«Más que hablar de la película, me gustaría hablar de la cultura»; así de estupendo se ponía la otra noche Jaume Roures al ir a recoger su Goya por El buen patrón (un tipo que tiene el rostro de producir una crítica a los malvados empresarios capitalistas después de lo que él mismo hizo como empresario con el diario Público). El caso es que cada año por estas fechas y con ocasión de esos Premios la industria del cine se envuelve en el prestigioso manto de la cultura. El cine, por supuesto, es el séptimo arte; pero ante la machacona insistencia de académicos y premiados no está de más preguntarse en qué consiste, en nuestro siglo, eso de ser culto.
Cuando yo era adolescente —entre el Ordovícico y el Cámbrico, más o menos—, ver cine en blanco y negro o escuchar ópera no era especialmente culto y ni siquiera vintage, sino opciones que se escogían entre muchas. Los niños nos criábamos con Félix Rodríguez de la Fuente, los conciertos matinales de la Orquesta de RTVE y Érase una vez el hombre, digamos, con cierta «naturalidad culta». Cualquier noche (¡en prime time!) te encontrabas a Rigoletto cantando la muerte de su hija Gilda, y un tal José Luis Garci se tiraba diez años en La 2 programando clásicos del Séptimo Arte, para disfrute de entre medio y un millón de espectadores vulgares. Ser culto, en general y en definitiva, era un gozo accesible, muy de clase media, y rara vez era un modo de fardar, precisamente porque era ser algo que podía ser quien quisiera.
Se cultiva quien se planta en el suelo, renuncia a la infinita fluidez posmoderna y elige lo bueno por encima de lo nuevo. Como resulta que todos los días y en todos los ámbitos nacen cosas buenas, no se trata de ser inmovilista o reaccionario, sino arrojado y honesto
Desde entonces, las posibilidades de acceder a las artes, las humanidades y las ciencias no han dejado de crecer. Sin embargo, ser culto ya no es un objetivo noble, sino una suerte de frikismo, impostura y/o conservadurismo por defecto, algo entre indefendible e inconveniente. Tan es así que hemos parido el término «cultureta», con el que despachamos igual a quien, insustancial, alardea de cultura, y a quien por cultivarse ridiculizamos porque nos hace sentir incultos. Internet tiene parte de culpa, por ofrecer un espejismo de conocimiento, el «mal de la Wikipedia» que nos ha hecho concebir la demencial idea de que la cultura es algo externalizable, como una prótesis, algo a lo que podemos acceder con algunos clics y unos pocos segundos de lectura. No obstante, si decimos «ser culto» es precisamente porque es una forma de ser, no una app, un producto o una pose. La persona cultivada está plantada de determinada manera sobre el mundo, persigue unos fines que concreta en ciertas conductas.
Para empezar, la persona culta tiene gusto. Ni siquiera tiene que ser bueno, sino propio, respetuoso y, al tiempo, irreverente, pero ante todo informado. Cultivarse es procurarse mapas, saber dónde está cada cosa, para después establecer prioridades. Se sabe de ballet, orquídeas, literatura checa, teatro del absurdo o comics porque se aman esos artefactos que los seres humanos alumbran. Se ama sin rendir borreguil pleitesía, gustando de unas cosas más que de otras, discerniendo y criticando, pero el quid está en reverenciar más allá de los gustos. Puede que me aburra Beethoven, pero no puedo ponerlo detrás de David Guetta, aunque tenga todos los discos de este y se me resista la 5ª Sinfonía. Vermeer está diez galaxias más arriba que Banksy, Praxíteles no se puede comparar a una falla valenciana; luego cada cual decora su salón o su barrio como quiere y puede. Es culto quien identifica y reconoce una constelación de excelencias en la que cada astro tiene su sitio, e implica amar un legado y no mezclar churras con merinas.
La cultura no está solo en los libros, por más que estos sean su mejor vehículo, sino también en el cine, el teatro, la música, la naturaleza, y en las demás personas. Algunas personas son libros extraordinarios, y quien se cierra a la experiencia de leerlas corre el peligro de que su cultura mute en erudición, tal y como la definía Ambroise Bierce en El diccionario del diablo: «Polvillo que cae de un libro a un cráneo vacío». Cultivarse comporta probar muchas cosas —con ánimo diletante— y atreverse a abandonar el terruño. Reconocer muchas propuestas de lo conmovedor y lo bello, no negarse esas experiencias, es una demostración de cultura.
La persona culta es anti-ideológica. Quien tiene ideología en vez de ideas no puede ser culto, por más que vista con referencias cultas ese núcleo ideológico que no cambiará en ningún caso. Esa dimisión crítica te convierte en un paleto conversacional, en un hooligan argumentativo; la lógica y la dialéctica también son consustanciales a ser culto. A este respecto, las redes sociales son un problema muy serio, porque espolean a los opinadores, promueven el enfrentamiento y la indignación y aúpan el cuñadismo a sus más altas cotas. No está cultivado quien no ha desarrollado su propio juicio, si no en cuanto a todo, sí sobre lo que más importa; aunque se cubra con el confeti de abultadas cuentas bancarias y el glamur de la alfombra roja, nada más chabacano que corear consignas.
Hoy no se puede ser culto a espaldas de la tecnología y la ciencia. Eso no implica ser hábil con todas las máquinas o aplicando el método científico, sino saber lo que hay y cómo impacta en nuestras vidas. No han faltado literatos ni artistas plásticos que renieguen de los ordenadores o las matemáticas; quienes justamente alaban a Homero pero no saben quién fue Euler, ni cómo han cambiado el mundo sus bellas ecuaciones. Tampoco es culto despreciar el fútbol o los toros, porque una cosa es que te disgusten y otra no querer entender el porqué de su relevancia. Lo contrario, el encomio tecnocientífico sin reservas, también es cateto. A diferencia del novólatra, la persona cultivada enjuicia con mirada larga lo que la ciencia y la tecnología producen; no queda deslumbrado y sabe conectar pasado, presente y futuro. Como decía Bruce Sterling, «el pasado es un tipo de futuro que ya ha sucedido», de ahí que los adanistas —entre los que hay no pocos tecnófilos atolondrados— jamás vayan a ser cultos.
Se cultiva quien se planta en el suelo, renuncia a la infinita fluidez posmoderna y elige lo bueno por encima de lo nuevo. Como resulta que todos los días y en todos los ámbitos nacen cosas buenas, no se trata de ser inmovilista o reaccionario, sino arrojado y honesto. Hay que bajar la pelota al suelo, otear el campo y repartir juego, sin que a uno lo dobleguen la moda ni el histérico correcalles contemporáneo. Eso conlleva ser conservador, en el sentido lúcido del adjetivo, es decir, demostrar la determinación fuerte y activa de querer conservar (o recuperar) lo bueno. ¿Hay alguien en su sano juicio que no sea conservador en estos términos?
Hubo un tiempo en que cultura y elitismo solían ir de la mano. Ya terminamos con eso; ahora internet, junto a las bibliotecas y otros recursos públicos, ponen al alcance de todos un acervo cultural inabarcable. La dificultad, hoy, es otra: que cultivarte te importe. Vivimos tiempos ultraemotivos y antiintelectuales; en parte, porque las nuevas castas pretenden ocultar ese tesoro de libertad accesible, de ahí que se esfuercen en hundir la educación pública con sucesivas estafas pedagógicas, despreciar la cultura (salvo para hacerse fotos en los Goya) e insistir en las bondades de los dispositivos desatencionales, para que cultivarse sea el hecho diferencial con el que su prole perpetúe la saga. Así las cosas, la nueva revolución está en poner en las manos, oídos y ojos de nuestros hijos a Dante, la Bioquímica de Stryer, Bach y todo lo que ha filmado Billy Wilder, para que no quieran estar en la calle derribando estatuas, ni ser reducidos a un meme o un hashtag.
Todo el mundo nace en determinada cultura, es cultivado en cierto suelo. Cultivarnos es lo que nos permite trascender ese medio inmediato, acceder a más voces y pensamientos y abrirnos a la universalidad de la experiencia humana, y cuestionar el pack inicial de creencias, ideas y sensibilidades con el que fuimos agraciados. Si esto cada vez ocurre menos es porque hemos abrazado alegremente la visión de un filósofo llamado Silvio Berlusconi, que dijo que la educación debería limitarse a las tres íes: impresa, informática, inglese. El problema, claro está, es que las personas cultas, por término medio, cuestionan más, piensan más e incomodan mucho, y como dijo Voltaire, «es peligroso tener razón cuando el gobierno se equivoca».
Foto: Hert Niks.