Participaba en una reunión en la Universidad donde me atreví a decir que uno de los problemas de Guatemala era el racismo que provocaba que muchas personas, genéricamente conocidos como indios, se les vetara el acceso a ciertos puestos de trabajo por el color de su piel. Un colega me hizo ver que yo no estaba en lo correcto, dado que en Guatemala no existía un apartheid como hubo en Sudáfrica, o una exclusión como la que vivieron los negros de Estados Unidos desde la Emancipación hasta mediados del siglo XX.

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Puede ser que mi colega tuviera razón, puesto que en Guatemala no hay una legislación que margine a ciertos grupos humanos por el color de su piel. Es más, el calificativo de indio no es algo que se aplique inmediatamente a alguien de piel morena. Mi tío, de Santander, España, decía que sus hijos eran unos indios, a pesar de ser hijos suyos y de mi tía, madrileña. Yo le hacía ver que era algo incongruente su definición. Pero él me explicaba que habían nacido en América y solo por eso ya eran unos indios, por muy blanquitos que fueran.

Pero es que para los guatemaltecos que viven en la capital, blanquitos o morenos, los indios son los del interior de la República, blanquitos o morenos, lo que haría que el indio fuera equivalente a lo que se conoce en España como «paleto» (pueblerino). El problema es que en el interior de la República hay ciudades con varios cientos de miles de habitantes.

Recuerdo que cuando mi padre vino a visitarme por primera vez a Guatemala y escuchó a mis conocidos, de piel morena, llamar “indios” a otros guatemaltecos, también de piel morena, me pregunto: y estos, ¿cómo hacen realmente para distinguirse? La definición más acertada, pero a la vez más compleja, la escuché de boca de dos colegas que, llamadas por la corrección política, evitaron hablar de indios. Se limitaban a decir que habían estado en un lugar donde los que hacían cola no eran de los suyos, sino de los otros. De esta forma, la otredad se convertía en una nueva categoría étnica.

Porque en Guatemala, país que se define como multicultural (pero que levante la mano el país que no lo sea), han sido capaces de distinguir cuatro grandes grupos étnicos, ninguno de los cuales son “los otros”, aunque parece que existen. Esos cuatro grupos étnicos son los mestizos (o ladinos), garífunas, xincas e indígenas, clasificación donde desaparece el término indio (evitando la polisemia que hemos visto que tiene). A modo de curiosidad, cuando me nacionalicé guatemalteco, no me preguntaron por mi etnia. Mi incluyeron directamente entre los ladinos. Seguro que con razón (en todas sus acepciones).

En realidad, el concepto indígena es una forma suave de no decir indio (y su carga peyorativa), como lo de afroamericano es una forma suave de evitar el término negro. El problema es que hay muchos africanos blancos, y muchos indígenas de muchos lugares diferentes. Mi padre y Fernando Díaz Villanueva son indígenas madrileños, hijos y nietos de madrileños. Pero creo que no es a ellos a quienes incluirían entre los indígenas en Guatemala. Porque después, los indígenas guatemaltecos se subdividen según su idioma materno, derivado de la lengua maya, en veintiuna categorías diferentes, siendo las más numerosa la de los quichés y la de los cachiqueles y ni Fernando Díaz, ni mi padre hablan esos idiomas. De modo que siendo indígenas, no cuentan como tales en Guatemala.

Ojo, en esto de los idiomas lo políticamente correcto es escribir k’iche’ y kaqchikel, por aquello de que la letra k y el apóstrofo dan un sabor germano muy superior a la letra q, demasiado hispana. También hay que hacer observar que una alternativa para el término indígena es maya, recuperando el apelativo de aquella civilización que desapareció hace siglos de Guatemala conquistada por los propios quichés y cachiqueles. Es decir, hablar de mayas hoy es como si en el carné de identidad español, al poner la nacionalidad, uno dijera visigodo.

Regresamos a las etnias indígenas. La cosa parece sencilla. Distingo a un quiché de un cachiquel por su idioma. Sólo que la mayor parte de las personas incluidas en esas categorías no hablan esos idiomas. La señora que trabaja con nosotros en casa es cachiquel, pero no lo habla. Su madre aún lo conoció. Pero ella ya no y no ha tenido ninguna intención de enseñárselo a sus hijos. Es un caso bastante habitual, el de haber primado el castellano frente a las lenguas de origen maya, porque el mercado inmediato es el castellano y si nos ponemos con un segundo idioma, mejor el inglés, por si hay que ir de mojado a los Estados Unidos.

La dicriminación positiva es una forma elegante de privilegiar a unos pocos al margen de sus capacidades reales o del esfuerzo de todos los demás

Sin embargo, con idioma o sin él, la señora que trabaja en mi casa para los antropólogos es una cachiquel, para mis colegas políticamente correcta forma parte de “los otros”, y para los políticamente incorrectas es una “indita”. En fin, que como los indígenas existen, sin tener muy claro como definirlos, hemos decidido mejorar su situación no acabando con la discriminación, que parecería lo más razonable, sino haciendo uso de otro tipo de discriminación, la positiva, que es una forma elegante de decir que voy a privilegiar a unos pocos al margen de sus capacidades reales o del esfuerzo de todos los demás.

La discriminación ‘positiva’

La discriminación positiva es un invento que arrancó hace medio siglo en Estados Unidos y que ha venido a demostrar lo poco válido que resulta y lo mucho que estropea. Para fortalecer esa discriminación positiva, vamos a apelar a la lucha contra la “apropiación cultural”, otro constructo contemporáneo más indecente aún que el de discriminación positiva, puesto que considera que las obras de los seres humanos son exclusivas de un lugar y de las gentes nacidas en ese sitio, negando el intercambio, de productos o ideas, entre las personas, y confundiendo la historia de un territorio con la historia de los individuos que ocupan ese territorio.

La teoría de la “apropiación cultural”considera que las obras de los seres humanos son exclusivas de un lugar y de las gentes nacidas en ese sitio

La discriminación positiva en Guatemala va a hacer que determinados productos (tejidos tradicionales, ciertas artesanías, pero también tipos de música, de danza o de teatro) sólo puedan ser elaborados o interpretados por determinados grupos étnicos. De esa forma, esos grupos étnicos podrán progresar al evitar la competencia de otras personas ajenas al grupo que sólo vienen a aprovecharse de la genial creatividad del grupo étnico en cuestión. Aún queda por definir quién tendrá derecho a consumir el producto acabado (el trajo o el baile), sobre todo porque el consumo en sí es otra forma de “apropiación cultural”.

Algunos casos han llegado a la prensa. Así, el de María Chula, una tienda de ropa que vendía tejidos tradicionales, que fue acusada hace un año no solo de racista, sino, sobre todo, de aprovechada, por sacarle partido a creaciones de una etnia que no era la de la dueña de la tienda. O la reciente inauguración de la Feria del Libro de Guatemala, donde las edecanes se vistieron con una ropa tradicional que tampoco correspondía a la de la etnia donde en principio eran clasificadas dichas edecanes (al margen de los difícil de dicha clasificación).

Frente a la discriminación proponen más discriminación  demostrando que el objetivo no es solucionar el problema sino enquistarlo

En definitiva, frente a la discriminación (eso que no hemos de llamar racismo aunque lo sea), la solución propuesta es más discriminación (o sea, más racismo), demostrando que el objetivo no es solucionar el problema, sino enquistarlo. O peor aún, engrandecerlo.

La discriminación positiva nunca será una herramienta para mejorar la sociedad, sino un útil para generar un grupo de privilegio no basado en méritos propios. Es decir, exactamente igual a la discriminación, sin adjetivos. Puedo ser un profundo ignorante, un auténtico inútil, el más grande de los desalmados, o el trabajador más incapaz, si la suerte me hace estar en el conjunto de los discriminados positivamente (o de los que discriminan), me va a ir bien.

De nuevo, no valgo por mí mismo, sino por el grupo en el que se me incluya. En definitiva, damos pasos atrás y nos despedimos de los derechos personales para volver a ser miembros de razas, etnias, tribus, clanes y linajes.

Foto Nicole Mason


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Alberto Garín
Soy segoviano de Madrid y guatemalteco de adopción. Me formé como arqueólogo, es decir, historiador, en París, y luego hice un doctorado en arquitectura. He trabajado en lugares exóticos como el Sultanato de Omán, Yemen, Jerusalén, Castilla-La Mancha y el Kurdistán iraquí. Desde hace más de veinte años colaboro con la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala, donde dirijo el programa de Doctorado.