A finales del siglo XV el exaltado fraile dominico Savonarolla cree tener la sagrada misión de reformar las costumbres de sus conciudadanos florentinos y usa la plaza pública para lanzar incendiarias invectivas contra la corrupta familia de los Medici, gobernantes de la ciudad-estado florentina. A través de sus célebres sermones en los que incitaba a los florentinos a abandonar el lujo, el lucro y la corrupción dominante en la política de su tiempo, Savonarola fue creando un clima propicio para el surgimiento, a finales del siglo XV, de una nueva república de la virtud en la florencia de su tiempo.
Su discurso milenarista, que anunciaba un inminente castigo divino como respuesta a la relajación de costumbres propia de su tiempo, aprovechó una circunstancia histórica muy precisa, la invasión de Italia por parte del rey francés Carlos VIII, como coartada perfecta. La guerra desatada por el monarca francés para hacer valer sus derechos dinásticos sobre el reino de Napolés desató una cruenta guerra en la que la destrucción, el pillaje y el hambre se adueñaron de la entonces floreciente italia del cuattrocento. El hábil dominico, viendo que se presentaba una oportunidad única para hacerse con el poder de la ciudad de Florencia, logró por fin convencer a los todavía renuentes patricios florentinos de que expulsaran de la ciudad a la familia Medici e instauraran una nueva constitución de corte teocrático en Florencia. Una vez instaurado un poder nominal de Cristo, Savonarola se dedicó a ejercer un férreo control moral sobre las conciencias de las florentinos a los que prohibió cualquier actividad que estuviera en contradicción con el rígido código moral establecido por el puritano fraile.
Una exposición mediática debidamente calculada y una jerga que conectaba con buena parte de la población española menor de 35 años, adocenada por una universidad presa del pensamiento único de inspiración marxista, le sirvieron para alcanzar una notoriedad y una capacidad de influencia no vista en varias décadas en la sociedad española
A finales del 2013 comenzó a aparecer por los platós de televisión españoles un joven profesor de ciencias políticas de la universidad complutense. Pablo Iglesias, entonces un completo desconocido fuera de los círculos de la extrema izquierda del país donde sí era bien conocido, logró erigirse en un nuevo Savonarola. En este caso de una religión la post-marxista, surgida de las cenizas de una experiencia fallida en el llamado bloque del este, que estaba experimentando un renacer gracias al llamado socialismo del siglo XXI popularizado por el comandante Chávez.
Una exposición mediática debidamente calculada y una jerga que conectaba con buena parte de la población española menor de 35 años, adocenada por una universidad presa del pensamiento único de inspiración marxista, le sirvieron para alcanzar una notoriedad y una capacidad de influencia no vista en varias décadas en la sociedad española. Con un discurso incendiario en contra de unas oligarquías, a las que denominaba despectivamente “casta”, Pablo Iglesias logró articular en torno así a multitud de grupúsculos de extrema izquierda españoles que se encontraban entonces en la pura marginalidad dentro del sistema político. Gracias al apoyo inestimable que le otorgó buena parte del estamento mediático del país y sobre todo de aquellos sectores del país que se autodenominan “progresistas”, el movimiento político liderado por Pablo Iglesias logró ir paulatinamente erosionando la convivencia y la solidez del sistema político.
Dicha labor se vio sin duda favorecida por el clima de enfrentamiento civil alimentado por el zapaterismo y por la desideologización del centro derecha español que fue incapaz de ofrecer un contra-relato que desnudara los ribetes profundamente totalitarios que se escondían bajo un supuesto discurso de regeneración democrática propio del savonarolismo de Iglesias. Tan sólo la torpeza de su propia vanidad y arrogancia infinitas que le hicieron precipitarse en algunos momentos de su trayectoria política impidieron que Iglesias se hiciera con el poder mucho antes.
La polarización creciente de la población española, esa verdadera religión política en la que se ha convertido la militancia en el PSOE y una cierta dosis de fortuna obraron el milagro; Iglesias entraba a formar parte de un gobierno de coalición socio-comunista. En principio el diseño de esta coalición de gobierno debería haberlo confinado a un papel meramente anecdótico dentro del mismo. La incompetencia manifiesta de buena parte de sus ministros y la ambición desmesurada de un Pedro Sánchez, para quien el poder lo es todo, deberían haber terminado con su aventura gubernamental en un par de años a lo sumo. El tiempo suficiente para que Pedro Sánchez hubiera podido clientelizar el voto a través de sus célebres decretos sociales y sobre para que la opinión pública se hubiera acabado de convencer de la incompetencia y falta de preparación de la cuota morada dentro del gobierno. Sin embargo, como ya le ocurriera a Savonarola, la fortuna ha querido que una pandemia en este caso haya servido de coartada perfecta con la que reactivar las invectivas del vicepresidente morado. El tejido empresarial, el capitalismo, el poder judicial, la libertad de prensa o incluso el colectivo sanitario se han convertido en el objeto de sus incendiarias soflamas que buscan, a través de un discurso belicista, estigmatizar a aquellos que osen cuestionar su pretensión de ser “legibus solutus”.
Que estamos inmersos en un cambio de régimen político acelerado es ya algo evidente a todas luces. Confinados en nuestras casas sin saber cuándo ni en qué condiciones podremos salir de nuestros hogares, con un 95% de los medios bajo control directo o indirecto de los principales medios de comunicación del país y en una situación donde la alarma de la pandemia sirve de coartada para cada vez mayores restricciones no se vislumbra cómo se puede revertir esta situación.
Para empeorar aún más las cosas, ciertos sondeos de opinión apuntan la tesis de que lejos de mermar los apoyos del actual gobierno, la pandemia parece consolidarlos aún más. Podríamos pensar que el pueblo español sufre una de estas dos patologías sociales. Bien se trata de un pueblo servil por naturaleza al que le gusta disfrutar de su particular servidumbre voluntaria, en la línea de lo ya acontecido en los tiempos de Fernando VII. La otra opción es que buena parte de la sociedad española sea presa del “síndrome del manchurian candidate”.
The Manchurian candidate es una célebre novela de Richard Condon y adaptada al cine a principios de los años 60 por John Frankenheimer. En ella se parte de la conspiranoica tesis de que algunos antiguos soldados, que sirvieron en la guerra de Corea, fueron apresados por el enemigo y sufrieron un lavado de cerebro del que ellos no eran conscientes. Sin embargo pasados ya algunos años éstos reciben consignas diversas que hace surgir en ellos la disposición para convertirse en armas humanas que pueden ser empleadas para convertir en presidente de los Estados Unidos a alguien manejable por la Unión Soviética. Quizás buena parte de nuestros compatriotas están tan ideologizados, sin que sean conscientes de ello, que comienzan a responder a esas consignas en las que han sido instruidos en esas universidades españolas que se han convertido en auténticas madrasas del pensamiento único. Quizás ocurra justo lo contrario. Que a nuestros conciudadanos les ocurra como aquellos ciudadanos florentinos, quienes hastiados por su falta de libertad acabaron por dar la espalda a su incendiario y puritano gobernante.
Foto: Ahora Madrid
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