Lo que sigue es una crítica argumentada de Los peligros de la moralidad, un texto que tenía muchas ganas de leer, poque su autor, Pablo Malo, tuvo la generosidad de revisar el capítulo “La ciencia del bien” de mi Ética para valientes, y a modo de reconocimiento por su estupenda manera de estar en X/Twitter, donde siempre es luz que aporta conocimiento y educación, una actitud que no abunda.

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Hay mucho bueno que reconocer en el texto. Lo erróneo que hay en él, los dos aspectos en los que a mi parecer naufraga, tienen que ver, uno, con una falacia de anfibología, es decir, con el modo en que usa indistintamente palabras que no son sinónimas, y dos, con un entimema, con una premisa oculta que está equivocada y arruina algunas de sus conclusiones centrales. Voy con ello, señalando, antes que nada, que una falacia no implica mala intención, y yo desde luego la descarto en su caso. Pablo Malo está sencillamente equivocado, y eso es algo que antes o después nos pasa a todos.

Primera parada: la anfibología

Está en el título de este artículo. Si sustituyen en el texto de Malo «moralidad» por «tribalismo», la mayoría de las afirmaciones que no son ciertas (algunas verdaderamente chocantes) pasan a serlo. En algún tramo desea uno que se refiera a la «moralidad» en el sentido «moral generalmente aceptada o convencionalmente sancionada», que es el significado que prefiero para «moralidad», para distinguirlo de «la moral», que es, en cambio, la respuesta a la pregunta por lo que es justo, bueno. Y así debería ser si escribe que «los que han dicho lo que es bueno y malo han sido los que mandan», pues si no descartaría de la moral nada menos que a Martin Luther King y Gandhi. Pero la esperanza de que escriba solo sobre la moral socialmente aceptada por el poder o la mayoría queda arruinada cuando el propio autor subtitula su obra: “Por qué la moral es una amenaza para las sociedades del siglo XXI”. En ese sentido, el subtítulo es un despropósito, pues ¿cómo va a ser una amenaza responder a una pregunta que el ser humano (salvo que esté gravemente dañado) no puede evitar? La frase que cita de Asimov, «nunca dejes que tu sentido de la moral interfiera con hacer lo correcto» abunda en esta confusión entre lo convencional y lo —en conciencia— debido. Y ¿cómo va a ser lo que hay detrás de precisamente todo lo que hay bueno en el mundo, desde la cultura a la educación, pasando por la seguridad social, las leyes o la medicina, per se, una amenaza? Puesto que el autor iguala moralidad a moral, me referiré a esta última para señalar las conclusiones erróneas a las que llega, a partir de esta confusión inicial que condena sus argumentos.

Se ha asesinado en nombre del amor y la verdad y eso no quiere decir, supongo, que el amor o la verdad sean «una amenaza para las sociedades del siglo XXI»

Esta atribución errónea de significados lo lleva a mantener que la moral consiste en «investigar quienes son buenos y malos». Pero la moral, en su versión más avanzada (que es la que he descrito como honor ético), nada tiene que ver con esto, y tampoco a eso se dedica la filosofía moral, ya que estamos, un saber que trata de averiguar qué actos son buenos y malos y por qué, y no se dedica a calificar a las personas, menos a señalarlas.

Bajo el paraguas «moral/moralidad» Pablo Malo mete muchas más cosas. Acaso lo más sorprendente esté en esta frase: «Las mayores maldades a lo largo de la historia las ha cometido gente que creía que estaba haciendo el bien». Que es como decir que se produce un empate técnico entre quienes creen que la Tierra es plana y quienes creen (¡saben!) que es redonda. El barullo se desbarata sencillamente escribiendo: «Se han cometido atrocidades morales en nombre del bien/la moral». Decir que «la moral tiene un lado oscuro» es bastante trivial, pues lo mismo cabe afirmar de todo lo que existe, y eso nada concluye respecto del bien/la moral mismos, de igual modo que se ha asesinado en nombre del amor y la verdad y eso no quiere decir, supongo, que el amor o la verdad sean «una amenaza para las sociedades del siglo XXI».

La tesis de Malo no es sobre la moral, sino sobre la inmoralidad revestida de buenas intenciones, y sobre todo sobre el tribalismo. Sus constantes referencias «al universal antropológico Ellos/Nosotros» descuidan que el honor tribal es una moral inferior y superada, y que el honor ético, cuya base es la dignidad que no sabe de tribus y un prójimo que es cualquier ser humano, es la divisa de innumerables personas y supera precisamente ese esquema arcaico. «Nuestra moralidad no es universal», escribe Malo; por supuesto que lo es, para muchos, y lo es en su versión más avanzada, que es lo que a la ética o filosofía moral, un saber normativo y no descriptivo (ética no es etología), le importa. De eso se trata, en cuanto a la moral, de descubrir (nunca inventar, construir o meramente narrar) qué comportamientos son los que hacen que la vida sea más justa y buena.

Del tribalismo, por cierto, también se sale. «Somos moralmente tribales», dice Malo, que añade que «nuestro universo moral llega hasta los límites de nuestro grupo». ¿Y los Derechos Universales del Hombre? ¿Y los tribunales internacionales? ¿Y el cristianismo, moral específicamente universal? «La moral consiste en sujetar al individuo por medio de normas para que pueda funcionar el grupo», insiste. ¿Qué sabe el autor sobre el heroísmo moral y sobre las personas que precisamente se han enfrentado al grupo y son considerados referentes morales? ¿Conoce lo que hizo Hugh Thompson en My Lai, lo que hicieron Irena Sendler o Maximiliano Kolbe o Rosa Parks, o las incontables personas que han hecho lo justo frente a la manada y consideramos precisamente máximos morales? ¿Sabe algo de quienes anónimamente hacen lo justo en todas partes y a diario? Una vez más, confunde la «moral convencional» con la moral, y olvida este principio de Thoreau que jamás caduca: «Una persona que está en lo cierto constituye una mayoría de uno». Por lo demás, él mismo se desdice al afirmar que «podemos redefinir lo que constituye nuestro grupo». ¡Bienvenido al club del honor ético!

«El ambiente moral se ha ido haciendo cada vez más punitivo y asfixiante», escribe Malo; obviando que el único juicio moral que cuenta en última instancia es el de la propia conciencia, y que la moral entendida como vía para señalar a los demás es exhibición, presión injusta y en todo caso moralismo. Tampoco es un descubrimiento que «una gran parte de nuestro repertorio moral [¿cuánta? ¿cómo lo ha medido?] lo interpretamos de cara a la galería». Y sostener que esto pudiese afectar a la objetividad de la moral sería como aducir que cada vez que un contable trampea las cuentas está negando la objetividad de las matemáticas.

La moral, en definitiva, es inescapable. Ningún ser humano no gravemente dañado puede evadir la pregunta por el bien y el mal. Y si tenemos democracia, sanidad pública, redes vecinales de apoyo y un sinnúmero de cosas buenas no es «a pesar de la moral» (¡?), sino justamente porque nos importa lo bueno. En este sentido, resulta disparatada la contraposición que el autor hace entre solidaridad y moral, cuando aquella es esencial para esta; e igualmente que escriba que «la gente honorable es muy sensible a los insultos y responde inmediatamente». Una y otra vez confunde honor ético (DRAE, primera acepción: «Cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno mismo»; recordemos que el diccionario recoge los usos comunes) con «honor tribal», su versión más ancestral y nociva. Y cuando añade que «ha aumentado la sensibilidad a las experiencias y conductas negativas […] el fenómeno es más moral que psicológico», inventa, pues no hay nada en el honor que de suyo te haga reaccionar, salvo si vamos a llamar «hipersensibilidad» a negarse a ser humillado o humillar a otros. Claro que la sensibilidad es un fenómeno psicológico y no atañe al honor de suyo.

Cuando Malo arremete contra «la indignación moral» y «el postureo moral», yerra yendo contra el adjetivo: lo problemático está en los sustantivos. Es indignarse por pamplinas y posturear lo que nos empeora, no la moral, que es precisamente la que apunta qué es bueno. En su versión mejor, un agente moral se centra en lo que hace, y no en lo que hacen los demás, tampoco en lo que a estos opinan sobre su conducta. Ser moral no es tuitear hashtags o pedir que despidan a votantes de Vox, sino hacer objetivamente el bien a tu prójimo. Cumplir con el propio deber a pesar de la opinión ajena es a lo que solemos llamar «tener carácter», y de eso no tenemos cada vez más, sino menos. No «estamos viviendo una dictadura de la virtud, una epidemia de moralidad» —ya quisiéramos—, sino una epidemia de cobardía que encabezan miserables que se dicen morales, que es muy distinto.

Segunda parada: el entimema

Lo que arruina el meollo de la teoría de Malo es su nihilismo, esto es, su relativismo moral. Que es nihilista no es algo que yo le atribuya, sino algo que él mismo ha declarado; y me gustaría que nadie pensase que una postura que él mismo estima trivial (obvia y hasta de sentido común) la empleo yo como una especie de descrédito, pues tan solo es equivocada, y no creo que haya desdoro en equivocarse. La refutación de ese libro y ese nihilismo relativista la tienen en otro artículo, y por lo tanto no insistiré en ella; estoy seguro, pues conozco la diferencia de talantes, que, a diferencia del profesor Zamora, autor del libro que a raíz de mi escrito me bloqueó en X/Twitter y escribió que yo era un «meapilas» (en ese orden), no se tomará a mal que lo llame nihilista.

Pablo Malo asume que no hay nada que esté intrínsecamente bien o mal. Y en esto cae curiosamente en el mismo error que Zamora, pues lo que quiere decir es que no hay una base metafísica para decir que algo esté bien o mal. Digo que es curioso porque esa veleidad, más corriente en un filósofo, es más extraña en un científico. ¿No es la psiquiatría objetiva? ¿Y dónde está su fundamento metafísico? «Igual que no hay colores ahí afuera, solo longitudes de onda [¡?], tampoco hay moral ahí afuera», escribe Malo (del equipo de Harari), añadiendo que «la razón no nos puede decir cuál es el principio fundamental»: esta es la falacia metafísica (y racionalista). La lleva al extremo de incurrir en un «momento Iván Karamázov» en el que viene a decir que, si Dios no existe, todo está permitido; es bien raro que alguien que se dice ateo busque a Dios para fundar lo justo y bueno.

Moralizar (DRAE) es «reformar las malas costumbres enseñando las buenas». ¿Esto es lo que hay dejar de hacer? ¿También los padres? ¿Y los llamados «educadores», que conducen, por definición, a los educandos a lo bueno? ¿Eso mejorará el mundo?

El autor cae en el absurdo al apuntar al ficcionalismo («la moral es útil, hagamos como que sea cierta») o al conservacionismo («hagamos como que es beneficiosa») como salidas al jardín en el que él solo se ha metido (la necesidad de una justificación metafísica). ¿Útil? ¿Beneficioso? ¿Qué nos beneficia? Si eres un relativista, no puedes responder objetivamente a esa pregunta, tan solo manifestar tus particulares preferencias o las de otros. También a este respecto el autor se contradice, como cuando escribe que «la moralidad es clave para el buen funcionamiento social», para continuar con «el objetivo sería utilizar la menor moralización posible». Ahora bien, moralizar (DRAE) es «reformar las malas costumbres enseñando las buenas». ¿Esto es lo que hay dejar de hacer? ¿También los padres? ¿Y los llamados «educadores», que conducen, por definición, a los educandos a lo bueno? ¿Eso mejorará el mundo?

Pero la parte más sorprendente, por ingenua, es aquella en que el autor afirma que «nuestra moral es contingente a la evolución que ha seguido nuestra especie». El supuesto hallazgo obvia que la moral se refiere a los seres humanos y se circunscribe a lo que efectivamente somos, y le da exactamente igual lo que podríamos haber sido. También es cierto que no sabemos de ninguna otra conciencia que exista y no podemos, por tanto, comparar; de ahí que fascine la forma en que el autor nos pide que imaginemos cómo sería la Biblia que habría escrito ¡una mantis! Colegir de ahí que «nuestras creencias morales son ilusorias y las tenemos porque no sean ciertas» es un dislate, porque algo es cierto cuando se corresponde con la realidad, y la realidad moral del ser humano (acorde a su cerebro real) hasta el propio Malo la reconoce en repetidas ocasiones. «La selección natural socava la idea de que tengamos cimientos objetivos sobre los que apoyar sobre la moralidad» solo cuando te entretienes en ficciones como que las mantis podrían haber desarrollado una conciencia, algo que pertenece al ámbito de Disney, no de la ciencia. Es pertinaz en esto Malo: luego de admitir que existen normas que se repiten en todos los códigos morales, aduce que, si nuestra historia filogenética hubiera sido otra, también la moral sería distinta. Esto es una mera elucubración, por supuesto, y me recuerda a aquello de que, si mi abuela tuviese ruedas, sería una bicicleta. El autor se ríe en su texto del físico que hipotetiza con una vaca esférica; bien haría en aplicarse el cuento.

«No en todas partes se habla el mismo lenguaje moral»; cuando Malo escribe esto ya está usando una metáfora tendenciosamente relativista. Y ello a pesar de que él mismo se haga eco de autores que hablan de «reglas universales» para todos los lenguajes morales. Pero no hay caso, porque él mismo se contradice: «La moral está “cableada” en nuestra naturaleza y no somos tablas rasas morales», nos dice, y añade estas cuatro autorrefutaciones en forma de títulos de apartados: “El embrión de la moralidad aparece en otros animales»; «La moralidad aparece de forma muy temprana en los niños»; «La capacidad moral tiene un sustrato neurobiológico» y «Existe un sentido moral».

Malo coincide con John Mackie en que la moral es relativa porque hay distintas opiniones sobre ella. Ahora bien, negar la objetividad de la moral por la existencia de diversas respuestas a «¿qué hace que la vida merezca la pena?» es negársela a la astrofísica: cada tribu que afirma que el sol es un Dios o el hogar de los espíritus de los antepasados la haría relativa. Uno de los efectos más nocivos del entimema es que Malo no distinga, como hemos visto, entre «lo que está bien» y «lo que la gente cree que está bien». Dicho de otro modo: confunde una y otra vez las morales/éticas (en plural: las respuestas individuales/tribales/culturales a «¿qué está bien o mal?») con la moral=la ética, que es la respuesta objetiva, esto es, las mejores respuestas dadas a esa pregunta por el ser humano desde que la especie existe. Según hoy nos consta, por supuesto, pero en esto la ética no se diferencia de la astrofísica, y el hecho de que mañana pudiésemos llegar a otras conclusiones —lo mismo va a pasar con la astrofísica— en nada afecta a la objetividad de una y otra.

Si Malo se extravía es porque un relativista no cree que haya unas respuestas mejores que otras. Extrañamente, son muchos los relativistas —entre ellos, me figuro, el propio Malo— que creen que existe el progreso moral, cosa que solo puede darse si existe una referencia objetiva, pues, si no la hay, puede haber cambio y variabilidad moral, pero nunca progreso. ¿Respecto a qué? ¿Cómo notaríamos que avanzamos? Cuando decimos que la vida de una mujer en España es mejor que hace trescientos años o que hoy lo es en nuestro país respecto a lo que padecen las mujeres afganas, ¿a qué nos referimos, si somos relativistas? «No existe una ciencia budista», aduce Malo, tratando de confrontar la objetividad de la ciencia a la subjetividad de la ética. No es cierto. El budismo tiene su propia psiquiatría. «Pero eso no es la psiquiatría», respondería él mismo; pues tampoco «la moral budista» es la moral.

Lo que menos me gusta del libro es su cinismo, en el sentido que Louis H. Mencken daba al término: «Un cínico es alguien capaz de oler una rata muerta a dos kilómetros, pero incapaz de oler una flor que tiene delante». Casi todo lo que recoge se refiere a lo peor del ser humano. «Cualquiera puede hacer algo tribal y horrible», sostiene; esta es la banalidad del mal, lo sabemos como poco desde Arendt y está asumido. Pero no menciona esto otro: cualquiera puede hacer algo heroico, ser generoso hasta sacrificar la propia vida, innumerables personas hacen lo supererogatorio. Escribe que «todos somos moralmente tribales», lo cual es estruendosamente falso; también que «las mayores maldades las comete gente que cree que hace el bien». Eso debe incluir a Pol Pot, Mao, Stalin y Hitler; pero es tanto como decir que todo el mundo cree hacer el bien, de modo que su frase no significa nada. De nuevo: nadie escapa a la reflexión sobre la moral, pero no es lo mismo equivocarse o mentirse que estar en lo cierto. «Las sociedades morales (sic) tienden al autoritarismo, la jerarquía, el elitismo y la desigualdad», escribe Malo. ¿Y las inmorales, a qué tienden? También son cínicas —y un tanto perversas— las carantoñas que el autor dispensa a la aplicación de neurotecnología o la ingeniería genética a la «biomejora moral», una opción, la de aplicar fármacos y electrodos para mejorar el comportamiento, que le parece «digna de tener en cuenta».

Termino recomendando encarecidamente este libro. Trata sobre el tribalismo, no sobre la moral; de hecho, todo en él son grupos, cultura, política y sociedad, y no hay una palabra sobre el individuo y su conciencia, protagonistas absolutos de la moral; es probable que el error se deba al efecto de túnel del científico respecto a la estrechez de su campo. No solo está muy bien escrito: contiene un buen resumen de aspectos claves de la psicología moral y la biología evolutiva, y una pertinente denuncia de la regresión tribal del primer mundo, política y redes sociales mediante. Y hay un inmenso valor en sus errores. Para desarrollar una postura moral propia no basta con exponerse a argumentos sólidos, también hay que hacerlo a los que naufragan, especialmente si se exponen con la honestidad con las que Pablo Malo siempre se conduce. «La esperanza es que podemos entre todos disminuir el elevado nivel de contaminación moral actual y conseguir así un mundo más habitable», escribe al concluir su obra. Prefiero la esperanza de que, en vez de inventar expresiones arcanas («contaminación moral»), seamos cada vez más quienes luchemos porque este mundo sea menos inmoral, pues de eso se trata.

Foto: Manyu Varma.

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