Hace ya más de nueve años. El avión con pasajeros de la línea aérea alemana Germanwings debía aterrizar la mañana del 24 de marzo de 2015 en el aeropuerto internacional de Düsseldorf. Pero Andreas Lubitz, joven copiloto de la aeronave, decidió estrellarlo y causar la muerte de todos sus ocupantes.

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Adán y Eva son inocentes y felices. Pero desobedecen a Dios y muerden la manzana. Tras el pecado original, Dios les expulsa del Jardín del Edén. La nueva situación es algo más tormentosa que la anterior: el ser humano tiene la posibilidad de hacer el mal.

¿Por qué Dios dota al hombre de libre albedrío? La teodicea que pretende dar la respuesta es complicada, pero lo que esto significa desde un punto de vista antropológico es que el libre albedrío es lo que nos hace humanos. Con él nos viene el lenguaje, la conciencia y la responsabilidad. Pero también la angustia ante la elección y el riesgo de lo imprevisible.

Cada nacimiento humano es la promesa de una innovación, maravillosa a veces, pero terrible e incomprensible en ocasiones. La conciencia es el piloto misterioso que, en definitiva, dirige cada una de nuestras vidas

En el Génesis la angustia de la libertad aparece como posibilidad de pecar y recibir un castigo divino. Pero desde que Nietzsche mató a Dios esto ya no está tan claro. Hace demasiado tiempo que estamos arrojados a la existencia como una piedra al vacío. ¿Cómo se traduce esta angustia en el hombre contemporáneo?

En nuestra vida cotidiana vivimos instalados en una falsa conciencia. Suena el despertador y me levanto. Me visto, desayuno y me monto en el coche para ir a trabajar. Imaginamos que todas estas acciones son necesarias. El despertador nos obliga a levantarnos y el jefe de la empresa, a fichar a la hora. No hay más que hablar. Y sin embargo a veces nos damos cuenta de que este carácter mecánico de nuestra vida es pura ilusión. En cada momento un horizonte de acciones posibles se abre ante nuestros ojos. Ahora, de camino al trabajo, conduzco mi coche subiendo un pequeño puerto de montaña. Un trayecto que realizo todos los días. En el carril de la izquierda veo otros vehículos que avanzan en sentido contrario. A la derecha, un profundo barranco. De repente sé que todo depende de mí. Me doy cuenta. Por eso también sé que puedo girar bruscamente a mi izquierda y chocar con un automóvil, o girar a la derecha y precipitarme al vacío. Entonces me sobrecojo y sujeto fuertemente el volante. En ese preciso instante experimento el vértigo de las posibilidades que se despliegan ante mí y un terror extraño me invade. Sartre considera que este “darse cuenta” constituye la conciencia puramente humana. Una “espontaneidad monstruosa” que no podemos soportar, pues viene a constatar que estamos condenados a ser libres y somos inevitablemente responsables.

La conciencia secularizada de nuestros días, sin brújula moral y sin Dios tranquilizador, nos enfrenta a un número indeterminado de caminos. En sí, poco diferenciados, pues todos ellos acaban en la muerte. Intentamos dominar la angustia y tomamos uno de esos caminos: a eso llamamos vivir.

Fruto de esa conciencia angustiada son los descubrimientos científicos capaces de facilitarnos la existencia y las obras de arte, que la embellecen. Un camino afortunado que hace al científico y al artista olvidar la muerte y tomarse la vida en serio. Pero de la misma conciencia angustiada nace la decisión de estrellar un avión con pasajeros. Cuando pensamos en la primera posibilidad experimentamos la libertad como un don envidiable. Pero al considerar la segunda nos parece, más bien, que es una perversa maldición. La paradoja es que son las dos caras de una misma moneda y que están inevitablemente unidas. Ninguna de estas opciones está en el horizonte animal que vive en el eterno retorno de lo mismo.

La acción terrible de Andreas Lubitz nos hace tener nostalgia del Paraíso; de un idílico mundo mecanizado donde nunca pasa nada malo, porque, en rigor, nunca pasa nada. Nostalgia de la animalidad, de la seguridad total, de una idealizada infancia. El piloto alemán nos aterra. Y nos aterra más cuanto más inconsistente es la cadena causal que explica su conducta, pues más se evidencia entonces su humana espontaneidad. Intentamos comprender. Quisiéramos pensar que estrelló el avión por profundas razones. Oscuras y equivocadas razones que expertos en el alma humana se encargarían de esclarecer. Pero el motivo banal o el porque sí, solo consigue aumentar nuestra zozobra. Afirmar que estaba loco tampoco nos tranquiliza. Locura es la palabra que utilizamos para constatar que no entendemos nada.

El horror ante la terrible hazaña de Andreas Lubitz es el horror ante nuestra propia conciencia (la nuestra y la de los otros): espontaneidad monstruosa y angustiada capaz de lo mejor y lo peor. Todos tenemos una. Heidegger define al hombre como ser para la muerte, pero su díscola discípula, Hannah Arendt, le rectifica: somos seres que morimos; pero no estamos hechos para morir, estamos hechos para vivir e iniciar algo nuevo. Y sin embargo la reflexión de Arendt no varía lo esencial. Cada nacimiento humano es la promesa de una innovación, maravillosa a veces, pero terrible e incomprensible en ocasiones. La conciencia es el piloto misterioso que, en definitiva, dirige cada una de nuestras vidas. Todas las mañanas, cuando salimos a la calle, embarcamos en un avión.

Foto: John McArthur.

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