad de Oxford, con el objetivo de regular la publicidad enfocada a los niños. Poco a poco, y con el apoyo incondicional de multinacionales alimentarias como Danone, Iglo y McCain se fue implantando en la Unión Europea el semáforo de Nutri-Score, que instaura un sistema de etiquetado nutricional que no hace necesariamente a las personas más sanas, pero que perfecciona las estrategias de marketing. Se intenta instrumentalizar la política con el fin de regular los alimentos a través de declaraciones de propiedades saludables y, por lo tanto, no tanto de hacer que la gente se alimente mejor y adelgace, sino que el mercado sea más ágil, mediante la pertinente sangría de competidores.

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En el futuro, el llamado Nutri-Score se estampará prominentemente en el empaquetado, indicando – como si de una recomendación aparentemente científica se tratase- lo que usted puede tomar del estante y el congelador y lo que debe dejar por “insano”. Cinco campos de color que van de una A verde a una E roja están destinados a proporcionar a los consumidores una orientación útil al comprar. El verde señara la ilusión de una dieta saludable y el rojo es el color de advertencia de todos ya conocido. El Nutri-Score hace superfluo saber cómo debe ser una dieta individualmente equilibrada. ¿Quién querrá lidiar con los carbohidratos, las proteínas y las grasas, los minerales o las vitaminas de manera personalizada si la parte frontal del envase de los alimentos ya indica lo que debería ir sin dudas ni preguntas de los estantes del comercio a sus hogares?

Esto puede ser beneficioso para el marketing individual de estas empresas, para el consumidor es pura confusión. Así encontrará en el comercio que un aceite de colza marcado con una C es “obviamente” mejor que un aceite de oliva marcado con una D. ¿Por qué el aceite de oliva, que es una parte esencial de la cocina mediterránea repetidamente alabada, es repentinamente dañino?

Implantar la idea de este semáforo requiere ignorar los fundamentos de la ciencia nutricional. La dieta individual de una persona es la suma de los diferentes alimentos con sus diversas características, que consume en distintas cantidades. Los estrategas del semáforo nos dicen, pero, que no debemos preocuparnos ya de cosas tan fundamentales. Después de todo, hay que darle a la complejidad de la nutrición una estructura simple que nos permita a los consumidores, ignorantes como somos, “acertar” a la hora de elegir el producto que mejor nos conviene. El daño colateral de esta estrategia no es solo la discriminación contra los alimentos valiosos (como el aceite de oliva, por ejemplo), sino, en última instancia, el fin de todo esfuerzo pasado, presente y futuro en la educación nutricional. Nadie tiene que preocuparse por los principios de una dieta equilibrada cuando los colores del semáforo indican qué comprar.

Los colores de semáforo verde y rojo son perfectamente condicionantes: verde significa “bueno”, rojo significa “peligro”. El verde es saludable y un producto marcado en rojo aparentemente solo es adecuado para consumidores que estén dispuestos a correr riesgos. Sin embargo, dada la complejidad de la nutrición, no existe una base científica tras el algoritmo que el ministro pretende imponer. Leamos al profesor John Ioannidis, que analiza la calidad científica de la investigación en la Universidad de Stanford. Según su metaestudio sobre nutrición, el 85 por ciento de los supuestos hallazgos nutricionales son estudios observacionales, interpretaciones y suposiciones que deberían ir directamente a la papelera. El profesor Peter Stehle, ex presidente de la Sociedad Alemana de Nutrición, tiene una visión similar al respecto: rechaza fundamentalmente una división en alimentos buenos y malos. Critica fórmulas como «saludable» y «no saludable» como incorrectas porque dan la impresión de que se permite hacer una y no la otra. En la investigación nutricional, según Stehle, no debería haber blanco y negro (es decir, verde y rojo en el Nutri-Score).

El Nutri-Score es la implementación de supuestos y afirmaciones aparentemente científicas con las que las empresas pretenden proponer una buena selección de sus productos. Para su cálculo, cuatro componentes supuestamente negativos como las calorías, el azúcar, los ácidos grasos saturados y la sal se contraponen con componentes supuestamente positivos como la proporción de frutas, verduras, frutos secos, proteínas y fibra. El algoritmo mide, puntúa y compensa para obtener un color o una letra. Esta generalización lleva a los disparatados resultados de que, por ejemplo, un aceite de oliva recibe una D (¡naranja, peligro!) Suponiendo que alguien se bebe la botella de litro con deleite, el aceite podría merecer esa la advertencia. Pero solo en ese caso. El agua agregada a las comidas precocinadas, in embargo, empuja la puntuación en la dirección verde. Por supuesto, esto es especialmente conveniente para los productores de platos precocinados industrialmente. Mucha agua reduce el contenido de calorías relativas y, por lo tanto, obtiene un valor más “verde” en comparación con los productos secos.

Esto puede ser beneficioso para el marketing individual de estas empresas, para el consumidor es pura confusión. Así encontrará en el comercio que un aceite de colza marcado con una C es “obviamente” mejor que un aceite de oliva marcado con una D. ¿Por qué el aceite de oliva, que es una parte esencial de la cocina mediterránea repetidamente alabada, es repentinamente dañino? ¿Debería usted elegir un pan fresco de centeno con una A porque un pan crujiente (también de centeno) solo está etiquetado con una C? ¿Por qué un salmón ahumado está marcado con una insalubre D, mientras que un salmón congelado está marcado con una A? Una comida industrial preparada con escalope, espagueti y salsa de tomate da la impresión, con su enorme A verde, de que es particularmente valiosa como alimento diario. Si busca variación en la dieta, decídase por los palitos de pescado marcados con una B verde lima, que puede combinar con patatas fritas ya preparadas que llevan una A verde intenso.

No, esto no va de alimentarse mejor o de forma más saludable. Esto va de vender más y mejor. En febrero de 2016, Nestlé intentó instrumentalizar a los parlamentarios de la UE con asombroso descaro al presentar su artículo de pago “Se busca: política de la UE para una mejor innovación en nutrición”. Si las nuevas recetas de Nestlé, que la compañía considera el punto de referencia en nutrición, ya no saben tan bien para los consumidores, la competencia también debería verse obligada a cumplir con sus recetas. Si el muesli ya no sabe bien en Nestlé, tampoco debería saber bien en productos de la competencia. Usted pensará: en realidad, los saleros y azucareros pertenecen a los consumidores. En aquel momento Nestlé dijo literalmente: «Los consumidores no aceptan cambios importantes en el sabor de un producto y luego buscan alternativas o agregan azúcar o sal ellos mismos». ¡Terrible! ¡Pecado!

Ahora el ministro Garzón, con el pretexto de la protección del consumidor, introduce un sistema cuyo único fin es el de mutilar el mercado. El semáforo trata sobre la elaboración de perfiles y la discriminación de alimentos por motivos estratégicos a través de la regulación. Se sugiere al consumidor que puede comer de manera saludable sin pensarlo, basta con elegir tantos productos de colorín verde/letra A como sea posible. Debe acercarse a las marcas rojas con precaución. Los ciudadanos pueden votar a su partido, pero son demasiado estúpidos para ir de compras.

Foto: Nathália Rosa.


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