Muchos de ustedes, sobre todo quienes hace tiempo ya que dejaron de luchar contra las canas, recodarán con cariño las aventuras del delfín Flipper, una especie de superhéroe capaz de apagar el incendio de un barco o liberar niños de las garras de sus secuestradores. Nuestra infancia está plagada de momentos “Flipper”, crecimos con Daktari, Bambi, Fury o Lassie, y aprendimos a desarrollar una sana empatía hacia nuestros vecinos no humanos. También antipatías: el lobo feroz, el zorro ladino, los malvados tiburones o las ratas mafiosas. ¡Éramos tan ingenuos! Hoy apenas queda nada de aquella visión romántica de los sesenta y setenta.
Mientras que los animales son presentados como criaturas amenazadas y vulnerables, a los humanos nos ha quedado el papel de villanos
Durante las últimas décadas hemos asistido a un endurecimiento del mensaje que nos llega desde la filmografía de tipo “Bambi exacerbado”: mientras que los animales son presentados como criaturas amenazadas y vulnerables, a los humanos apenas nos ha quedado el papel de villanos. No es de extrañar entonces que, en algún momento de estos últimos 30 años, la gente comenzase a aceptar la falacia según la cual los animales son buenos únicamente porque los humanos somos malvados con ellos.
Hoy, sobre todo entre aquellos que se autoincluyen en la llamada “élite cultural”, lo que está de moda es considerar a los animales como nobles salvajes que anhelan su liberación de la opresión generada por la prosperidad humana. Dado que el proletariado ha sido retirado como «sujeto histórico» por abandono (cada vez hay menos pobres, cada vez hay más pobres dispuestos a salir por ellos mismos de la pobreza), son los animales y sus “derechos” los que deben salvar el amenazado mundo de ensoñaciones de los intelectuales frustrados. Los camaradas de los animales son ostentosamente mimados por la prensa, los políticos y la “cultura”, mientras que para los rebeldes apenas nos dejan unas gachas veganas.
La superstición de que los animales son mejores que las personas está siendo fuertemente promovida por la ciencia y la filosofía del establishment postmoderno
La superstición por la que los animales son mejores que las personas o, dando un paso más allá, nuestros amigos, está siendo fuertemente promovida por la ciencia y la filosofía del establishment postmoderno. Zoólogos e investigadores del comportamiento como Jane Goodall o Dian Fossey son hoy aclamados como grandes luchadores de la causa por la liberación animal, y ello con la misma contundencia con la que ellos perdieron la distancia respecto del objeto que estudiaban. Cualquier zoólogo que quiera conseguir hoy un best-seller no puede dejar de presentar sus resultados de investigación de tal manera que los animales sean lo más humanos posible, pero los humanos lo más bestializados posible.
Como ocurre con todas las supersticiones, esta del animal como buen salvaje, como “sujeto” de derechos, apenas es cicatera herramienta de irracionalidad. No, mi perra no me reclama derechos cuando se pone delante de mí moviendo excitada el rabo. Sí me reclama atención, empatía, comida y juego. Ella no quiere ser más humana, únicamente desea repetir las rutinas adiestradas que le causan satisfacción. Ser humano es otra cosa, como decía José Ortega y Gasset, nuestro filósofo: «el hombre no tiene naturaleza, tiene historia». Efectivamente, el ser humano no es adiestrado, aprende, y del aprendizaje nace la capacidad de crear de novo.
Adiestrar no lo mismo que enseñar
En su entorno natural (esto es, fuera del laboratorio), los simios no aprenden nada de sus padres, ni siquiera a cascar nueces. Los prominentes primatólogos David y Ann Premack lo han corroborado tras de décadas de observación de campo y expuesto en innumerables publicaciones. La falta de pensamiento conceptual es también la razón por la cual nunca se desarrollan culturalmente. Los simios no construyen edificios, no escriben recetas de cocina, no diseñaron diferentes tipos de papel higiénico ni escribieron sus prácticas sexuales en ningún Kamasutra. No conocen una cena romántica, ni un periódico, ni tradiciones narrativas orales, ni deportes ni parques infantiles. Los simios no cuentan historias. Ellos simplemente siguen sus instintos como lo hacen otros animales.
Como los castores que construyen presas y los pájaros que hacen nidos, algunos chimpancés conocen un truco: los palos afilados ayudan a comer termitas. No han sido capaces de, basándose en ese conocimiento, diseñar hachas, arcos y flechas o una hoguera para que las termitas estén más crujientes y sean más digestivas. Hay una diferencia fundamental y absoluta entre humanos y animales: aunque los humanos también somos criaturas del proceso evolutivo natural, nos hemos emancipado de nuestros orígenes.
No puede haber derechos sin obligaciones
El filósofo británico Roger Scruton nos señala que los derechos están íntimamente ligados a las obligaciones: “[Los humanos] Nos entendemos a nosotros mismos en primera persona, y debido a esto dirigimos nuestros comentarios, acciones y emociones, no a los cuerpos de otras personas sino a las palabras y las apariencias que se originan en el horizonte subjetivo, el único lugar donde pueden estar.”
Si se concedieran derechos a los animales, habría que exigirles obligaciones que no podrían cumplir
Si se concedieran derechos a los animales, habría que exigirles obligaciones que no podrían cumplir. Los gatos deben respetar el derecho a la vida de los ratones y los perros tienen que respetar la privacidad ajena. Postulemos entonces el derecho a la vida, por ejemplo: estaremos destrozando el principio de igualdad ante la ley, ya que algunos no tienen obligaciones que cumplir. No podemos obligar a un león a morir de hambre para respetar el derecho a la vida de una gacela.
Y es justamente en esta deconstrucción del concepto de derecho donde se encuentra el meollo del asunto. La arbitrariedad absoluta con la que vamos por ahí otorgando derechos, inventando derechos, impostando derechos es obscena. ¿Tiene explicación este fenómeno?
Permítanme que cite al profesor Carlos Rodríguez Braun: «… la característica fundamental de los derechos clásicos liberales es que su ejercicio por cualquier persona no comporta la usurpación de los derechos de otras personas. Mi propiedad no conspira contra la suya, y yo puedo ir a mi iglesia sin impedir que usted acuda a su sinagoga, y un periódico liberal no implica que no pueda haber otro periódico socialista. El mundo de esos derechos es el mundo de la libertad». «En cambio, los nuevos derechos sociales son radicalmente diferentes, porque todos ellos exigen la violación de los derechos individuales, empezando por la propiedad privada, necesariamente arrasada por el «derecho al gasto público», que abre la puerta a cualquier grado de confiscación impositiva que arbitre el poder político y legislativo.»
Los derechos y la justicia no pueden estar bajo la acción arbitraria del sistema político que ocupa momentáneamente el poder
Y no solo hablamos de modelos impositivos arbitrados y arbitrarios, hablamos también de la pérdida intrínseca en el valor real de nuestros derechos, diluidos en la sopa boba de la reivindicación colectivista. Esos derechos de todos han ido desvirtuándose a lo largo del tiempo gracias la acción continua de los agentes de poder positivistas. La mayor parte de lo que hoy el joven manifestante que sale a la calle, coartando no pocas veces la libertad de los demás, cree que son “sus derechos” o los “derechos de los animales” no es más que una retahíla de postulados que consagran principios de poder político acuñados en leyes inventadas a tal efecto. No tiene nada que ver ni con DERECHOS, ni con JUSTICIA. Los derechos y la justicia no pueden estar bajo la acción arbitraria del sistema político que ocupa momentáneamente el poder, por muy mayoritario que sea el apoyo social de que disfruta.
En mente de todos están cientos de ejemplos que muestran el uso torticero y liberticida de la ley en beneficio del poder: la Alemania nazi, las democracias orgánicas castrista o franquista, Venezuela, cualquier teocracia … Un derecho ha de tener validez universal y no se puede inventar, ni establecer por Real Decreto.
El derecho sobre uno mismo es autolimitante: exige responsabilidad e impone obligaciones
El derecho sobre uno mismo, del que derivan los derechos a la vida, la propiedad y el ejercicio de la libre acción, no es sólo un derecho universal, es un derecho autolimitante exige responsabilidad e impone obligaciones. Si reconocemos con contundencia la universalidad de esos principios, estamos al mismo tiempo limitándonos en el ejercicio de los mismos: a) si el derecho a la vida es universal, no debo matar ; b) si el derecho a la propiedad es universal, no debo robar ; c) si el derecho a la libre acción es universal, no debo coartar la de los demás.
Una vez que Flipper hubiese comprendido el significado conceptual de estas premisas, incluso tras haberlas asumido para todos los delfines del planeta, caería en la cuenta de que él no puede ser animalista: no puede conceder esos derechos a las sardinas, pues moriría de hambre. Menos mal que Flipper no necesita comprender o asumir premisas morales humanas: los delfines no tienen derechos.
Aunque los humanos y los delfines han evolucionado de manera similar a través de la historia natural, existe una diferencia fundamental entre unos y otros. Ésta es la racionalidad humana, que permite al hombre comprender moral y derechos y gracias a la cual aprende a respetar los derechos de sus semejantes.
El ser humano capta el mundo conceptualmente, vive junto con otros seres humanos en un mundo de ideas, y los animales no lo hacen. El hombre tiene que elegir vivir y cómo hacerlo. Los animales siguen automáticamente sus instintos. Es todo lo que necesitan. Y compasión desde nuestra racionalidad.
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