Si los tiempos que corren son del aquí y el ahora, del vértigo, de la pura inmediatez, hoy les quiero proponer una metáfora del alejamiento, del tomar distancia. Sí, sugiero subirnos a un árbol para ver todo desde allí, no como gesto de superioridad ni de guiño al ecologismo sino solo para tener una mejor perspectiva de las cosas. Será un gesto de rebeldía como el de Cósimo Piovasco de Rondó, el personaje principal de la novela El Barón rampante que Italo Calvino publicara en 1957.
Nacido circunstancialmente en Cuba, este escritor italiano luchó como partisano contra el fascismo en la segunda guerra mundial y se afilió al partido comunista. En 1947 publica su primera novela y luego realiza estudios literarios en la universidad licenciándose con una tesis sobre Joseph Conrad.
A lo largo de su vida publicó una docena de novelas, otra docena de libros de cuentos y algunos volúmenes de ensayos. Del neorrealismo saltará pronto a la literatura fantástica y es allí donde más lo disfruto.
El Barón rampante forma parte de una trilogía fantástica junto a El Caballero inexistente y a El Vizconde demediado y cuenta la historia de Cósimo, un preadolescente miembro de una familia aristocrática de una comarca menor de lo que en 1767 era la República de Génova. Cósimo era un chico con carácter a tal punto que tras una discusión con su padre decidió subirse a un árbol para, literalmente, no bajarse nunca más. Así, lo que parecía un capricho acabó siendo un estilo y una manera de enfocar la vida.
Una vez más, si de predicciones se trata, hay que hacer más literatura y menos ciencias sociales
Sin tocar nunca el piso, con los años, Cósimo aprende a cazar, conoce el amor y a decenas de amantes, es un profuso lector y es capaz de vincularse con el ladrón más buscado, al tiempo en que se transforma en el verdadero protector de la comunidad gracias a su sagacidad y astucia.
Habiendo vivido entre fines del siglo XVIII hasta aproximadamente los años de la caída de Napoléon, es natural que Cósimo, devenido Barón tras la muerte de su padre, se cartee, siempre desde los árboles, con los principales filósofos iluministas de la época y hasta se atreviese a escribir un Tratado político inconcluso sobre una República arbórea y, en el marco de los años de la revolución francesa, un Proyecto de Constitución para Ciudad Republicana con Declaración de los Derechos del Hombre, de las Mujeres, de los Niños, de los animales domésticos y Salvajes, incluidos pájaros, peces e insectos, y de las plantas sean de alto Tallo u Hortalizas y Hierbas. Sí, lo que al momento de la publicación de la novela se transformaba en una de los pasajes más risueños puesto que Calvino parecía llevar al paroxismo el carácter presuntamente igualitarista y jacobino de la revolución francesa, sesenta años después se parece bastante a las banderas de algunos grupos de activistas que logran determinar políticas públicas. Una vez más, si de predicciones se trata, hay que hacer más literatura y menos ciencias sociales.
Regresando a Cósimo, algunos interpretaron que el muchacho había sido tomado por la locura, máxime cuando comenzó a hacer apología de la vida de pájaro y se transformó en abogado de ellos frente a cualquier pleito por el que tuvieran que pasar. No lo vieron defendiendo gallinas de las presuntas violaciones de los gallos pero Calvino afirma que lo llegaron a ver disfrazado de lechuza. Efectivamente, Cósimo se había compenetrado tanto con su causa que publicó escritos tales como El canto del Mirlo o Los diálogos de los Búhos. Incluso lanzó La Gaceta de las Urracas y luego todos esos escritos los unió en una publicación que llevaba como título El monitor de los bípedos. Entiendo que siendo de interés de los pájaros, la distribución de los ejemplares estaba garantizada y podía alcanzar prácticamente cualquier lugar del planeta tierra sin contaminación alguna. Simplemente había que esperar la próxima migración.
Por razones fortuitas, un día Cósimo se entera que en un pequeño pueblo de España, existen unos nobles exiliados que también viven en los árboles. Así emprende el largo viaje, siempre a través de los frondosos bosques europeos, para llegar y certificar que no se trataba de habladurías pues efectivamente habías varias familias viviendo sobre las ramas de plátanos: eran nobles que se habían rebelado contra Carlos III y éste los había enviado al exilio. Pero claro, la burocracia y las administraciones habían generado una paradoja pues existía un viejo Tratado por el cual se determinaba que ningún exiliado podía pisar ni transitar ese suelo. Así fue que, si la prohibición estaba en pisar el suelo, los nobles no tuvieron mejor idea que subirse a los árboles.
No pienso contarles el final pero una última anécdota cuenta que Napoleón, ya emperador, visitó Italia y que en una de sus giras fue a visitar a Cósimo que, tras recibir el saludo del oriundo de Córcega, simplemente le pidió que se apartara porque le tapaba el sol. Frente a ello, como el gran Alejandro Magno hiciera con Diógenes el cínico, Napoleón expresó: “Si yo no fuera Napoleón quisiera ser Cósimo”.
Pero el mejor legado para estos tiempos donde importa más que el qué soy que el qué hacer, donde lo que el individuo siente se transforma en verdad dogmática y donde todo discurso vinculado a la racionalidad moderna es tildado de autoritario por el autoritarismo caprichoso del posmodernismo, lo encontramos en la charla que nuestro protagonista tuviera, justamente, con Voltaire. Allí, en medio de distintas disquisiciones acerca de la potencia de la razón, Cósimo afirma que quien quiere mirar bien la tierra, más que embarrarse, debe siempre mantenerse a una distancia tan prudencial como necesaria. Quizás no haga falta retirarse hurañamente hacia las montañas entonces; quizás, trepando al árbol más cercano, aprendamos de la historia de Cósimo y mirando alrededor nos demos cuenta que en los árboles, además de pájaros, todavía puede haber algo de lugar para los hombres.
Foto: Priscilla Du Preez