Un hecho a destacar de nuestro tiempo es que la inteligencia promedio está en declive en las naciones desarrolladas occidentales, fenómeno que se observa por las medidas del decremento promedio del coeficiente de inteligencia en el último medio siglo, y más constatable aún si cabe por la más que notable creciente estupidez de la humanidad palpable en todos y cada uno de sus expresiones: política, ciencia, educación, cultura, arte u otras manifestaciones de nuestra sociedad. Cualquiera que haya sido profesor de enseñanza primaria o secundaria desde hace varias décadas sabe a lo que me refiero.

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No obstante, no es fácil discernir si la caída de inteligencia se debe más bien a factores externos, ambientales o educativos, o si hay algo biológicamente innato en la caída de la inteligencia. Los programas educativos y los cambios de hábitos culturales han pasado en pocas décadas de la lectura de libros y una televisión con amplios contenidos culturales al embobamiento de la mayor parte de la población escribiendo y leyendo textos cortos en el ordenador o con el teléfono móvil y viviendo inmersa en una continua bazofia de programas en la televisión o la más deleznable producción de youtubers e influencers. Mucho de nuestro creciente alelamiento puede por tanto venir de los factores educativos y culturales en declive. Al igual que el efecto Flynn explica por qué la inteligencia creció en países con creciente escolarización y formación académica a mediados del siglo XX, también puede explicar por qué ahora decrece al no aumentar la proporción de población universitaria y haber caído el nivel de exigencia en los planes de estudios. Se señalan también otros factores ambientales externos, como la nutrición o a la presencia de substancias nocivas que interactúan con el cuerpo y pueden afectar a las capacidades cerebrales cognitivas.

Hay un nerviosismo paranoico que hace evitar este tipo de temáticas como por acto reflejo, como si tocara el fuego su piel. Sin embargo, el tema de la inteligencia en los distintos grupos humanos es algo que se puede tratar como cualquier otro desde un punto de vista científico, con todas las imperfecciones que tengan las ciencias o saberes humanistas que lo tratan

Algunos investigadores lejanos a la corrección política se han atrevido a ir más allá, y señalaron como posibles causas del descenso de la inteligencia a los anticonceptivos, el feminismo, la riqueza y la inmigración, junto con una mayor esperanza de vida provocada por el desarrollo de la medicina. Directa o indirectamente, lo que estos expertos están diciendo al señalar la inmigración por un lado —y el feminismo y los anticonceptivos por otro lado, que promueven una menor natalidad entre la población autóctona— es que la selección de población es importante en el desarrollo de la inteligencia además de los factores ambientales, dado que la inteligencia es en parte hereditaria. Dicho sin tapujos: si dejamos que los menos desarrollados intelectualmente tengan más hijos y viceversa, lógicamente la consecuencia será una caída del promedio de la inteligencia.

Realmente, el tema es polémico, y las posiciones políticamente correctas tienden a señalar tal discurso de racista o xenófobo o supremacista. De ahí se salta al tema de la eugenesia, y tirando del hilo de la historia acabaremos hablando del nacionalsocialismo de Hitler y las cámaras de gas o del exterminio masivo de grupos menos favorecidos. Hay un nerviosismo paranoico que hace evitar este tipo de temáticas como por acto reflejo, como si tocara el fuego su piel. Sin embargo, el tema de la inteligencia en los distintos grupos humanos es algo que se puede tratar como cualquier otro desde un punto de vista científico, con todas las imperfecciones que tengan las ciencias o saberes humanistas que lo tratan.

Estudios de máximas autoridades de la materia de hace unos 40-50 años como el Ambiente, herencia e inteligencia de Arthur R. Jensen (1923-2012), o Raza, inteligencia y educación de Hans J. Eysenck (1916-1997) indicaban claramente que hay diferencias “promedio” en los resultados de los tests de coeficiente de inteligencia en distintos grupos humanos, y se argumentaba en favor de una importante componente de herencia genética en esas diferencias. No necesariamente debe considerarse esto racismo. Así, dice Eysenck en el epílogo de su obra algunas palabras que bien pueden calificarse de antirracistas: “La segregación continuada de los negros en Estados Unidos, las restricciones aún prevalente en su empleo y adelanto y el prejuicio ampliamente extendido contra su emancipación política son inexcusables y no obtienen ningún apoyo de los datos vistos en este libro”. Sin embargo, multitud de estudios de la década de 1990 y posteriores se hartaron de decir que todos esos análisis de la inteligencia estaban necesariamente sesgados y que toda diferencia (diferencias que no se han podido negar, pues los experimentos y tests tozudamente han seguido dando los mismos resultados) era puramente del entorno cultural. Decir lo contrario, es jugarse la vida académica, como le sucedió al premio Nobel de Medicina James D. Watson (1928- ), codescubridor de la estructura del ADN, que por insistir en su tesis genetista ha sido expulsado de múltiples universidades y repudiado por la mayoría de sus colegas, teniendo incluso que subastar la medalla de oro del premio Nobel para compensar la caída de sus ingresos. Ésta es la ciencia psicológica y sociológica y antropológica de nuestros días: el político dice lo que es el ser humano según su ideario, y el científico debe buscar los argumentos que soporten esa ideología; no hay más verdad que la del poder y el dinero. Ya lo señalaba de hecho Eysenck al final de su obra Raza, inteligencia y educación: “Los hábitos de declarar o esconder la verdad se adquieren rápidamente y puede ser difícil cambiarlos; adoctrinemos a nuestros científicos sociales con la noción de que deben permanecer quietos cuando la verdad parezca ser tal que pueda ser falsificada por personas mal intencionadas para servir sus propios fines, y estaremos haciendo el primer paso para convertirlos de científicos en políticos».

¿Tienen razón Jensen, Eysenck o Watson en este tema de las diferencias innatas de inteligencia en distintos grupos humanos? No lo sé, no soy un especialista en el tema, y por tanto me abstengo de defender las ideas de unos o de los contrarios. Si bien, sí me parece que es defendible la libertad de opinión en este tema, y que no se deberían tolerar los atropellos que en nuestra época se están haciendo contra esa libertad de expresión. Por no mencionar las atrocidades que algunos movimientos bajo el lema “Black lives matter” han realizado últimamente: destruyendo esculturas o presionando violentamente para que se borre una parte de la cultura occidental, en lo que se viene a llamar “cultura de la cancelación”.

Incluso si suponemos que el entorno es el mayor responsable del desarrollo de la inteligencia, incluso apartando de nuestras hipótesis de trabajo cualquier atisbo de causación en términos hereditarios biológicos, siempre hemos de tener en cuenta que la familia en la que se desarrollan los individuos determina en buena medida sus características psicológicas. Hay una relación entre pobreza y desarrollo de la inteligencia. Los niños de familias pobres tienen en promedio peores resultados en la escuela. Claramente, el entorno familiar influye en el desarrollo intelectual. Puede haber personas nacidas en una familia de analfabetos que alcancen un gran desarrollo intelectual, o viceversa, descerebrados hijos de grandes talentos, pero éstas serán una minoría.

Además, estadísticamente, hay una correlación entre pobreza y natalidad, lo que amplifica el efecto de bajada promedio de inteligencia. Si bien, la relación de esta correlación no es lineal en los países europeos actualmente, sino más bien con forma de J invertida en la dirección horizontal: es decir, los más pobres son los que tienen más hijos, luego la clase media baja tiene menos hijos que aquellos, la clase media central es la que tiene el mínimo absoluto de fecundidad, y la natalidad aumenta ligeramente en la clase media alta o en las clases más poderosas económicamente, pero son un pequeño porcentaje de la población. Globalmente, se da la anticorrelación riqueza-fecundidad. Siendo así, la inmigración, en gran medida compuesta por individuos de clase media-baja o baja, puede producir un decremento promedio en las capacidades intelectuales de la población.

El lema del progresista sin embargo es pensar que esos individuos, una vez llegan a su nueva nación, se adaptarán al medio circundante, se integrarán, y con ello estos y en especial su descendencia, al crecer en un entorno más estimulante intelectualmente, desarrollarán en promedio una inteligencia similar a la de los habitantes autóctonos. Si les hacemos caso a los abanderados de la corrección política, ya no hablaremos siquiera de inmigrantes, sino de «migrantes». Me parece lamentable que se desvirtúe la precisión del lenguaje en distinguir los que entran de los que salen por una cuestión de malentendido cosmopolitismo. La idea es hermosa, sí, la de un cosmopolitismo sin fronteras donde la igualdad se contagia como si de una enfermedad infecciosa se tratara. La realidad, sin embargo, difiere de los sueños. La pobreza engendra pobreza, engendra guetos apartados dentro de una nación, y llenar una nación de inmigrantes pobres contribuye a reducir en ésta el nivel intelectual de sus individuos.

Por consiguiente, no se trata únicamente de señalar la relación entre genes e inteligencia, sino más bien la relación entre clases sociales e inteligencia, y ambos asuntos se relacionan con la inmigración. No estaban por tanto tan desencaminados esos investigadores que señalaron la inmigración dentro de la lista de factores que contribuyen al decrecimiento promedio de la inteligencia en una nación, así como en apuntar el declive intelectual en las naciones ricas por el hecho de que sus clases acomodadas tienen menor descendencia y dejan paso a las invasiones bárbaras.

Entiéndase aquí el término “bárbaro” como una designación de aquél que no está en el mismo nivel de civilización, aplicable a una gran parte de los que provienen de países subdesarrollados, en similitud a la situación con las llegadas de extranjeros en los tiempos del Imperio Romano (la palabra «bárbaro» se utilizaba para designar a quien no era un ciudadano romano), que fueron llegando poco a poco al corazón del imperio hasta que al final, tras algunos episodios bélicos, se hicieron con todo él. Una decadencia que bien se ve venir en nuestro continente. Si bien, como la historia ha demostrado tantas veces, esta debacle, al ser circunstancial, puede revertirse, y pueden potencialmente esos bárbaros de hoy convertirse en la cuna del resurgir cultural humano en el mañana lejano.

Foto: The New York Public Library

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Exposiciones más extensas del autor sobre el tema en el artículo “Crisis demográfica europea, feminismo y decadencia de occidente”.


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Martín López Corredoira
Martín López Corredoira (Lugo, 1970). Soy Dr. en Cc. Físicas (1997, Univ. La Laguna) y Dr. en Filosofía (2003, Univ. Sevilla) y actualmente investigador titular en el Instituto de Astrofísica de Canarias. En filosofía me intereso más bien por los pensadores clásicos, faros de la humanidad en una época oscura. Como científico profesional, me obstino en analizar las cuestiones con rigor metodológico y observar con objetividad. En mis reflexiones sociológicas, me considero un librepensador, sin adscripción alguna a ideología política de ningún color, intentando buscar la verdad sin restricciones, aunque ofenda.